martes, 8 de julio de 2014

Gran Torino





Cerramos otra temporada de la Momia, sí, ahora, en Julio, como se cierra el curso, preparados para hacer la matrícula del año que viene. Un curso algo complicado que empezó con esas cosas que tiene la vida feroz: poniéndotelo difícil a ver si te pilla fuera de juego. Pero no, una vez más ganó la vida y, en este caso, fueron tres (y media, si contamos a su padre). 

Creo que, en todo el curso, solo hemos hecho dos conciertos (tres si contamos el solitario y emocionante de Abel en La Sensacional), ambos en el café Zalacaín que este año ha abrazado la religión de la música en directo: cerveza a cambio de semicorcheas. Ya sabéis que las momias no se prodigan, primero, por la edad y, segundo, porque siempre venís los amigos y, por lo menos, tenemos que preparar alguna canción nueva para que nos aburráis (tanto). Así que, preparando, ya tenemos casi otro disco (y ya serán cuatro) que grabaremos en cuanto acabe el verano.

Los cierres siempre llevan algo de nostalgia, como Gran Torino, la película, como Gran Torino, la canción: Este año nos atrevimos con una versión (en castellano) de la versión (de Jamie Cullum) del tema (de Clint Eastwood). Una metaversión, por tanto. De alguna forma tengo la sensación de que esa canción se ha adueñado un poco del curso, ha sido el himno que necesitábamos para conjurar ciertas heridas, camas frías, sueños rotos. Todos tenemos de eso más de lo que nos gustaría y menos de lo que nos merecemos, pero eso dice Clint que es la vida (tu mundo, dice literalmente): "las (pequeñas) cosas que has dejado atrás". Y Clint tiene pinta de saber mucho de esto.

Sí, supongo que sí, que lo importante es que no sea la vida la que le deje a uno atrás. 

Para eso está la brisa y la música en este descapotable, para recordártelo.

Besos, tropa.




PD: Aquí os dejamos el directo en París de Jaime (yo le he dado un par de trucos para que no toque tantas notas, pero el tío se empeña) y la voz telúrica de Clint, más abajo. La traducción deja mucho que desear, pero es lo que hay, modo amateur. Se admiten sugerencias (que entren con las sílabas y la rima)

Realign/ all the stars / Above my head / Warning signs / Travel far / I drink instead / On my own / Oh,how I've known / The battle scars / And worn out beds
Alinear / los planetas / en mi cabeza / las señales, / parpadean / más cervezas / bebo sólo / ya conozco / las heridas / camas frías
Gentle now / A tender breeze / Blows Whispers through / Gran Torino / Whistling another tired song
Engines humm / And bitter dreams / Grow Heart locked/ In a Gran Torino / It beats /A lonely rhythm all night long
Suavemente/ una brisa / que acaricia / el Gran Torino / canta perezosa para mí
Ronroneo/ de sueños rotos / atrapado/ en un Gran Torino/ la noche suena lenta sobre mí
These streets / Are old / They shine / With the things / I've known / And breaks / Through / The trees / Their sparkling
Las calles / viejas / las cosas brillan, / las que viví:/ la luz / entre las hojas/ justo aquí.
Your world / Is nothing more / Than all / The tiny things / You've left / Behind
la vida / no es más / que estas cosas / que has dejado / atrás
So tenderly / Your story is / Nothing more / Than what you see / Or What you've done / Or will become / Standing strong / Do you belong / In your skin / Just wondering
Esto es así / tu historia no es / nada más / que lo que ves / que lo que fue / lo que será / sigues de pie / bajo tu piel / sigues aquí.
[Estribillo]
May I be / So bold and stay / I need someone / To hold / That shudders / My skin / Their sparkling
Sí, seré / viejo, estaré / y seguiré / deseando / alguien que haga  estremecer mi piel.

[se repite]

domingo, 24 de noviembre de 2013

LA MOMIA EN EL ZALACA




Hace muchos años, en una galaxia muy, muy lejana, algunos amigos a los que no les importaba no sólo hacer el ridículo, sino hacerlo en público y en un lugar donde quizá no les dejarían volver, hicieron su primer concierto, con el mérito añadido de no saber tocar. Y hacerlo sobre una tarima robada del colegio de sus hijos y cubierta con césped artificial. Abstenerse fiscal general del estado musical: aquellos delitos han prescrito

Ahora, de nuevo, en el mismo lugar y, lo que todavía resulta más extraordinario, todavía sin saber tocar, (re)presentamos nuestros clásicos inéditos, nuestros nuevos temas de siempre, proyectos ya concluidos, discos que pudieron ser redondos y otras parafilias musicales.

Diego nos deja volver y nosotros no sabemos no dejar de dar la lata.

El próximo 12 de Diciembre, sobre las 10 de la noche o así, aquí, de nuevo: La Momia Que Habla.

En riguroso sarcófago.

domingo, 10 de noviembre de 2013

lunes, 28 de octubre de 2013

Libre




Salgo de guardia. Desayuno en la cafetería del hospital con los médicos entrantes. Nos comentamos las cosas pendientes. Las cosas pendientes resultan ser personas, pienso, personas pendientes, algunas de un hilo. Rutina, nada nuevo. La mañana, afuera, a través de la puerta de cristal, me parece más clara de lo que debería: el obligatorio cambio de hora de anoche, como todos los otoños, la luz nueva, adelantado el amanecer, las mañanas despejadas recién comenzado el curso. 

      La bici. Permanece en su sitio, en un lugar discreto, pegada a una pared sucia en un lateral del hospital, sujeta al rack por un voluminoso candado, vigilada en su rincón por una cámara, junto a los depósitos de oxígeno y sus tubos permanentemente congelados . Conozco a los que están al otro lado de la cámara: uno de ellos lee, lo he visto en alguna ocasión, perfectamente disfrazado con su uniforme de segurata, a Miguel Hernández. Perito en porras, pienso. 

       La bici es un elemento —permitidme— de una extraordinariamente compleja simplicidad. Es algo mecánico, nada digital, quiero decir, nada virtual. Absolutamente real: engranajes, grasa, cables de acero trenzado para los frenos, caucho, tubos de aluminio, manetas de silicona. Hace falta, supongo, muchas personas para fabricar una bici, decenas de componentes, un conocimiento preciso. Centenares de generaciones humanas no imaginaron una bici. Una bici no parece algo sencillo de conseguir. La cámara de video no lo sabe, pero ella es mucho más simple: sólo un agujero para observar, a una distancia cobarde y fisgona, un ojo sin inteligencia. Circuitos sin alma. Salvo Miguel Hernández, al otro lado.

         El paseo de vuelta a casa resulta agradable. Repaso las calles: Puerta Nueva, Gutiérrez Mellado, Alfonso X. Me deslizo en medio del silencio; los domingos por la mañana apenas hay paseantes: insomnes buscando el periódico, padres-recolectores a la caza de churros calientes, crujientes como una promesa, gente de diversos tamaños en chandal de distintos colores paseando perros de diferentes razas. Tranquilidad urbana. Normalidad. Rutina.

        Frente al convento de Las Claras hay un un hombre tirado en el suelo, en la acera, junto a un arbolillo. Una anomalía, una imagen tan fuera de lugar que, cuando paso, por un momento creo no haberlo visto. Pero lo he visto. En realidad, me he visto verlo. Lo he sobrepasado unos metros, he llegado a girar hacia la Plaza del Teatro Romea. Pero doy la vuelta y regreso, no puedo evitarlo. Sé que lo he visto. Está tendido sobre su lado izquierdo: posición de seguridad, eso está bien, es raro que aspire (que vomite y se ahogue en su propio vómito). Parece, simplemente, eso: un borracho, tirado en la acera. Nada más.

        Me acerco. Dejo la bici apoyada en el arbolito. Apenas se sostiene. Los camareros del bar de la esquina están preparando la terraza. Hoy tendrán bastante trabajo; hace un día precioso, cálido para ser todavía octubre. Pasan junto al hombre caído; me parece que uno de ellos pasa por encima, saltando el obstáculo con una profesionalidad envidiable. Me hacen el típico gesto indicándome que ha bebido, que va puesto, muy puesto. El hombre está caliente. Su piel está caliente, más que muchos de los pacientes que he tocado, palpado, explorado en el último día. Tiene la cara roja, hinchada, bolsas bajo los párpados, marcas antiguas de acné y capilares como pequeñas arañas rojas en los pómulos. El resto de su cara es todo barba, una barba tupida, negra, apenas alguna cana, debe ir por los cuarenta y algo. Va vestido con ropa áspera, resistente, como un pastor. Un pastor yacente, pienso. Pero no hay rebaño a la vista.

         Tiene pulso, lleno, rítmico, sin taquicardia. Intento despertarlo. Le llamo, le grito algo —me cuesta levantar la voz rodeado de tanta calma, de tanta normalidad— le digo "eh, ¿cómo estás?", "eh, oye", esas cosas. Me siento algo ridículo haciendo tanto ruido, como rompiendo la mañana en dos. Lo pellizco, bajo la clavícula, como me han enseñado, rutinaria, casi automáticamente, lo hago con fuerza. Se acercan un par de mujeres mayores, muy bien vestidas, muy peinadas. Una dice: "¿quieres llamar?" y abre el bolso, un bolso rígido, brillante, como un cofre. "Llevo el móvil, sí, aquí, a ver... no me digas... me lo he dejado en casa, ¿será posible?". La otra mujer, callada, pone un gesto de suficiencia y me acerca el suyo. El móvil lleva una funda de cuero beige, o blanco crudo. Color de novia, pienso. Ya ha marcado el 112, me dice. No estoy demasiado atento pero cojo el móvil y me lo pongo junto al oído derecho y lo cojo con el hombro mientras sigo intentando que el hombre despierte o averiguar por qué no lo hace. Me doy cuenta de que llevo el casco de la bici y que tropieza con el móvil, me molesta, quizá se me va a caer, un móvil tan cuidado, pero ahora no puedo ponerme a quitarme el casco, a ver si contesta alguien, joder, emergencias. Le abro los ojos al hombre, desplazo los párpados hacia arriba, rutinariamente, como me han enseñado. Sigue sin responder. Tiene las pupilas muy cerradas, el iris color miel; me sorprende un color tan claro en una persona con la piel así de oscura, rugosa, basta. El hombre no despierta, no responde al dolor que le deberían causar mis pellizcos, no se mueve. El auricular del móvil desprende continuamente una frase pregrabada y amable, una voz de mujer invitándome a que espere, a que siga esperando. Las dos mujeres me miran con las manos entrecruzadas sobre su abdomen. Han hecho un mínimo corro alrededor de la escena principal que transcurre en el suelo. Me doy cuenta —ahora— de que llevan guantes. Me miran como si esperaran algo más de mi parte. Les digo que soy médico y eso parece relajar su gesto rígido de carmín y maquillaje recién aplicado. Pero el hombre no despierta.

         —Ha llamado usted al Servicio de Emergencias de la Región de Murcia. Buenos días, ¿en qué puedo ayudarle?

        Le explico la situación. Soy médico, vuelvo a decir, como si eso significara algo, aquí, ahora, pienso. Pulso bien, inconsciente, probable coma etílico o, simplemente, durmiendo la mona, le digo. Sobre unos cuarenta años, supongo, no estoy seguro de acertar, podría tener diez años más o cinco menos. Espere, parece que se levanta. 

         — Coño, hostia, coño...mierda
         —¿Perdone?
         —Sí, no, el hombre, se ha despertado. Sí, está bien, parece...
         —Hostia, coño... Tengo derecho... deja... a estar aquí... Joder... Coño
         —¿Disculpe?
         —Sí, parece que ya despierta, gracias... Parece que está bien. Bueno, con su situación, su intoxicación etílica, supongo.
         —Vale. Llamo a la Policía Municipal, un minuto
         —Deja, hostia, ¿qué coño quieres?
         —¿Oiga?
         —Sí, no, está bien. Gracias. El hombre está...
         —Hostiaputa, tengo derecho... quiero... estar aquí... Joder, deja...
         —Me confirman que van hacia allí, un momento. Que pase un buen día.
         —Vale, gracias... Tenga, gracias, señora, me han dicho que ya vienen.
         —¿Quién?
         —La policía, creo.
         —Joder, coño, déjame dormir... Hostia, déjame ya...

         El hombre se ha incorporado, se ha sentado en el suelo. Lo ha hecho como un niño cuando juega, como mis hijos cuando tenían tres años, con las piernas estiradas, rectas, dibujando una uve, el tronco ligeramente flexionado, relajado, hacia delante. Lleva unas botas gruesas. Sigo pensando en el rebaño que debe haber perdido en alguna parte. En el suelo hay una gorra sucia de la NHL —no puedo distinguir el equipo, quizá los Penguins, pienso— . Bajo su chaqueta asoma una sudadera con el logo de Calvin Klein. La idea de que sea un pastor se despide a la velocidad de la bandeja de un camarero que sigue a lo suyo, con las mesas ya casi colocadas.

        —Soy libre, coño —insiste—, libre de estar aquí. 
        —Ya, tranquilo.
        —...
        —¿Estás bien? ¿Te duele algo?
        —...

        Me doy cuenta de que las señoras se han ido. Ahora sólo es un borracho consciente. Se aleja el drama, la posibilidad de la tragedia, las mujeres se deben haber ido a Misa, es una hora muy temprana para santiguarse y un día demasiado bonito para pedir perdón, pienso. En la terraza del bar las sillas de aluminio reflejan la luz nueva, con una hora de retraso. El hombre intenta mantener la mirada en un punto fijo, los párpados abiertos, la posición infantil, como derrotada: los brazos no parecen responderle, las manos  descansan sin fuerza en el suelo gris con las palmas hacia arriba entre las piernas abiertas. Va a dormirse sentado, pienso. Ahora parece más un santón hindú —definitivamente el rebaño no va a aparecer–. 

        Los policías —una mujer y un hombre, seguridad paritaria, pienso—llegan sonrientes. Trabajo rutinario, apenas nada: otra vez otro, uno de esos, nadie, nada. Me presento de nuevo. Nadie pregunta mi nombre; yo tampoco creo que sea necesario. Les cuento la historia desde el principio. Me parece haber olvidado algún detalle importante, pero los policías no parecen notarlo.

        —Déjame —insiste, ahora se dirige a la chica-policía que se ha agachado para hablar con él—. Tengo derecho. Soy libre.

        Soy libre, repite.

        La bici es algo mucho menos simple de lo que parece. Una herramienta de precisión ligera y, simultáneamente, sólida. Un instrumento pensado para desplazarse muy eficaz, muy  eficiente. Un mecanismo exacto, una cadena, una multiplicación de fuerzas. Dos ruedas que giran, esclavas del suelo. Vas hacia casa, hacia tu casa. Quizá hayan comprado croissants, sí, seguro, hoy es domingo.

       Libre, pienso, libre. Y me acuerdo de aquel juego, cuando era pequeño, aquel juego tonto en el que repetíamos una palabra diez, cien veces. Hasta que perdía el sentido.





jueves, 26 de abril de 2012

iDream





Brillaba.

Brillaba tanto como en el sueño. El dependiente de la joyería la dispuso con un movimiento elegante –las uñas tan cuidadas, las manos moviéndose casi como para una caricia– , sobre un fragmento de terciopelo negro. La cadena parecía desplazarse por sí misma, reptar. El oro tiene algo vivo, algo líquido en su interior o en su memoria. Como los sueños. Nos miramos (la cadena, el dependiente y yo). Había algo pornográfico en todo eso, una especie de satisfacción íntima que, además, debía ser a la vez pública, comercial. Pagué con la tarjeta de crédito. No me fijé en el precio al firmar, no importaba. Brillaba exactamente como en aquel sueño y era suficiente con eso. El dependiente se extrañó de que me la llevara puesta. Disculpe, por supuesto, faltaría más, cosas así, dijo, mientras la colocaba alrededor de mi cuello con un exquisito cuidado para no rozarme, aséptico, muy profesional. Salí de la joyería. Notaba el peso de la cadena, su calor, en mi pecho. La densidad del oro nuevo y antiguo a la vez. Pero ninguna satisfacción. Nada. Nada parecido al sueño.

No sé cuándo lo noté, pero en algún momento, o de alguna forma, se hizo evidente. Yo nunca he soñado mucho. Siempre he envidiado a mi mujer cuando me cuenta sus sueños, unas historias llenas de simplicidad o, todo lo contrario, de una exquisita complejidad extrañamente tejida, argumentos a veces absurdos pero siempre con una cierta chispa, un sentido último, una fuerza propia. Ella abre los ojos con una sonrisa y me dice (siempre empieza así, casi todas las mañanas): no te lo vas a creer. Pero a lo que iba, mis sueños, mis sueños son, quiero decir, eran, antes, cuestiones simples, a veces sólo una sensación, lo típico: caer desde una altura enorme (o hacia un precipicio enorme, no sé decir) y despertar, repentinamente, asustado, incorporado en la cama; o estar en el trabajo y que todos se comporten sabiendo cómo eres, en realidad, mientras intentas cubrir tu cuerpo, desnudo, en el que nadie repara. Esas cosas. Tonterías. Algo incluso infantil, naive.

Algo cambió.

Fue como conectar un televisor nuevo, alta definición, una programación exclusiva llena de directores de primera línea: películas de acción, grandes aventuras, documentales sobre la vida submarina, animales exóticos. Y cine erótico, claro. Bastantes sueños eróticos. De una semana para otra, toda una nueva cartelera, parrilla de alta calidad, un estreno cada día, cada noche, quiero decir.

Pero había un problema, una anomalía. Tal vez parezca imposible, pero no eran míos: aquéllos no eran mis sueños. Definitivamente.

Desde luego, no sabría decir cómo pero lo notaba, prácticamente desde que apareció el primero, desde la toma uno, desde el primer travelling lateral, fundido en negro, sólo faltaban los créditos finales. No eran, no podían ser mis sueños. Sí, estaban en mi cabeza, se desplazaban en ese espacio justo antes del despertar, duraban segundos o quizá fueran horas –quién sabe cuánto dura un sueño, realmente– se infiltraban en mi habitación, entre las sábanas, se colaban desde las páginas del libro que se caía encima de mi nariz, cada noche. Estaban ahí, dondequiera que estén los sueños, pero no eran míos, no salían de mí, eran una infección, una interferencia, una invasión, de alguna forma. Y yo estaba allí, sentía que estaba allí, en mitad de ese sueño ajeno, tan bien construido. Como otras veces, como en mis viejos y mediocres sueños, a veces podía verme, desde fuera, como una cámara, como un soñador omnisciente, si eso existe, y otras simplemente sabía que estaba allí, que participaba de aquella historia, aunque no me viera. Era el cazador, el soldado, el hombre que se escondía de los caballos monstruosos, el amante o el amado, el paseante, el muerto al final de la caída (seguía habiendo caídas al infinito, supuse que ese argumento hiperbreve debía ser como la telebasura de la TDT de los sueños). En cualquier caso era yo, pero no era mi historia, no era mi vértigo al caer, no eran mis deseos ni mis miedos, no era mi otro lado de la puerta. No era el desván donde guardo –siempre los hay– mis demonios. Era la habitación de otros, y otros los demonios.

El caso es que –ocasionalmente, no quiero exagerar la nota– estos sueños alienígenas, extranjeros, también me conmovían. Me despertaba con la ansiedad de querer revivir esa sensación, esas experiencias soñadas: sí, vaya tontería, cómo va a ser una experiencia si es un sueño, lo sé. Pero así me vi, al poco, atrapado por el deseo de emular estos nuevos sueños, estos, al fin, sueños intensos, poderosos y en pantalla panorámica, 16:9. Traicioné mi indolencia habitual comprando ropa deportiva, iniciando una absurda (y fatigosísima) serie de carreras ciudadanas para sentir el vértigo dulce de llegar el primero a la meta mientras todos aplauden, de notar la tensión de los músculos fatigados, el sudor del esfuerzo bien dosificado. Pero nada, absolutamente nada. No era posible encontrar de nuevo la sensación soñada. Eso sólo sucedía en aquel otro territorio, el sueño. Fuera de él, me sentía disfrazado, como un niño con una capa absurda y una máscara de plástico intentando emular a su superhéroe favorito y frustrándose al no poder volar, saltar, expulsar rayos de energía cósmica. Frustración, una vez tras otra.

Hubo esto, las hazañas deportivas, pero también compré libros de cocina para convertirme en cocinero de éxito (me entrevistaban, incluso, para Cook-on-Time en aquel otro sueño) y aprendí baile de salón, yo que siempre he odiado la salsa, la cumbia, el mambo. Me matriculé en un curso rápido para ser guía de arte para excursionistas y deslumbarles/deslumbarme con mi exhibición de cultura y sensibilidad arquitectónica, aprendí técnicas de composición fotográfica, los rudimentos del piano, me uní al Rotary Club –no pude encontrar masones en la ciudad como los de aquel otro argumento soñado– , compré (aunque confieso que no pude acabar) textos sobre creación literaria para convertirme en el patético Hemingway (con suéters de cuello alto y todo eso) que ocupó en otra ocasión mis sueños. Lo peor, sin embargo, fue intentar las hazañas eróticas. Mis compañeras de trabajo, que siempre me habían tenido por un colega más bien insulso e inofensivo empezaron a pensar que me estaba demenciando con la edad o que me había dado la típica crisis del madurito-ligón. Alguna llegó a soltarme un muy desagradable ¿pero estás bien? ¿te pasa algo? ante mi sincera oferta de que nos escapáramos, inmediatamente, hacia la costa azul en un descapotable que íbamos a comprar ex-profeso en el concesionario más cercano y que iba a ser idéntico, pero idéntico, en serio, al de la película aquélla, ¿cómo se llamaba?, sí, Chacal.

Y al final, nada. Siempre nada de nada. Ni una leve aproximación a esa magnífica sensación que se promete cada noche en mis nuevos sueños, deslumbrantes, tuneados por ¿quién? Como esta mañana, cuando he salido de la joyería con la gorra de los Nicks y la cadena de oro al cuello, dispuesto a notar esa energía del bling-bling que prometía inspirar mi revolucionario, mi único, tan cool, con tanto flow, mi hip-hop de alcance universal, ¡tiembla 2pac! Pero no, otra vez no. Nada es igual. Nunca sucede.

Como tantas cosas que no entiendo, he terminado contándoselo a Lola, mi mujer, que, por supuesto, ya sospechaba algo (quizá lo de la gorra ladeada y la cadena –la devolveré, te lo prometo– ha acabado por hacer la situación excesivamente explícita). No le he ahorrado ninguno de los sueños, al menos ninguno de los más relevantes, por decirlo de alguna forma. Bueno, sí, he omitido algunos aspectos de los sueños eróticos en los que aparece alguna de nuestras vecinas, eso me ha parecido superfluo, además de especialmente difícil de justificar. Y no llevaba ni la mitad de las historias, ni la mitad de los sueños, cuando ella se ha llevado las manos a la boca y ha suspirado y reído a la vez, esas cosas que sólo pueden hacer bien las mujeres.

Ella me ha creído, desde el principio. Bueno, no sólo me ha creído, está segura de que, efectivamente, no se trata de mis sueños, dice que yo no soy capaz ni por asomo de imaginar todo eso. Ni en sueños, claro, me dice. Le ha costado unos cuantos días organizar toda la información pero finalmente lo tiene, lo ha averiguado: ha ido recopilando cada detalle en un cuaderno, ha establecido unas jerarquías, ha dibujado unos esquemas y por fin me lo ha mostrado. Una investigación exhaustiva. Me ha revelado, digámoslo así, la topología de mis sueños, la procedencia de cada infección, de cada interferencia, caso a caso, puerta por puerta. Porque así es, dice Lola: puerta 4, Miguel, el profesor de educación física –sueños deportivos, ¿lo vés?–, puerta 8, Julián, el que nos ofrece todos los fines de semana una nueva creación culinaria (unos blinis con salmón, el sábado pasado, exactamente) y su mujer, Marga, exquisita anfitriona, madre ejemplar, elegante aunque algo distanre –si yo te contara, Lola, aquel sueño–, ático B, Luisma, turbolover vocacional, amante incansable, al menos tres chicas/semana, descapotable Mercedes vintage –ahí estaba, Chacal, correcto–, Wilson, el chico ecuatoriano que da clase de guitarra a los hijos de Julia, puerta 6, siempre con su gorra de baseball ladeada, de blanco riguroso y Nike fosforescentes, OK, bling-bling, bingo, Lola, me rindo. Ahí lo tienes, todo, perfectamente expuesto, coherente, sólido. Tocado y hundido. Todo cuadra, todo es correcto, ya, pero ¿cómo? Eso queda, el cómo, cómo llegaron, cómo es posible.

– Bueno, ya sabes, ondas electromagnéticas, interferencias, ruido que se cuela, como una red wi-fi sin seguridad ¿por qué no? – dice (o piensa, quién sabe ya a estas alturas).

¿Por qué no? Una simple interferencia, un hackeo involuntario de los sueños de otros.

Pero, sea como sea, ahora salgo de casa con muchas más precauciones. Sigo soñando esos sueños extranjeros pero intento no involucrarme. Programo el despertador cada pocas horas para que no sea, nunca, demasiado tarde, para que el deseo injertado en el sueño no me atrape, de nuevo. Intento también, a pesar del cansancio, levantarme antes y no cruzarme con mis vecinos. Porque lo he visto en sus caras, y ellos en la mía, aunque ya ni me quito las gafas de sol e intento esquivarlos en el zaguán, en el garaje, siempre que puedo. Me miran y me siento (un poco más, cada día) desnudo.

Ellos también me sueñan. Me han visto, me ven, en sus sueños. Todo este tiempo. Ahora lo sé.




lunes, 16 de abril de 2012

LA OTRA MUJER



Hay una mujer, otra mujer, en mitad de la sala del museo, de pie, a la distancia exacta para que, probablemente, el cuadro ocupe toda su visión, una mujer inmóvil, demorándose más de lo habitual –¿cuál será la media de tiempo?, piensa–, lo suficiente para que atraiga su atención, para que, hacia el final de otra jornada de completo aburrimiento –y Antonio sin llamar– , a su cerebro le toque mover, resolver lo que sea que esté pasando allí. Para eso le pagan.

Sí, la cámara con la que vigila la sala se puede manipular desde su puesto de control: centra el plano, enfoca, multiplica la escena en tres monitores, apunta en el libro de registro: la mujer se ha detenido frente al cuadro –consulta– 594 (1977-110), viste una gabardina beige, bolso color camel de asas largas –una preciosidad, piensa– y un sombrero, cómo decirlo, vintage, años treinta, le suena haberlo visto en el suplemento de moda del periódico, el que le pasó Antonio el lunes pasado antes de que se despidieran. ¿Era ése? Sí, sin duda: la cinta, el ala algo caída hacia el lado. Ella está atenta a esas cosas. La gente cree que los de seguridad, los seguratas, dicen, son tipos toscos o, si eres mujer, debes ser hombruna, de espalda ancha y más bien malencarada, por no mencionar los prejuicios sobre tu orientación sexual. La gente, los arquetipos, así les va. Pero ella es una mujer delgada, de piel clara y pelo castaño tirando a rubio, precioso, eso le dice siempre Antonio, precioso, dice. Y lo lleva bastante corto –desde la academia– pero monísimo. Aunque eso no importa ahora. Hay una mujer detenida frente a un cuadro. Así se planifican algunos robos, o quizá un ataque, una persona trastornada. No sería la primera vez.

Los demás visitantes siguen su marcha desordenada por la sala, desdibujados, fantasmales, en los monitores. Se detienen en algún cuadro, titubean, pero la mayoría pasea por el museo como por un centro comercial, esperando la oferta, algo que les capte la atención a pesar de ellos mismos sólo para poder decir «bueno, no es para tanto, me gustó más aquel otro en París» o, quizá, «¿viene la baronesa por aquí, alguna vez?». Muchos pasan más tiempo en la tienda del museo buscando souvenirs, libretitas con la estampa de Los Girasoles o abanicos con la firma de Sorolla o de algún otro pintor de los que exhibe el museo. Y son muchos, muy distintos; ella, la verdad, no entiende de arte, nunca le ha interesado mucho, no, para nada: a ella le pagan por observar y proteger. Y eso es lo que toca ahora.

La mujer a la que apunta con su cámara, la otra mujer, medirá un metro setenta, con tacones. La gabardina tres cuartos deja ver sus pantorrillas, sin medias, sin una mancha ni una variz. Qué envidia, piensa. Lleva las manos en los bolsillos. Parece que haya entrado directamente desde la calle a ver ese cuadro. Quizá llueva afuera; en la sala de seguridad no hay una ventana, sólo esa luz artificial levemente parpadeante. Puede ver el reflejo de su cara en la pantalla del monitor superpuesto a la mujer estática que sigue en su actitud rígidamente contemplativa frente al cuadro. La luz fluorescente no favorece nada, piensa, da un tono como pálido y verdoso a la piel. Sí, bueno, tiene mala cara últimamente. Menos mal que al final no han quedado, Antonio no podía, tampoco hoy. Hasta el miércoles no puede, no, hasta el jueves tarde, cambió el turno, sí, eso le dijo. Tiene que llevar a su hijo a la ortodoncia. Dice que le ilusiona el aparato, los brackets, al chaval.

Pero esa mujer, la otra mujer, hay algo raro, igual es una loca de esas que saca una navaja y rasga el cuadro. Hay gente así. Tendrá que estar atenta. Observar con detalle, quizá con la otra cámara, desde otro plano. No: bajará a la sala, quiere verla de cerca, quiere estar más cerca, no vaya a ser.

Cuando llega, en un par de minutos, no más, seguro, la mujer de la gabardina ya no está. Falsa alarma. Se habrá aburrido, por fin, habrá salido del trance que la atrapaba al cuadro. No puede evitar mirar hacia la pared que ella, que la otra mujer, miraba. Aunque ella no entiende, Antonio también se lo dice. En el cuadro hay una mujer sentada en el borde de una cama vestida con un bañador de color rosa o salmón, quizá sea lencería. Lee, o estaba leyendo: sí, el libro parece querer caerse de sus manos, un libro de bolsillo y sin embargo muy grueso, empezado hace poco, ese mismo día, probablemente. Ha dejado sus zapatos sobre la moqueta verde, junto a una maleta oscura y un bolso de viaje sin abrir. Podría estar en la habitación de una pensión, en un hotel sencillo: no hay decoración, no hay nada familiar, nada que haga pensar en un hogar. Le llama la atención su rostro, precisamente porque no se ve: su mirada, sus rasgos, están ocultos por una sombra que invade toda la cara.

Se gira, mira a su espalda: la otra mujer no vuelve, definitivamente.

Es un cuadro feo, bueno, no sabe, algo tendrá para que la gente pague por mirarlo, para estar aquí, en este museo. Pero da mal rollo, piensa, no sabría decir exactamente, tiene algo como esas tardes, como sucederá hoy mismo, en un momento, cuando Antonio le llame por teléfono, para decirle que el jueves no va a poder ser, otra vez, que su mujer no le deja escaparse, y todo, piensa, se quede así, frío, desapacible, como en sombra.

Sí, hay algo desagradable, algo violento, en ese cuadro. Hay demasiada tristeza. Sí, es eso. Una tristeza que atrapa, que aturde, en la otra mujer. Aunque ella qué va a saber, piensa: ella no entiende. Ella no entiende nada.