Brillaba.
Brillaba
tanto como en el sueño. El dependiente de la joyería la dispuso con
un movimiento elegante –las uñas tan cuidadas, las manos
moviéndose casi como para una caricia– , sobre un fragmento de
terciopelo negro. La cadena parecía desplazarse por sí misma,
reptar. El oro tiene algo vivo, algo líquido en su interior o en su
memoria. Como los sueños. Nos miramos (la cadena, el dependiente y
yo). Había algo pornográfico en todo eso, una especie de
satisfacción íntima que, además, debía ser a la vez pública,
comercial. Pagué con la tarjeta de crédito. No me fijé en el
precio al firmar, no importaba. Brillaba exactamente como en aquel
sueño y era suficiente con eso. El dependiente se extrañó de que
me la llevara puesta. Disculpe, por supuesto, faltaría más, cosas
así, dijo, mientras la colocaba alrededor de mi cuello con un
exquisito cuidado para no rozarme, aséptico, muy profesional. Salí
de la joyería. Notaba el peso de la cadena, su calor, en mi pecho.
La densidad del oro nuevo y antiguo a la vez. Pero ninguna
satisfacción. Nada. Nada parecido al sueño.
No sé
cuándo lo noté, pero en algún momento, o de alguna forma, se hizo
evidente. Yo nunca he soñado mucho. Siempre he envidiado a mi mujer
cuando me cuenta sus sueños, unas historias llenas de simplicidad o,
todo lo contrario, de una exquisita complejidad extrañamente tejida,
argumentos a veces absurdos pero siempre con una cierta chispa, un
sentido último, una fuerza propia. Ella abre los ojos con una
sonrisa y me dice (siempre empieza así, casi todas las mañanas): no
te lo vas a creer. Pero a lo que iba, mis sueños, mis sueños son,
quiero decir, eran, antes, cuestiones simples, a veces sólo una
sensación, lo típico: caer desde una altura enorme (o hacia un
precipicio enorme, no sé decir) y despertar, repentinamente,
asustado, incorporado en la cama; o estar en el trabajo y que todos
se comporten sabiendo cómo eres, en realidad, mientras
intentas cubrir tu cuerpo, desnudo, en el que nadie repara. Esas
cosas. Tonterías. Algo incluso infantil, naive.
Algo
cambió.
Fue
como conectar un televisor nuevo, alta definición, una programación
exclusiva llena de directores de primera línea: películas de
acción, grandes aventuras, documentales sobre la vida submarina,
animales exóticos. Y cine erótico, claro. Bastantes sueños
eróticos. De una semana para otra, toda una nueva cartelera,
parrilla de alta calidad, un estreno cada día, cada noche, quiero
decir.
Pero
había un problema, una anomalía. Tal vez parezca imposible, pero no
eran míos: aquéllos no eran mis sueños. Definitivamente.
Desde
luego, no sabría decir cómo pero lo notaba, prácticamente desde
que apareció el primero, desde la toma uno, desde el primer
travelling lateral, fundido en negro, sólo faltaban los
créditos finales. No eran, no podían ser mis sueños. Sí, estaban
en mi cabeza, se desplazaban en ese espacio justo antes del
despertar, duraban segundos o quizá fueran horas –quién sabe
cuánto dura un sueño, realmente– se infiltraban en mi
habitación, entre las sábanas, se colaban desde las páginas del
libro que se caía encima de mi nariz, cada noche. Estaban ahí,
dondequiera que estén los sueños, pero no eran míos, no salían de
mí, eran una infección, una interferencia, una invasión, de alguna
forma. Y yo estaba allí, sentía que estaba allí, en mitad de ese
sueño ajeno, tan bien construido. Como otras veces, como en mis
viejos y mediocres sueños, a veces podía verme, desde fuera, como
una cámara, como un soñador omnisciente, si eso existe, y otras
simplemente sabía que estaba allí, que participaba de aquella
historia, aunque no me viera. Era el cazador, el soldado, el hombre
que se escondía de los caballos monstruosos, el amante o el amado,
el paseante, el muerto al final de la caída (seguía habiendo caídas
al infinito, supuse que ese argumento hiperbreve debía ser como la
telebasura de la TDT de los sueños). En cualquier caso era yo, pero
no era mi historia, no era mi vértigo al caer, no eran mis deseos ni
mis miedos, no era mi otro lado de la puerta. No era el desván donde
guardo –siempre los hay– mis demonios. Era la habitación de
otros, y otros los demonios.
El
caso es que –ocasionalmente, no quiero exagerar la nota– estos
sueños alienígenas, extranjeros, también me conmovían. Me
despertaba con la ansiedad de querer revivir esa sensación, esas
experiencias soñadas: sí, vaya tontería, cómo va a ser una
experiencia si es un sueño, lo sé. Pero así me vi, al poco,
atrapado por el deseo de emular estos nuevos sueños, estos, al fin,
sueños intensos, poderosos y en pantalla panorámica, 16:9.
Traicioné mi indolencia habitual comprando ropa deportiva, iniciando
una absurda (y fatigosísima) serie de carreras ciudadanas para
sentir el vértigo dulce de llegar el primero a la meta mientras
todos aplauden, de notar la tensión de los músculos fatigados, el
sudor del esfuerzo bien dosificado. Pero nada, absolutamente nada. No
era posible encontrar de nuevo la sensación soñada. Eso sólo
sucedía en aquel otro territorio, el sueño. Fuera de él, me sentía
disfrazado, como un niño con una capa absurda y una máscara de
plástico intentando emular a su superhéroe favorito y frustrándose
al no poder volar, saltar, expulsar rayos de energía cósmica.
Frustración, una vez tras otra.
Hubo
esto, las hazañas deportivas, pero también compré libros de cocina
para convertirme en cocinero de éxito (me entrevistaban, incluso,
para Cook-on-Time en aquel otro sueño) y aprendí baile de
salón, yo que siempre he odiado la salsa, la cumbia, el mambo. Me
matriculé en un curso rápido para ser guía de arte para
excursionistas y deslumbarles/deslumbarme con mi exhibición de
cultura y sensibilidad arquitectónica, aprendí técnicas de
composición fotográfica, los rudimentos del piano, me uní al
Rotary Club –no pude encontrar masones en la ciudad como los
de aquel otro argumento soñado– , compré (aunque confieso que no
pude acabar) textos sobre creación literaria para convertirme en el
patético Hemingway (con suéters de cuello alto y todo eso) que
ocupó en otra ocasión mis sueños. Lo peor, sin embargo, fue
intentar las hazañas eróticas. Mis compañeras de trabajo, que
siempre me habían tenido por un colega más bien insulso e
inofensivo empezaron a pensar que me estaba demenciando con la edad o
que me había dado la típica crisis del madurito-ligón. Alguna
llegó a soltarme un muy desagradable ¿pero estás bien? ¿te pasa
algo? ante mi sincera oferta de que nos escapáramos, inmediatamente,
hacia la costa azul en un descapotable que íbamos a comprar
ex-profeso en el concesionario más cercano y que iba a ser idéntico,
pero idéntico, en serio, al de la película aquélla, ¿cómo se
llamaba?, sí, Chacal.
Y al
final, nada. Siempre nada de nada. Ni una leve aproximación a esa
magnífica sensación que se promete cada noche en mis nuevos sueños,
deslumbrantes, tuneados por ¿quién? Como esta mañana,
cuando he salido de la joyería con la gorra de los Nicks y la
cadena de oro al cuello, dispuesto a notar esa energía del
bling-bling que prometía inspirar mi revolucionario, mi
único, tan cool, con tanto flow, mi hip-hop de
alcance universal, ¡tiembla 2pac! Pero no, otra vez no. Nada
es igual. Nunca sucede.
Como
tantas cosas que no entiendo, he terminado contándoselo a Lola, mi
mujer, que, por supuesto, ya sospechaba algo (quizá lo de la gorra
ladeada y la cadena –la devolveré, te lo prometo– ha acabado por hacer la situación excesivamente explícita). No le he ahorrado
ninguno de los sueños, al menos ninguno de los más relevantes, por
decirlo de alguna forma. Bueno, sí, he omitido algunos aspectos de
los sueños eróticos en los que aparece alguna de nuestras vecinas,
eso me ha parecido superfluo, además de especialmente difícil de
justificar. Y no llevaba ni la mitad de las historias, ni la mitad de
los sueños, cuando ella se ha llevado las manos a la boca y ha
suspirado y reído a la vez, esas cosas que sólo pueden hacer bien las
mujeres.
Ella
me ha creído, desde el principio. Bueno, no sólo me ha creído,
está segura de que, efectivamente, no se trata de mis sueños, dice
que yo no soy capaz ni por asomo de imaginar todo eso. Ni en sueños,
claro, me dice. Le ha costado unos cuantos días organizar toda la
información pero finalmente lo tiene, lo ha averiguado: ha ido
recopilando cada detalle en un cuaderno, ha establecido unas
jerarquías, ha dibujado unos esquemas y por fin me lo ha mostrado.
Una investigación exhaustiva. Me ha revelado, digámoslo así, la
topología de mis sueños, la procedencia de cada infección, de cada
interferencia, caso a caso, puerta por puerta. Porque así es, dice
Lola: puerta 4, Miguel, el profesor de educación física –sueños
deportivos, ¿lo vés?–, puerta 8, Julián, el que nos ofrece
todos los fines de semana una nueva creación culinaria (unos blinis
con salmón, el sábado pasado, exactamente) y su mujer, Marga,
exquisita anfitriona, madre ejemplar, elegante aunque algo distanre
–si yo te contara, Lola, aquel sueño–, ático B, Luisma,
turbolover vocacional,
amante incansable, al menos tres chicas/semana, descapotable Mercedes
vintage –ahí estaba, Chacal, correcto–, Wilson, el chico
ecuatoriano que da clase de guitarra a los hijos de Julia, puerta 6,
siempre con su gorra de baseball ladeada, de blanco riguroso y Nike
fosforescentes, OK, bling-bling, bingo, Lola, me rindo. Ahí
lo tienes, todo, perfectamente expuesto, coherente, sólido. Tocado y
hundido. Todo cuadra, todo es correcto, ya, pero ¿cómo? Eso queda,
el cómo, cómo llegaron, cómo es posible.
–
Bueno, ya sabes, ondas electromagnéticas, interferencias, ruido que
se cuela, como una red wi-fi sin seguridad ¿por qué no? –
dice (o piensa, quién sabe ya a estas alturas).
¿Por
qué no? Una simple interferencia, un hackeo involuntario de
los sueños de otros.
Pero,
sea como sea, ahora salgo de casa con muchas más precauciones. Sigo
soñando esos sueños extranjeros pero intento no involucrarme.
Programo el despertador cada pocas horas para que no sea, nunca,
demasiado tarde, para que el deseo injertado en el sueño no me
atrape, de nuevo. Intento también, a pesar del cansancio, levantarme
antes y no cruzarme con mis vecinos. Porque lo he visto en sus caras,
y ellos en la mía, aunque ya ni me quito las gafas de sol e intento
esquivarlos en el zaguán, en el garaje, siempre que puedo. Me miran
y me siento (un poco más, cada día) desnudo.
Ellos
también me sueñan. Me han visto, me ven, en sus sueños. Todo este
tiempo. Ahora lo sé.