domingo, 30 de enero de 2011

EL RIESGO MORAL

Me han dicho unos buenos amigos que algunas de mis afirmaciones en el anterior post y comentarios en el blog El Desembarco de La Flota les han ofendido. Pido perdón si ha sido así. No es mi intención ofender si no generar una reflexión autocrítica para dilucidar cuál puede ser nuestra posición ante la crisis política, económica, social y profesional en la que estamos inmersos. Lo hago públicamente porque me siento impulsado a ello: toda mi vida profesional he necesitado de la reflexión filosófica aplicada a mi profesión que en alguna ocasión he publicado y a la que dediqué mi tesis doctoral. Creo que, hoy más que nunca, algunos de mis aprendizajes podrían ser útiles para alguien más. Si no es así, despréciense, ignórense o critíquense. A ello me expongo al tomar esta iniciativa. En cualquier caso intentaré matizar mejor mis afirmaciones que en alguna ocasión, seguro, han sido mal expresadas.

Por supuesto, las opiniones que expongo en este blog participativo de La Momia que Habla son responsabilidad exclusiva del abajo firmante y no representan en absoluto una posición del colectivo que da nombre a este foro.

Desde este verano, mis aportaciones giran alrededor de unas pocas ideas: 1) la crisis económica actual no es meramente coyuntural, debida a razones financieras, sino que obedece a razones estructurales, a anomalías que progresivamente han contaminado nuestro modelo de sociedad hasta hacerlo insostenible. Estoy con Judt cuando dice en su libro que, una cosa es reconocer que la sociedad del bienestar necesita reformas y otra afirmar que hay que terminar con ella. Pues bien, yo creo que necesita reformas y me siento obligado a aportar propuestas para hacerlo en el ámbito que mejor conozco, la sanidad. No pienso esperar y ver que hacen con ella sus enemigos neoliberales, porque no nos va a gustar. 2) Es una falacia creer que existe un pensamiento económico único, científicamente demostrado, que establece una especie de determinismo económico. Pues no. En teoría económica existen muy diversas corrientes y, está claro, que la actualmente preponderante ha fracasado en sus objetivos de generar un mundo con menos desigualdades, un mundo más justo. Hay otros. Probémoslos. 3) El presupuesto dedicado a sanidades es suficiente. Nos encontramos, probablemente, en el lado de la curva del rendimiento decreciente de la inversión y es necesario comenzar a apostar por otros sectores, como la educación, con mucho margen todavía para la mejora y que determina también el nivel de salud de una sociedad (además de su viabilidad futura) 4) Los profesionales sanitarios tenemos una especial responsabilidad tanto en haber colaborado, activa o pasivamente, a generar el actual modelo de sanidad mercantilizada-medicalizada, como en su posible reforma. 5) Debido a nuestra responsabilidad, no deberíamos adoptar una posición autista y autoreferencial cuando legítimamente exigimos el respeto de nuestros derechos. Nos jugamos la viabilidad de sistema. Ampliemos el debate y pasemos del ¿Por qué me han bajado el sueldo? al ¿Cómo vamos a conseguir que los Gobiernos no realicen más reformas estúpidas como la del tijeretazo sino adecuadas, proporcionales y equitativas?

En la entrada anterior intenté reflexionar sobre el nuevo profesionalismo, una corriente de la ética profesional liderada en USA por la Asociación Médica Americana y en España por Diego Gracia que defiende que es necesario superar tanto el modelo neoliberal de atención sanitaria como el meramente técnico ya que, para los autores, estos modelos de relación clínica no son capaces de dar cuenta de la complejidad moral de la práctica. Ello no significa que cualquier profesional instalado en unos de estos modelos sea poco ético. Se puede ser un médico técnico estupendo o un profesional con práctica privada impecable. Estamos hablando de modelos no de casos concretos. La reflexión ética pretende aportar horizontes, que pueden resultar más o menos atractivos, hacia los que merezca la pena acercarse porque existan buenas razones para desearlo. Es muy interesante que la Asociación Médica Americana sea la que lidere este debate: los excesos de ambos modelos se han puesto en evidencia especialmente en la sanidad americana privada hipermercantilizada (aunque existen ya posicionamientos, profesionales y políticos muy claros en países con sistemas de salud semejantes al nuestro).

Uno de los problemas que esta reflexión sobre el nuevo profesionalismo quiere superar es la dolorosa evidencia de que, en algunos casos, cuando los médicos tienen que elegir entre el beneficio del paciente o el suyo propio, eligen su propio beneficio. Este beneficio puede estar relacionado con cobro de incentivos financieros ligados a la restricción de pruebas o intervenciones (planes de salud), sobre-indicación de pruebas, consultas o intervenciones (pago por acto) o inclusión de pacientes sin criterios en ensayos clínicos en los que el investigador cobra por paciente. También podríamos calificar como éticamente dudosas las prácticas, sobre todo en la atención especializada (lo que viene es evidencia empírica personal de mi época de gestor, aunque perfectamente reproducible si se habla con cualquier médico que se haya dedicado o se dedique a la gestión sanitaria) consistentes en generar actividad (pruebas diagnósticas, consultas sucesivas, etc…) con el fin de justificar la contratación de más personal, compra de más o más moderna tecnología, horas extras o creación de nuevas unidades. De igual modo, existe evidencia de cómo los médicos modifican su perfil prescriptor, “retocan” recomendaciones y guías de práctica clínica cuando actúan como expertos, manipulan la información que comparten con compañeros en sesiones docentes o aceptan participar en ensayos clínicos con dudosos objetivos, dependiendo del número e intensidad de la interacción con la industria farmacéutica.

Sí, efectivamente, los médicos somos humanos. Esta perogrullada simplemente debe servir para reconocer que estamos sometidos a múltiples influencias y que éstas son muy difícilmente “gestionables” porque, muchas veces, sencillamente, están implícitas en unas rutinas y sistemática de trabajo o son inconscientes: estamos inmersos en un paradigma. Como decía Ortega: "Las ideas las tenemos; en las creencias estamos". En otro post hablaré de este paradigma, ahora solo adelanto el nombre: medicalización.

El problema no es reconocer que algunas veces “no somos trigo limpio” y “utilizamos” al paciente para obtener ciertos réditos, lo que nos puede servir, si somos gente de buena voluntad -y la mayoría lo somos-, para intentar que estos conflictos sean los menos posibles. El problema radica en no hacerlo y escudarnos en códigos deontológicos y teatrales golpes de pecho en defensa de nuestra pureza profesional detrás de los cuales suele haber mucha hipocresía y que, en general, suelen responder, precisamente, a intereses que ciertos lobbies corporativos desean que sigan siendo “ocultos” (hablo de sociedades científicas y colegios profesionales). La pregunta sería: ¿Por qué en medicina estos “conflictos de interés” parecen más feos que en otras profesiones? Por una razón que se llama relación de agencia imperfecta y riesgo moral. Veamos.

Una agencia es un lugar, o un momento, donde dos personas intercambian información, objetos o bienes de consumo. Una tienda, un despacho u oficina es una agencia donde un cliente acude para comprar o adquirir un objeto o un servicio. En la agencia hay un vendedor, o como dicen más elegantemente ahora los gestores sanitarios, un proveedor, que le explica al comprador las características del objeto o servicio que desea y naturalmente lo que vale, o el precio que tiene que pagar para adquirirlo. En la vida corriente cuando un cliente acude a una agencia suele tener una idea clara previa de lo que quiere adquirir. Se informa antes y durante la entrevista con el vendedor y decide libremente y de acuerdo a sus preferencias, o a su capacidad adquisitiva, si compra o no el objeto o el servicio. Esto es lo que se conoce en economía como una "relación de agencia" normal, perfecta o simétrica.

Pero; ¿qué ocurre en Medicina? La diferencia de información de la que dispone el cliente y el vendedor es tan grande que el cliente, el paciente, tiene que comprar o adquirir lo que el vendedor, médico, le dice, le aconseja o recomienda. El comprador de salud, en este caso nuestro paciente, pasa a ser un sujeto pasivo que recibirá el objeto o servicio que el proveedor o vendedor, en este caso su médico le proponga u oferte. Es lo que se llama "relación de agencia imperfecta". La idea que caracteriza la relación de agencia imperfecta es la asimetría de conocimientos entre ambos agentes: el comprador y el vendedor. Esta relación de agencia imperfecta tiene más riesgos para el cliente que la perfecta y en economía a este riesgo lo han llamado “riesgo moral”.

En efecto, la posibilidad de que el proveedor trabaje en primer lugar en su propio beneficio aumenta cuanta mayor es la asimetría de información y, en el caso de la medicina, el agravante de la situación de fragilidad física y psicológica del paciente, hace que el riesgo moral sea más “accesible” para el proveedor. Por eso la ética médica tiene más de 2000 años. Por eso, la bioética es la ética aplicada que más se ha desarrollado. Porque la posibilidad de riesgo moral es enorme y si no existe algún mecanismo compensador del mismo -la ley es uno de ellos pero insuficiente en medicina ya que exige solo unos mínimos- la confianza necesaria de los pacientes en sus médicos se volatilizaría y la función social del médico sería imposible. Ya está pasando en USA, con un modelo de sanidad privatizado: los clientes no se fían de sus médicos ni cuando pagan por acto, ni cuando tienen un plan de salud. Por eso se habla de que la sanidad es un mercado imperfecto que requiere una importante regulación del Gobierno para evitar el riego moral. Pero también y sobre todo, requiere que exista un importante mecanismo de auto-regulación profesional: la ética clínica (y antiguamente, la deontología).

Nuestro modelo es público, afortunadamente y, por ello, más justo y con menor posibilidad de riesgo moral en las actuaciones de sus profesionales. Sin embargo, éste sigue existiendo; sencillamente se manifiesta de maneras más refinadas o sofisticadas que el burdo mercadeo en que se ha convertido la medicina norteamericana. Cuidado con las reformas privatizadoras de la sanidad pública europea cuando la situación en USA es tan insostenible (el país que más gasta en sanidad y que peores resultado obtiene proporcionalmente; el país con más demandas a profesionales sanitarios; el país con menor confianza en sus médicos por parte de la población) que las últimas reformas de Obama van, precisamente, en dirección contraria, es decir, intentar hacerla más pública.

Lo que hace toda esta situación más compleja es que el médico está inmerso en otra relación de agencia imperfecta, además de la que tiene con su cliente: la relación con su contratador, en nuestro caso, el Servicio Murciano de Salud. La peculiaridad de la actividad clínica, tan difícil de estandarizar, hace muy dificultoso el control por parte de los mandos de la actividad del trabajador. Este control es mucho más fácil en otro tipo de empresas con actividad programable y medible objetivamente como, por ejemplo, las fábricas de coches. Pues bien, también existe riesgo moral en esta relación, es decir, es fácil para el médico “engañar” a sus jefes para conseguir beneficios personales tanto por la dificultad, como he dicho, de estandarizar su actividad o medir objetivamente sus resultados, como porque el médico siempre dice que lo que hace lo hace “en el mejor interés del paciente”. Los gestores de la sanidad pública tragan sapos y culebras, en algunas ocasiones, cuando tienen que ceder ante demandas de los jefes clínicos o coordinadores, con beneficios más que dudosos para los pacientes pero muy claros en términos económicos o laborales para los profesionales. En esta relación de agencia imperfecta existen también mecanismos moduladores: los incentivos (difíciles de diseñar; si no se articulan bien, aumentan el riesgo moral del paciente), la ley (prácticamente inútil en este caso), los reglamentos (con unos mandos intermedios sin poder, desprestigiados, mal pagados y, por todo ello, con honrosísimas excepciones, coto de mediocres trepas que no quieren problemas, también inútiles) y por último, la ética.

En efecto, en bioética se definen tres etapas de desarrollo que han obedecido a diferentes prioridades. La primera desarrolló el principio de no maleficencia y lo hizo alrededor de la ética de la investigación (años 60 y 70); la segunda, el principio de autonomía y desplegó la teoría del consentimiento informado (años 80-90); la tercera, la actual, gira alrededor del principio de justicia y tiene que ver precisamente con la reflexión profesional necesaria para actuar, sin perjudicar a los pacientes, pero considerando la necesidad de ser eficientes y, tener en cuenta los costos. En esta tercera etapa de la bioética, la de la justicia, hay que colocar iniciativas como el del nuevo profesionalismo al que aludía al principio que cree necesario que el médico, además de comprometerse con el bienestar de su paciente, lo haga con un modelo de sociedad. Es decir, que el médico juegue también en la arena pública y no solo en la de la consulta. Por eso, en esta última etapa, la bioética está encontrando tantas sinergias con el bienhallado movimiento crítico profesional que se opone a la manipulación de la investigación, la invención de enfermedades, las intervenciones inútiles, la medicalización de la salud y que procede de disciplinas tan distantes como la epidemiología clínica, la salud pública, la antropología y la sociología de la salud, la evaluación de tecnologías sanitarias y la economía de la salud.
Quiero terminar diciendo que mi profesion y mis compañeros me merecen todo el respeto porque, generalizadamente, son abnegados, comprometidos y dedicados a su trabajo. Una reflexión autocrítica no es una enmienda a la totalidad. Solo quiere señalar zonas de penumbra, comunes a toda actividad humana, pero que en la nuestra son especialmente sensibles. Es lo que intento. Otra cosa es que lo consiga. Por ello pido perdón anticipado por si alguna de mis afirmaciones ofenden a algún compañero o compañera. Como he dicho más arriba no es mi intención la ofensa sino generar un debate que está muy vivo en otros foros, paises y sociedades.

Otro día: medicalización
Abel Novoa

sábado, 22 de enero de 2011

MURCIA INVERTEBRADA


España invertebrada es un libro de Ortega y Gasset, publicado en 1922 en el que recopila los artículos escritos para El Sol desde 1920. España se encontraba en una terrible crisis política y social y Ortega tiene la necesidad de encontrar el camino ante “la desarticulación del proyecto sugestivo de vida en común”. En el prólogo a la primera edición alude a que “el síntoma más elocuente en la hora actual es la ausencia de una ilusión hacia el mañana”. Doce años más tarde y poco antes de la tragedia civil, en una nueva edición, justificaba entonces su obra en términos personales:

“Yo necesitaba para mi vida personal orientarme sobre los destinos de mi nación, a la que me sentía radicalmente adscrito. Hay quien sabe vivir como un sonámbulo; yo no he logrado aprender este cómodo estilo de existencia. Necesito vivir de claridades y lo más despierto posible”.

Termina este prólogo con una desesperada llamada al cambio, quizá adivinando lo que se nos venía encima: “Alguien en pleno desierto se siente enfermo. ¿Qué hará? No sabe medicina, no sabe casi nada de nada. Es sencillamente un pobre hombre a quien la vida se le escapa ¿Qué hará? Escribe estas páginas, que ofrece ahora a todo el que tenga la insólita capacidad de sentirse, en plena salud, agonizante y, por lo mismo, dispuesto siempre a renacer”

Pienso que es posible que anhelos parecidos (y no quiero parecer pretencioso; muy lejos estoy…) me hayan llevado a releer este ensayo y a recuperar la interpretación que realizó Diego Gracia de “profesionalismo” influido por Ortega.

Bien. En este contexto de crisis total en la España de principio de siglo, Ortega intenta dar las claves para regenerarla. Para ello, elabora una teoría histórica en la que defiende que las sociedades se forman mediante lo que llama un proceso de incorporación, esto es, “la organización de muchas unidades sociales preexistentes en una nueva estructura”. Esta unidad, que estaría sometida inevitablemente a fuerzas centrífugas, tendría una tendencia natural a la desintegración. ¿Cómo se consigue que la sociedad no se rompa? La sociedad permanecerá unida siempre que exista un “proyecto sugestivo de vida en común”, contesta el filósofo:

“Repudiemos toda interpretación estática de la convivencia nacional y sepamos entenderla dinámicamente. No viven juntas las gentes sin más ni más y porque sí. Los grupos que integran un Estado viven juntos para algo: son una comunidad de propósitos, de anhelos, de grandes utilidades. No conviven por estar juntos, sino para hacer juntos algo” (cursiva en el original)

Ortega cree que el proceso de decadencia en la sociedad comienza cuando “las partes del todo comienzan a vivir como todos aparte” A este fenómeno le llama Ortega particularismo y lo define como “el carácter más profundo y más grave de la actualidad española” Y continúa, en cursiva en el original: “La esencia del particularismo es que cada grupo deja de sentirse a sí mismo como parte, y en consecuencia deja de compartir los sentimientos con los demás. No le importan las esperanzas o necesidades de los otros y no se solidarizará con ellos para auxiliarlos en su afán” Por el contrario, “es característica de este estado social la hipersensibilidad para los propios males”

¿Quién tiene la culpa de que en una sociedad se desarrolle esta tendencia? Ortega lo tiene claro: el poder central, incapaz de ofrecer ese “proyecto sugestivo de vida en común”: “El Poder público ha ido triturando la convivencia y ha usado de su fuerza casi exclusivamente para fines privados… ¿Qué nos invita el Poder público a hacer mañana en entusiasta colaboración”.

Buena pregunta ¿Verdad?

A Ortega, este proceso de decadencia le parece especialmente grave cuando también afecta a los grupos profesionales: “Habrá salud nacional en la medida de que cada profesión tenga viva conciencia de que es ella meramente un trozo inseparable, un miembro del cuerpo público. Todo oficio u ocupación continuada arrastra consigo un principio de inercia que induce al profesional a irse encerrando cada vez más en el reducido horizonte de sus preocupaciones y hábitos gremiales. Abandonado a su propia inclinación, el grupo acabaría por perder toda sensibilidad para la interdependencia social”

En tiempos de “coyuntura difícil”, si existe una “fuerte empresa incitadora” (como también define nación), se produce lo que llama Ortega un fenómeno de “elasticidad social”, un compromiso con un proyecto sugestivo de vida en común: "El fenómeno de elasticidad social no requiere “que las partes de un todo social coincidan en sus deseos y sus ideas; lo necesario e importante es que conozca cada una, y en cierto modo viva, los de las otras” (en cursiva en el original)

Y continúa el filósofo: “Cuando esto falta (la elasticidad social), pierde la clase o el gremio, como ciertos enfermos de la médula, la sensibilidad táctil: no siente en su periferia el contacto y la presión de las demás clases y gremios; llega consecuentemente a creer que sólo ella existe, que ella es todo, que ella es un todo. Tal es el particularismo de clase, un síntoma grave de descomposición..”

Para Ortega, la vida de la sociedad española de su tiempo era “un extremado ejemplo de este atroz particularismo. Hoy es España, más bien que una nación, una serie de compartimentos estancos… Difícil será imaginar una sociedad menos elástica que la nuestra; es decir, difícil será imaginar un conglomerado humano que sea menos una sociedad” (cursiva en el original)

¡Qué llamativo lo actual que suena esta análisis! Aplicado a España y, por supuesto, a Murcia

Cuando, en una sociedad articulada, vertebrada por un proyecto sugestivo de vida en común, una profesión desea algo para sí, trata de alcanzarlo buscando previamente un acuerdo con las demás porque a todos les parece que el proyecto común es más importante que los intereses particulares. Pero una clase atacada de particularismo se siente humillada cuando piensa que para lograr sus deseos necesita recurrir a estos consensos, frecuentemente llevados a cabo a través y en el seno de instituciones públicas y, fijaos bien, dice Ortega, “Esta repugnancia (a recurrir a instituciones públicas comunes, a buscar consensos, a hacerse cargo de la situación social en su conjunto) suele disfrazarse de desprecio hacia los políticos”

Claro, los políticos, argumenta Ortega, no dejan de ser otra profesión con los mismos problemas de particularismo que afectan a las demás profesiones: “Ningún gremio puede echar nada en cara a los demás. Allá se van unos y otros en ineptitud, falta de generosidad, incultura y ambiciones fantásticas.” Para Ortega, los políticos son reflejo de la sociedad e incluso, no lo peor de ella. En una anotación a pie de página en relación con esta última idea, otra escalofriante similitud con la situación actual: “Estos días asistimos a la catástrofe sobrevenida en la economía española y la inmoralidad de nuestros industriales y financieros. Por grandes que sean la incompetencia y desaprensión de los políticos, ¿quién puede dudar que los banqueros, negociantes y productores les ganan el campeonato?"

Este desprecio hacia los políticos escondería, en el fondo, la repugnancia de los profesionales airados por los métodos indirectos, más laboriosos, en los que se busca en interés común y mediante los cuales “se cuenta con los demás”. Lo que se quiere es la acción directa: “la imposición inmediata de su señera voluntad”. La acción directa, consecuencia del particularismo es, para Ortega, propio de “torpes de angosto horizonte”: “Cuando un loco o un imbécil se convence de algo, no se da por convencido él solo, sino que al mismo tiempo cree que están convencidos todos los demás mortales. No consideran pues necesario esforzarse en persuadir a los demás poniendo los medios oportunos”

¿Y para los que no coincidan de antemano con estas reivindicaciones particularistas?: “En vez de atraerlos, persuadirlos o corregirlos, lo urgente es excluirlos, eliminarlos, distanciarlos, trazando una mágica línea entre los buenos y los malos.. Es penoso observar que desde hace muchos años, en el periódico, en el sermón y en el mitin, se renuncia desde luego a convencer al infiel y se habla solo al parroquiano ya convicto”

Esta insolidaridad de los profesionales con el resto de la sociedad produce para Ortega un fenómeno muy lamentable: “Cualquiera tiene fuerza para deshacer; pero nadie tiene fuerzas para hacer, ni siquiera para asegurar sus propios derechos”. Es la España invertebrada; es una sociedad sin cimientos; es un cuerpo sin huesos.



En la segunda parte del ensayo, Ortega defiende su conocida tesis de la necesidad de un grupo dirigente, una “aristocracia” social inspiradora de la “masa” que más tarde desarrollaría en su obra La rebelión de las masas y que nada tiene que ver con la defensa de clases privilegiadas, como él no se cansa de repetir a lo largo del ensayo. Tampoco el término masa es utilizado despectivamente sino como sinónimo de sociedad. El filósofo, simplemente, cree que es necesario reconocer que existen individuos y grupos con una responsabilidad social especial, por su formación, su posición en el funcionamiento de la sociedad, y los profesionales están entre ellos.

Ortega, por su influencia, es el principal filósofo del siglo XX en España; maestro de Zambrano, Marías, Aranguren, Zubiri. Tras Ortega, y quizá con una obra más académica y articulada, Zubiri que, a su vez, inspiró a Laín Entralgo; y, si hay un alumno destacado de Laín, es Diego Gracia. Gracia es el gran pensador de la bioética española y en su obra, además de a Zubiri, es fácil reconocer a Ortega y Gasset.



En una de sus últimas obras publicadas, Como arqueros al blanco (2004), reflexiona Diego Gracia sobre el “nuevo profesionalismo”, citando un importante artículo publicado en el New England en 1999 por la American Medical Association, “El profesionalismo médico en sociedad”. Para Diego, al igual que para los autores norteamericanos, el profesionalismo médico es mucho más que una actividad mercantil regulada por la competencia y por las leyes. Y es también mucho más que una mera actividad técnica proveedora de un bien necesario. Para Diego Gracia y para la Asociación Médica Americana, los médicos, en general las profesiones sanitarias, serían una fuerza social estabilizadora y de protección moral:

“Se trataría de una especie de tercer sector, junto o frente al sector privado y al público o gubernamental. Esos serían los tres vértices del gran triángulo social”

Por eso, la devaluación del profesional sanitario a un simple comerciante de conocimiento (modelo neo-liberal de profesión) o a un mero técnico, despreocupado de la realidad social, es sumamente grave porque la sociedad necesita a sus profesionales para algo más:

“Toda sociedad necesita grupos estabilizadores y meritocráticos que intenten equilibrar los intereses privados y el poder gubernativo a través de la protección y promoción de importantes bienes sociales. Los profesionales no solo protegen a personas vulnerables sino también los valores sociales vulnerables. Hay muchos valores vulnerables: los individuos y las sociedades pueden abandonar al enfermo, ignorar el proceso debido a una persona acusada de un crimen, proveer apoyo educativo inadecuado, propagar información que beneficia a los poderes silenciando ciertas perspectivas, etc. Los valores son tan vulnerables que es difícil concebir una sociedad que no haya fallado en protegerlos. Pues bien, cuando los profesionales no atienden estas actividades nucleares de la sociedad, comienzan a surgir graves problemas”

En el artículo del New England los autores proponen un nuevo modelo de profesionalismo con tres elementos: devotion, profession y negotation. Devoción como sinónimo de dedicación, una actitud moral de entrega al servicio sanitario y sus valores; esta entrega debe ser pública y reconocida, y eso es lo que los autores llaman profesión pública de esa ética. Finalmente negociación:

“Los profesionales tienen que comprometerse en el proceso de negociación política, defendiendo los valores de la asistencia sanitaria en el contexto de otros valores sociales también importantes y, quizá, competidores”

Lo cierto es que ya existían, en mi opinión, síntomas y signos de particularismo entre las profesiones sanitarias o las docentes (por poner dos ejemplo significativos) en los últimos años cuando éstas aparecían cada vez más hiper-sensibles a sus males e hipo-sensibles a los ajenos, cuando se iban desvinculado de un proyecto de vida en común que, bien es cierto, la clase dirigente no ha sabido defender, potenciar y encarnar. Tanto unos como otros parecíamos ajenos a las graves anomalías que se iban detectando en relación con los resultados de nuestra actividad. Los docentes impávidos ante la degradación de la educación pública; viendo como nuestros resultados se alejaban de los de países de nuestro entorno y haciendo como si no fuera con ellos. Eso es culpa de los políticos, decían. Y lo será, pero no solo de ellos.

También los profesionales sanitarios hemos asistido con cara de pocker, como si no fuera con nosotros, a una progresiva medicalización, farmacologización, tecnologización de la asistencia sanitaria, de la salud y de la enfermedad, nada relacionada con mejores resultados en términos de salud para los ciudadanos, antes al contrario. En mi opinión, en nuestro caso, este proceso ha respondido a una sencilla razón: mucha gente quería ganar dinero. Si ya me parece perverso que la asistencia sanitaria sirva en primer término para ganar dinero (porque como sabemos la asimetría de información entre consumidor y proveedor es tan enorme que no es posible la aplicación directa de las reglas del mercado; el consumidor está “vendido”), en la asistencia privada las reglas están claras. Pero me parece más perverso y ruin que la sanidad pública también se haya convertido, en primera instancia, en una máquina de generar ganancias para sus protagonistas, relegando la mejora de la salud y calidad de vida de los ciudadanos a un segundo término, y, por supuesto, qué decir de un mínimo compromiso de sus agentes con la sostenibilidad de algo tan valioso como es una sanidad publica.

La asistencia sanitaria pública se ha convertido -y siento decirlo tan claro; siento que estas palabras puedan herir la sensibilidad de muchos compañeros y compañeras bien intencionados pero lo que señalo no es una acusación particular sino una reflexión general autocrítica- se ha convertido, digo, fundamentalmente, en un enorme engranaje generador de ganancias para todos sus agentes excepto para los que justifican su existencia: los ciudadanos. Empresa farmacéutica, tecnológica, oficinas de farmacia, profesionales sanitarios y también sindicatos (jugando a obtener ganancias en forma de poder) son los accionistas ocultos del sistema. Los que se reparten los dividendos. Todos hemos obtenido más retornos de lo que en justicia merecíamos por nuestro trabajo. Todos hemos exprimido la gran teta hasta dejarla sin leche. El ciudadano, en todo esto, ha sido, es, el paganini, en términos de morbimortalidad, eventos adversos, efectos secundarios, dependencia psicológica, copagos e impuestos. Y además, le hemos escamoteado los datos.

Hemos perdido por el camino la idea de una sanidad al servicio de los ciudadanos y no de sus productores. Hemos perdido por el camino la idea de que la sanidad pública no es solo un sistema de atención sino también un mecanismo de justicia social que compensa muchas desigualdades. Es por tanto algo valioso, parte de ese proyecto sugestivo de vida en común, que decía Ortega, que ahora se desmorona por culpa de muchos pero también por la nuestra.

Y para terminar. Me leí hace ya unos años un librito que me parece de máxima actualidad y que viene a cuento. Se llama “La implicación del profesorado: Una agenda de democracia radical para la escuela” Los autores, dos académicos australianos, escriben en el año 2003:

“La tradición de la educación y la democracia alcanzó un punto álgido a finales de la década de 1960 y durante la de 1970, años que vieron florecer la enseñanza políticamente comprometida en las comunidades de las ciudades europeas, australianas y americanas. La idea del docente como profesional radical responsable del fortalecimiento de todas las personas fue ganando terreno, así como las nociones de alianza entre el profesorado y la comunidad para la construcción de ésta última, y del liderazgo educativo como fenómeno de carácter colectivo más que burocrático.”

Gracias a este compromiso profesional, entre otras cosas, los 30 últimos años del siglo XX vieron florecer un sistema de enseñanza y un sistema sanitario públicos de altísima calidad. Sin embargo, en los primeros 10 años del siglo XXI esta utopía realizada se ha contaminado de afán de lucro y ha perdido su razón de ser, su sentido.

Yo creo que es necesario, en estos días más que nunca, que los profesionales volvamos a comprometernos con los ciudadanos, volvamos a liderar esa idea de bien común; nos dejemos de particularismos y veamos más allá. Todos somos culpables de lo que está pasando, no solo los políticos.

Creo que los profesionales debemos recuperar esa necesaria vertiente activista, política (con mayúsculas; no hablo de partidos). Debemos colaborar activamente en vertebrar una sociedad confundida, manipulada y víctima en gran medida. Debemos volver a ser profesionales en su sentido más profundo.
Abel Novoa (MAbel)

jueves, 6 de enero de 2011

NO PODEMOS ESPERAR Y CRUZAR LOS DEDOS BY TONY JUDT



Tony Judt murió el pasado 1 de agosto tras más de dos años de paraplejia secundaria a una ELA. Fue un historiador y académico especializado en la historia contemporánea europea y su último libro Algo va mal se lo dictó a Eugene Rusyn, un compañero de la Universidad de Nueva York. En una entrevista que realizó para The Independent solo 5 meses antes de su muerte en agosto deja testimonio del esfuerzo que llevó a cabo para terminar el libro antes de un final que veía próximo:

“I come in in the morning, I am "put together", as it were. Quite literally. I have to be moved into position, washed, fed, rendered able to speak, which is clearing my throat and all that, which is a tricky business. The thing about this disease is that in itself it does you no particular direct harm, but it has a whole series of knock-on secondary effects. It’s difficult to clear your throat, difficult to breathe, difficult to speak at great length and so on, but once I’ve been bashed into place, put into my wheelchair, Eugene arrives, we sit down, you see two screens in front of you, and over my left ear, you see two bits of paper stuck on the wall, that’s the design of the book. Then I dictate straight, paragraph after paragraph. The book was basically dictated cold, as a first draft, in under eight weeks”




Tony reconoce que el dictado no es la mejor manera de escribir ya que pierde la capacidad de reflexión que añade la necesidad de redactar tus propios pensamientos pero también cree que esta circunstancia le añade espontaneidad y frescura a la narración. El resultado es Algo va mal: un emocionante e intenso testimonio; un toque de atención para que hagamos una lectura adecuada del pasado, del denostado estado del bienestar, esforzadamente edificado por socialdemócratas y liberales durante la segunda parte del siglo XX para dar respuesta a circunstancias parecidas, en cierto modo, a la crisis social y económica, a la crisis moral, que hoy estamos viviendo (“Hay algo peor que idealizar el pasado: olvidarlo”). Judt defiende la socialdemocracia (sí, han leído bien): “La socialdemocracia no representa un futuro ideal, ni siquiera representa el pasado ideal. Pero entre las opciones disponibles hoy, es mejor que cualquier otra que tengamos a mano

Judt en la línea de Conill, Sen, Navarro o Stiglitz (ya lo comentamos en otro post) critica el actual paradigma económico y social, instalado como una verdad incontrovertible:

Hay algo profundamente erróneo en la forma en que vivimos hoy. Durante treinta años hemos hecho una virtud de la búsqueda del beneficio material… Gran parte de lo que hoy nos parece natural data de la década de 1980: la obsesión por la creación de riqueza, el culto a la privatización y el sector privado, las crecientes diferencias entre ricos y pobres. Y sobre todo la retórica que los acompaña: una admiración acrítica por los mercados no regulados, el desprecio por el sector público, la ilusión del crecimiento infinito… No podemos seguir viviendo así… El capitalismo no regulado es el peor enemigo de si mismo. Más pronto o más tarde está abocado a ser presa de sus propios excesos y volver a acudir al Estado para que lo rescate. Pero si todo lo que hacemos es recoger los pedazos y seguir como antes, nos aguardan crisis mayores durante los años venideros. Sin embargo parecemos incapaces de imaginar alternativas

Bueno, el libro es una llamada a considerar las claves para poder imaginar e inventar alternativas al actual modelo socioeconómico y que está saliendo victorioso e incluso reforzado de la crisis ¡que ese mismo modelo provocó!


Primera clave: no hay teorías explicativas o modelos políticos perfectos (no lo es la socialdemocracia ni el liberalismo). Llamada al pragmatismo y a la investigación; a ir pensando las mejores alternativas en cada momento sin dejarnos llevar por clichés, eslóganes o prejuicios ideológicos. Sin duda, hacen falta reformas pero respetando lo básico: las ineficiencias y dilemas del Estado del Bienestar con frecuencia son debidos más a la pusilanimidad de los políticos (que no se atreven a tomar decisiones impopulares) que a la incoherencia económica. Como sugiere la actual ruina de la izquierda, las respuestas no son evidentes pero no podemos limitarnos a cruzar los dedos. Las soluciones a la crisis nos van a obligar a “hilar fino” (esto lo digo yo)



Segunda clave: la crisis ha demostrado que hacen falta Estados fuertes y gobiernos intervencionistas, pero hay que “repensar” al Estado y la izquierda no ha estado a la altura. Hay mucho todavía sobre lo que indignarse, exhorta Judt:

las crecientes desigualdades en riqueza y oportunidades; las injusticias de clase y casta; la explotación económica dentro y fuera de cada país; la corrupción, el dinero y los privilegios que ocluyen las arterias de la democracia”.

Sin embargo para que la izquierda recupere la iniciativa no basta con identificar las deficiencias del sistema y lavarse las manos como Pilatos; la izquierda tiene que renunciar a la “irresponsable pose retórica” que en décadas pasadas nada ha ayudado a la izquierda ni a la sociedad: “Lo único peor que demasiado Gobierno es demasiado poco


Tercera clave: no podemos renunciar a una sociedad que proteja a aquellos de los suyos que han sido menos afortunados. Es perversa la introducción de una intención pretendidamente ética cuando se imponen recortes en las prestaciones sociales con las declaraciones y golpes de pecho de los políticos que han sido capaces de “tomar decisiones difíciles”: “ser duro consiste en soportar el dolor no en imponérselo a los demás”. Estas decisiones responden a una racionalidad utilitarista económica que no es la única posible; existe otra racionalidad, la del gasto necesario o justo, la de la inversión en aspectos que tienen valor pero que no pueden cuantificarse económicamente:

“¿Qué ocurriría si factorizáramos en nuestros cálculos de productividad, eficacia o bienestar la diferencia entre una donación humillante y un derecho? Quizá concluyéramos que la provisión de servicios sociales universales, sanidad pública o transporte público subvencionado en realidad era una forma rentable de alcanzar nuestros objetivos comunes?”


Hay una insensibilidad ética cuando valoramos más la eficacia que la justicia: “Una cosa es temer que un buen sistema no pueda mantenerse y otra bien distinta es perder la fe en el sistema”.

Cuarta clave: la privatización no es la respuesta adecuada porque es ineficiente, injusta y empobrece las relaciones de los ciudadanos (“sociedad eviscerada”). Ineficiente por dos motivos: (1) las empresas públicas son vendidas al sector privado a muy bajo precio (“Cuando el Estado vende barato, el público pierde”); (2) en el proceso de privatización se establecen unas condiciones que minimizan la transferencia de riesgo con el resultado de obtenerse el peor modelo posible: “una empresa privada apoyada indefinidamente por fondos públicos” (cuando hay pérdidas, como habitualmente son sectores imprescindibles, como los ferrocarriles o la atención sanitaria, las empresas acuden al Gobierno para que se haga cargo de la factura: “el efecto es una paulatina renacionalización de facto pero sin ninguna de las ventajas del control público”). La privatización también es injusta ya que suele afectar a sectores de la sociedad que no pueden dejarse a los caprichos del mercado: “invierte el proceso secular en virtud del cual el Estado se fue haciendo cargo de cosas que las personas no podían o no querían asumir individualmente”. La privatización eviscera nuestra sociedad:

la densa trama de interacciones sociales y bienes públicos ha quedado reducida al mínimo… Al eviscerar los servicios públicos y reducirlos a una red de proveedores privados hemos empezado a desmantelar el tejido del Estado y esta pérdida de un propósito social articulado genera inseguridad en los individuos. La inseguridad engendra miedo: miedo al cambio, a la decadencia, a los extraños; y el miedo corroe la confianza y la interdependencia en que se basan las sociedades civiles"


Quinta clave: el asunto no es económico sino ético: la desintegración de lo público tiene como consecuencia más perceptible la dificultad creciente para comprender qué tenemos en común con los demás. El modelo social anima a los ciudadanos a maximizar el interés y el provecho propios: ¿qué aporta una meta más allá del beneficio a corto plazo? ¿Qué razones pueden existir para participar en lo común, para trabajar en o por lo público? Todo ello conduce a una desmovilización de la sociedad civil, un desinterés por la política y por las instituciones públicas y todo ello constituye un "déficit democrático" (y ético, añado yo). Se requieren, clama Judt, “personas que hagan una virtud de oponerse a la opinión mayoritaria”. El círculo de conformidad en el que estamos instalados nos hace perder capacidad de responder con imaginación a los nuevos desafíos:

“El valor moral necesario para mantener una opinión distinta y defenderla ante unos lectores irritados o una audiencia adversa sigue escaseando en todas partes”.

Y añado yo: hoy más que nunca necesitamos valor para oponernos al discurso general de la derecha ultraliberal pero también al de la izquierda retrógrada. Necesitamos valor para buscar soluciones sin demasiadas rémoras ideológicas pero sin renunciar a lo básico: lo público es necesario porque representa lo mejor de nuestra cultura occidental que ha sido y debe seguir siendo capaz de generar sociedades libres pero solidarias; ciudadanos dueños de sus destinos y conscientes de sus derechos pero también comprometidos con una idea de “lo común” que ya nunca más estará completamente definida o determinada como sí lo estuvo en el pasado. Esto, sin duda, añade complejidad e incertidumbre a la tarea, requiere deliberación y más compromiso que nunca.

No va a ser fácil pero como dijo Judt “no podemos esperar y cruzar los dedos




Gracias Tony, estés donde estés.

Abel Novoa (MAbel)