miércoles, 30 de diciembre de 2009

Apuntes para un Manifiesto Momia (y...): DECLARACION MOMIA



Ante el inminente fin de año, se adjunta documentación a devolver firmada antes de que sea demasiado tarde. Plazas limitadas.



POR LA PRESENTE y en el día de hoy

se declara aquí y a éste

Espacio No Amenazado

de Convicción


Art. 1:

SE ANIMA a cualquiera

que en este lugar atraque

a expresar su opinión

y a renegar acto seguido

de su posición.


Art.2:

SE OTORGA una moratoria

expresa y permanente

ante los raptos de duda:

incluso se ofrece ayuda

y oratoria incoherente.


Art. 3:

SE APLAZA para siempre

(o sea, indefinidamente)

cualquier absurda tentación

que no admita satisfacción

ya, o sea, inmediatamente .


Art.4:

SE EXIGE con total rigor

y una seriedad inoxidable

declararse siempre competente

ante lo inexplicable.


Art.5:

SE ESTIMA inadecuado

no arriesgar (al menos un poco),

reservarse y preocuparse

y, por supuesto, indignarse

como si esto fuera cosa de locos.


Art.6:

SE TRATARÁ con rigor:

la desidia, el desafecto,

la falta de tacto,

el fanatismo (en exceso),

y los juicios amargos

(aún por desconocimiento).


Art. 7:

FIRMAMOS la presente,

con sangre de momia,

en la fecha… que sea

y sin cláusula accesoria.



Feliz año, bichos y demás parientes.

martes, 22 de diciembre de 2009

Supermaño Survivor (V): Supermaño contra El Hombre Invisible


— ¡No me jodas!


Sí, esa es una de las formas españolas de expresar sorpresa. Pero los superhéroes no se sustraen a ese tipo de lenguaje y menos Supermaño, entre cuyos superpoderes no se cuenta la fluidez en la expresión verbal. Lo suyo, ya sabéis, es la continencia, la circunspección. El silencio, vaya.


Pero, claro, cualquiera hubiera utilizado una expresión similar si tu interlocutor es el Hombre Invisible y unos segundos antes te suelta, delante de su segundo vaso de güisqui de malta (de veintiún años):


—Sí, tío, ciego. Soy completamente ciego.


Su nombre original es Hawley Griffin, aunque alguna vez ha sido renombrado como Henry Davenport. Sus investigaciones sobre la refracción de la luz resultan bastante más interesantes que toda la historia de, por ejemplo, la cirugía plástica (correctamente aplicadas permitirían hacer desaparecer pistoleras, papadas, flacidez abdominal y otras bellas secuelas del tiempo, el sedentarismo y las grasillas, de una forma mínimamente invasiva, pero de verdad de la buena). Ahora Griffin y Supermaño comparten mesa en The Coach and Horses, el pub propiedad de la novia de La Masa, junto al Parque Superman Memorial. La gente sentada alrededor de las otras mesas los mira, sobre todo Catwoman, que le ha echado el ojo a Supermaño hace unas semanas. Bueno, miran a Supermaño, que parece hablar solo en su mesa y, cuando no habla, pone caras raras (eso que, en otras personas, llamaríamos «gestos de atención»). Catwoman empieza a considerar seriamente al Increíble Hulk como mucho más atractivo.


— El problema que no supe ver antes de decidirme a experimentar sobre mí mismo —uno a veces es ciego incluso cuando cree que puede ver— es que si la luz no se detiene en la retina ¿sabes? las células, los conos y los bastones, no se estimulan, no generan el impulso eléctrico correspondiente así que la corteza occipital…

— O sea, ciego —precisa Supermaño

— Eso es. Como un puto topo.

— Un topo transparente —precisa (x2) Supermaño


Así que El Hombre Invisible en realidad es un pobre hombre que, si no quiere ir tropezándose con los muebles —indoor— o disfrutando de peligrosas caídas en las inacabables obras de la ciudad —outdoor— tiene que ir con su perro guía (Herbert, en memoria y homenaje a su creador) o con un bastón blanco y largo que le quita bastante potencia y prestancia al superpoder en cuestión. Por otro lado ¿para qué sirve la invisibilidad?


—¿Para asistir de incógnito a una conversación ajena? ¿Para saber realmente lo que dicen de uno? Te aseguro que no siempre es agradable. Poco recomendable, Supermaño, poco —seguía lamentándose Griffin delante ya de su tercer escocés.

—Bueno, al menos, en clase, el profesor Noh no sabe si estás o no. Y perdona la cacofonía.

—No, Noh, perdona, a mí también me pasa, sólo tiene que pasar lista. O preguntar. O asomarse y ver que Herbert no está en el patio

—Ya… ¿y para espiar a las superheroínas en la ducha después de clase de vuelo no asistido?

—Sí, sería estupendo… ¡si no fuera ciego!

—Ya, perdona. A veces soy un poco lento. Ya lo pillo. Es un desastre. Sin paliativos.


Entre las virtudes de Supermaño tampoco está ponerse en el lugar de los demás. Pero, en realidad, Supermaño está aturdido. Más que de costumbre. Supermaño se ve superado por La Revelación. Otra Gran Mentira. Toda su infancia soñando con no ser visto, deseando ser invisible, admirando a Griffin desde aquella peli antigua: poder robar las preguntas del examen de mates, o, mejor, falsificar las notas en el propio despacho del director. O mirar sin miedo de ser pillado una revista porno en el baño o, simplemente, observar qué ocurre en el dormitorio de tus padres y, quizá, dejar de pensar definitivamente que tu madre, de noche, algunas noches, vale, sí, sólo los sábados, es asmática. Otra fantasía a la basura. Supermaño, profundamente afectado, recordando aquello que dijo su padre de «¿Papá Noel? Pero no seas pavo, hombre» la semana pasada. Se acabó el vaso de güisqui de un trago. Un mes de profundas decepciones.


— ¡Eh tío! Te has acabado mi Cardú

— Joder… ¿pero no eras ciego?

— Ya sabes, los ciegos desarrollamos otros sentidos.

— ¿Por ejemplo?

— Tenemos facilidad para saber cuándo nos quieren engañar.

Y para pedir bebidas caras. Vale, vale. Yo invito. No te enfades.

— OK, nos vemos mañana en La Academia. Ciao Maño.


A Supermaño le pareció oír una risa rara, tal vez malévola, cuando el Hombre Invisible y Herbert se alejaban. Bueno, sólo se veía a Herbert, claro. Aunque Herbert, enseguida, trotaba suelto por el parque, meando árboles a diestro y siniestro, sin correa. Incluso se echó un pis en el monolito de kryptonita, junto a la fuente. Y Griffin, por supuesto, permanecía invisible. Y no se movían las hojas de los senderos. Y no había signos de que tropezara con nada. Nadie con nada.


—No sé si será ciego, pero el caso es que al final siempre acabo pagándole las copas a este tío—pensó Supermaño en voz alta—. La semana pasada me salió con eso de que «perdona, pero es que los billetes revelarían mi posición».


Recordó el famoso koan de Gasan: "Estudiar la verdad especulativamente es útil como manera de coleccionar material de enseñanza. Pero recuerda que a menos que medites constantemente, tu luz de verdad podría apagarse."


Y recordó, también, que Noh le había dicho que nunca lo entendería. Sobre todo lo de «especulativamente».





lunes, 14 de diciembre de 2009

WILLARD (MI WILLARD)

WILLARD (MI WILLARD)

WILLARD

Quisiera compartir con vosotros mi experiencia de Apocalypse Now.
Los dos puntos que más me interesan son: 1) Quién es el capitán Willard. 2) ¿Qué es el horror?
Hoy me ocuparé de Willard. Otro día, del Horror.

Aunque A.N. siempre será más recordada por el personaje de Kurtz (y la maravillosa interpretación de Brando), en mi cabeza el personaje principal es Willard. Martin Sheen es una elección muy acertada. Su personaje del "Ala oeste de la Casa Blanca" no hace sino confirmar algo que no hace falta confirmar. Que es un actor memorable y que es disciplinado y sabe, elegantemente, situarse por detrás del personaje que interpreta. Qué bien se recoge.

Al comenzar la película, sabemos que Willard tiene sus problemas. Ha vuelto de la guerra, de su primer viaje, su primera misión. Nadie vuelve bien de esos sitios. Es como los golpes en la cabeza. Nunca son para bien. Pero el "malestar" de Willard no parece, no me parece, directamente ligado a ese viaje. Yo siento que él está "mal" de antes. Nos cuenta que ha recibido la solicitud de divorcio de su mujer. Nos la cuenta de modo despegado, desapegado. Como algo que ya está muy lejos de él. Apenas un sonido, apenas audible. Está más allá. Tampoco suena como que la guerra los ha distanciado. La guerra no parece la responsable de su malestar. La guerra no parece la responsable de su deterioro matrimonial. Willard parece estar "mal" de antes. Tal vez de siempre.

Si algo sobresale de la actitud, incluso corporal, de Willard es su laconismo. El agua hierve por abajo, sin embargo. La escena del espejo, donde dicen que Sheen sufrió en verdad un infarto de miocardio que demoró el rodaje, así lo atestigua. No son sólo las drogas lisérgicas. Es una rabia interior. Salvo en la escena ésta, sin embargo, se las apaña para mantener una sobriedad, una economía de movimientos importante. Willard lo mira todo y apenas dice nada. Se reserva. Tiene un grupo que liderar. Es responsable y sobrio en su ejercicio del liderazgo. Hasta en el modo de vestir lo es. Sobrio. No es desmadejado. El uniforme no lo explica todo. Es sobrio hasta en el muy erótico affair visual que tiene con la dama francesa en la cena. Willard es contenido. Hasta matando es contenido. Su retirada final vuelve a ser el colmo de lo sobrio. Se entiende que ha de estar acelerado por dentro. Taquicárdico. Acaba de matar a Kurtz. Tiene una tentación ahí afuera. Ese pueblo se le rinde, se le ofrece. No, no le interesa reinar. Esa no es la motivación del capitán. Tampoco lo es la saña. No mata con gusto, Willard. Tampoco es el cumplimiento del deber, de la misión. Vemos a lo largo de la película que Willard no es el prototipo de arribista ni tampoco la oveja obediente. Ni quiere ascender, ¿para qué?, ¿adonde?, ni quiere que su Padre Patria esté orgulloso de él. Ni siquiera parece que él crea en el ejército, ni en la Patria. ¿Mata acaso Willard por responsabilidad? ¿Hace, acaso, aquello que cree mejor para el pueblo de Kurtz? Tampoco lo creo. Si algo me inspira el asesinato de Kurtz a manos de Willard, si algo me evoca, ese algo se llama Eutanasia. Los tormentos interiores de Kurtz son tan intensos, tan incesantes, que matarlo parece una obra de caridad. También de dignidad para con el coronel, a quien regala una muerte digna. Mientras consulta la documentación sobre Kurtz a lo largo del viaje, uno tiene la impresión de que, en todo caso, ésta no sirve más que para acrecentar la imagen de Kurtz en su cabeza. Para admirarlo más.
Se abre en mi cabeza el siguiente dilema.
¿Lo mata como acto de amor, de caridad, de compasión?
¿Lo mata para que no se le derrumbe MAS la imagen IDEAL de Kurtz? ¿Antes de que se le derrumbe aún más? Si se le cae el ¿último? mito, ¿en qué referencia mirarse? ¿A quien encontrar cuando se mire hacia arriba, hacia LO LEJOS?

Lo que más aprecio es que nunca lo sabré. Los grandes muchas veces cierran así. Como David Chase cerró Los Soprano. Para poder pensar (desentumecer la máquina), para poder debatir (con tantos amigos queridos), para poder pensar distinto o lo contrario el mes siguiente, el año siguiente, para gozar. Gozar.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Supermaño Survivor (IV): Supermaño contra La Momia.


Supermaño inmovilizado, las manos atadas a su espalda por una correa ajustada y perfectamente indestructible. Los pies unidos por una cuerda y ésta amarrada a una anilla, por supuesto oxidada, por descontado anclada al suelo. Rastros de sangre en sus muñecas al intentar liberarse. El Héroe en serios apuros, casi vencido, apenas iluminado por la luz que traspasa los barrotes de la celda húmeda, llena de telarañas [Nota del Blogger : esto es una licencia poética, la humedad y las telarañas no suelen ir de la mano]. ¡Ah!, también la sombra de un roedor aparece, escabulléndose, hacia la esquina inferior izquierda. Sordidez casi tópica. Pero estamos en pleno cómic de superhéroes. Esto es lo que hay.


Y esta es, a grandes rasgos, la primera viñeta.


Porque en la primera viñeta, el superhéroe ya está normalmente inmerso en un problema sin aparente solución. Todo es oscuro. Todo menos nuestra esperanza en que las cosas, hacia el final de la historieta, sigan su curso normal, su habitual desenlace heroico, triunfante. Pero ahora, en las primeras viñetas, insito, todo es oscuro.


Todo menos la sonrisa del villano.


Porque el antihéroe —y su sonrisa bestial y sucia de antihéroe— aparece enseguida, de la segunda a la octava viñeta, primero apenas una silueta, de espaldas. Luego un primer plano corto: un ojo con un extraño brillo. Una mano, apenas unos huesos envueltos en una piel de aspecto viejo y frágil. Y unas vendas sucias que cubren su cuerpo, deshilachadas en lugares estratégicos para que podamos entrever y adivinar. Los ojos aparecen de nuevo, desde lo profundo de la sombra que provoca la venda que recorre la frente. Y otra vez la sonrisa. La sonrisa horrible de los que sólo se ríen cuando los demás lloran, cuando piden piedad, cuando están humillados.


La Momia (ahora es evidente, se trata, por supuesto de ese clásico del género) clama venganza. En cuanto se vuelve se dirige a Supermaño, al otro lado de los barrotes, hundido, sin posibilidad de huída. La Momia realiza su discurso de supervillano (no se puede ser un auténtico supervillano sin un discurso). El discurso lo justificará todo. Sabremos que su maldad no es gratuita. Su odio es ancestral, primigenio. En la raíz de su rencor está un mínimo gesto de Supermaño, hace tanto tiempo, eramos unos niños, tú no lo recuerdas ¿o sí?. La final del concurso de canto. El colegio. En 1972.


La Momia, entonces solo era un aprendiz de superhéroe, un compañero más al que todos llamaban por el apellido: Morey. Había preparado el tema con dedicación. Una preciosa canción. Un éxito de la época. Semanas de práctica, afinación, ritmo, acentuación, dicción. Supermaño, adormilado entre el público. Ya entonces era popular por su capacidad de abstracción: probablemente llevaba dormido desde hacía más de cuatro o cinco temas. Pero es entonces cuando Morey sale a escena, su Gran Final, su Supermomento Infantil y comienza la música pregrabada.


Aquí, en pleno flashback de viñetas donde adivinamos el aspecto que La Momia tuvo antes (un niño algo regordete, moreno, luciendo tupé y mirada visionaria), aparece superpuesto en la parte superior de los cuadritos el típico pentagrama oscilante, como en olas, con la letra de aquella canción sobreimpresa: «Amaneeeceeee, la lluvia lentamente moja mi déspertaaaar…». Y luego vemos a un niño que se levanta de su silla. Es Supermaño (él ha cambiado menos, lo reconocemos perfectamente como un clon infantil de sí mismo). El niño, Supermaño Niño, sin ninguna diplomacia, sin ninguna empatía, cero zen, suelta a voz en cuello:


— No jodas Morey ¿te has despertado mojado también hoy?


Y ahora las viñetas se llenan de risas del público. Planos generales, primeros planos, planos medios, contrapicados. Grandes risas, carcajadas, un niño en medio del enorme escenario, avergonzado, lágrimas que quieren brotar pero que, en un esfuerzo sobrehumano para el niño, se contienen. El niño —Morey transformándose ya por el odio, sufriendo poco a poco la mutación en supervillano— sale corriendo del escenario, del auditorio, del colegio, cegado por la rabia y las lágrimas que por fin fluyen también libres. Corre hacia su casa (lo sabemos porque aparece escrito en el cuadrito de la parte superior de las viñetas), una vivienda humilde, en las afueras, cerca de la depuradora y del vertedero de aguas tóxicas. Pero esta vez no llega a casa. Aturdido por la vergüenza, tropieza, cae en el río de aguas tóxicas e iridiscentes y sufre su bautismo accidental de metales pesados y radiactividad y residuos ácidos.


En las siguientes viñetas vemos a Supermaño salir del colegio, rodeado de compañeros que todavía aplauden y ríen su ocurrencia. Ahora es más popular. El más popular. Solo le ha costado enemistarse con un compañero pero, bueno, Morey siempre ha sido un poco ñoño, un tipo sin gracia, un pringao. Alguien prescindible. Y un plasta, menuda canción había escogido el tío.


Pero ahora una sombra emerge de las aguas. Un ser informe, la piel cayendo como derretida de su cara, de sus manos. El pelo despeñándose en mechones quemados, muertos. Los ojos tapados por un amasijo de carne bullosa y blanda. Camina gimiendo por la orilla, hacia donde la ciudad acaba. Ya no puede volver a casa. Ya es un monstruo. De un vertedero recoge algunos trapos que le ayuden a contener toda esa carne que se le escapa de los huesos. Se envuelve. La mutación se ha completado. Ahora Morey es ya La Momia y Supermaño ya tiene su antagonista, su razón de ser: el Mal, el Terror.


Familia: Tebeo. Género: Sueño. Especie: Pesadilla.


Los superhéroes, al contrario que muchos humanos y la mayoría de los malos escritores, separan bien sueño de realidad. Los superhéroes sueñan en formato de cómic, con viñetas. Así que, al final de nuestra historia, sí, era eso, disculpen, Supermaño despierta. Ahora todo es realidad y 3D y movimiento continuo. Ya no hay cuadritos que enmarquen la acción. Ya no más ¡POW! ni ¡AAAAARGH! ni ¡BANG!. Afuera amanece. Llueve. La televisión de su dormitorio todavía está encendida. Es la Teletienda, venden un exprimidor de fruta que tiene muy buena pinta, mucho mejor aspecto que el de los propios vendedores, que parecen sacados de una tienda de taxidermia humana. Recuerda haberse quedado dormido con el DVD que les pasó el Maestro Noh para la práctica de la Resistencia Infinita al Desánimo (RID), tercer módulo. Contenía las últimas cuarenta, ¿o eran cincuenta? participaciones de España en Eurovisión. Una detrás de otra, sin piedad. Desde la cama coge el mando a distancia y selecciona el capítulo 1972. Descubre el germen de la pesadilla: Jaime Morey. El Mal. El Terror. La Momia. Experimenta, ahora realmente, la misma angustia que en el sueño y una extraña culpa difusa, arcaica, primordial. Quizá no era un sueño. Tal vez era un recuerdo. Sí, reconoce, siempre odió Eurovisión, siempre odió a ese tipo. Un plasta, definitivamente. Hay que profundizar más en el desapego, en el Zen.


Pero sabe que algunas cosas son más fuertes que él. Jaime Morey es, definitivamente, muy fuerte. El más fuerte. Un auténtico e invencible supervillano, el lado oscuro armado de una potente SuperEuroVisión.


Supermaño decide dejarse RID-tercer módulo para septiembre. El Mal Absoluto se le antoja insoportable, inmanejable.


Amanece.





domingo, 6 de diciembre de 2009

FEDERAL BUREAU OF INVESTIGATION


Ron era un diablo para los detalles. Siempre lo había sido. Era un niño de mirada despierta, callado, quedo, tímido. Tenía el pelo negro azabache. Se lo cortaban al gusto de su madre. De él no salía una palabra. A esa pregunta que los peluqueros siempre hacen y a la que el abuelo de Bryce Echenique contestaba, invariablemente: "En silencio", Ron contestaba, también invariablemente, con un encogerse de hombros, debajo de la sábana. 
Mientras tanto, por dentro, registraba que al peluquero no le debía ir bien por casa. La camisa, arrugada, sin planchar, le informaba. El llavero del coche, que le sobresalía del bolsillo (antes de modo ostensible, como ostentoso) tampoco era el mismo. Le parecía que aquel hombre había vuelto a beber. Bajo el aroma de un elixir bucal, le intuía un olor dulzón, como a un licor de colores que a veces había visto en la sobremesa de los mayores, un orujo de hierbas. El pulso no era el mismo. El nivel de temor que sentía cuando rondaba su oreja había vuelto a ser alto. El barbero conservaba la alianza. La esperanza, pensaba Ron. Eso que dicen que es lo último que se pierde. Ron no estaba muy seguro de eso. Había gente a la que había visto no perder nunca la esperanza, como a su abuelo Luis, que murió soñando que el Atleti ganaría la Champions, convencido de ello. Otras personas parecían haber perdido la esperanza antes que otras cosas. Ron pensaba que al menos su barbero seguía la secuencia clásica. Había perdido el Mercedes antes que la esperanza. Ron pensaba que era mucho mejor perder un Mercedes que la esperanza, desde luego. 
Se levantó del sillón. Las revistas de la mesa de espera estaban un poco pasadas de fecha. Los Sugus, algo duros. Deseó ver un gesto de complicidad entre el barbero y la chica de la caja, la que les cobraba. Pero no lo vio. Bueno, pensó Ron, seguiremos atentos.
En el colegio, de igual manera, Ron llevaba todo registrado. Cada movimiento de los profesores, de sus compañeros, de los padres. Cada cambio en el edificio. Incluso cada cambio en la dinámica de los grupos. En sus fantasías diurnas, mientras soñaba despierto, Ron se imaginaba como un agente del FBI. Pondría todo ese don suyo al servicio de los demás. Compartiría ese radar con sus congéneres. Le pagarían, sí, pero no mucho. Lo suficiente para pagar una ronda en el bar algún día al salir del trabajo, con el resto de compañeros agentes.
Ron anotaba todo mentalmente. Nunca en papel. Nada de notas. Le daba vergüenza que su madre, que todo lo registraba sin percatarse de las pequeñas trampas que Ron le dejaba, se las encontrase y se lo contase a sus amigas, o a todo el barrio. Ron, secretamente, encaminaba sus pasos hacia ese sueño. FBI. Los había visto en la tele, en las películas. Camisa blanca, gafas de pasta negra Ray Ban, gesto adusto, inescrutable. La mirada discreta pero profunda, receptiva pero reservada. Los ademanes suaves, precisos, pero no robóticos ni amanerados. La americana, azul, doblada sobre el brazo, con el forro hacia fuera. Las chicas, lejos. Bien que le molestaba esto, porque le encantaban, sobre todo Elizabeth, pero era demasiado peligroso. Se lo había oído decir a Michael Corleone a Andy García en El Padrino III, cuando le ordena que ha de abandonar a Sofía Coppola: "Es demasiado peligroso". Y luego, sentencioso pero preciso, demoledoramente convincente: "Siempre van a por lo que más quieres". Ron aprendía mucho de la gente del otro lado. Pensaba, ¿cómo se puede combatir a una gente, capturar a una gente si no se sabe cómo piensan, cómo funcionan?
Hoy Ron ha causado una masacre en su Instituto de Dallas, Texas. 16 personas. Una semiautomática. Fuera.
Lo tenía todo pensado. Tenía un don y un objetivo claro. Aquello iba a ser bueno para todos. Pero se lo comió el fracaso escolar. Nunca entendió frases como: "El desarrollo industrial sostenible depende de la planificación primaria, los recursos terciarios y el plan integral".
Los de las frases raras nunca lo entendieron a él. Necesitaba un 8. Le dieron un 4. Murieron 16.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Supermaño Survivor (III): Sobrevivir al Apocalypse (Now).


Los compañeros han salido todos corriendo (o volando o desmolecularizándose) después del recreo. La Academia Noh se ha quedado casi vacía. Sólo Supermaño permanece, hierático, junto a la fuente. El agua le transmite paz mientras mastica su bocadillo de alcahofas en conserva y plátano (entre las virtudes de su madre no está hacer buenos almuerzos; él cree fervientemente que lo que no te mata te puede hacer la vida, sin embargo, muy desagradable). Los demás probablemente han acudido veloces a resolver una multitud de catástrofes de variado pelaje: secuestros, incendios, derrumbes, huelgas de hambre, violencia de género, descargas ilegales P2P.


Todas las catástrofes son distintas y, sin embargo, son siempre la misma, la única.


Porque todas las catástrofes se resumen en una: el horror de convertirse en el monstruo contra el que uno antes luchaba. El horror. Como el coronel Kurtz en aquella película con música de Wagner y The Doors y tantas —todas aquellas— sombras. Sus compañeros seguramente ignoran que cada vez que acuden a una nueva lucha, a la llamada de otro malvado supervillano, a socorrer a otra víctima indefensa, en realidad solo avanzan un poco más en el río, llegan un poco más arriba, se internan un poco más en la selva. Hacia la Camboya profunda. Se acercan al monstruo que serán ellos mismos, si es que realmente desean matar, destruir, combatir.


Supermaño se ha puesto el abrigo. En el patio ya hace frío si permaneces de pie, paseando, pensando. Siempre hace frío cuando no se juega. El cielo tiene esa luz clara y precisa del final del otoño, aunque, objetivamente, están mucho más al sur que los cielos perfectos de los cuadros de Velázquez.


Las nubes le recuerdan aquella excursión al planeta Urtain: el viaje de estudios del año pasado, las Nubes de Magallanes.


Los urtainitas eran gente seria, además de muy bajitos. Lo primero era cosa suya, genética o memética, quién sabe. Lo segundo se debía a la gravedad proporcionada por la alta densidad de su planeta: un planeta perfectamente esférico, pero tan macizo, espeso y pesado como el olor del napalm, por la mañana.


El problema es que los urtainitas no entendían la ficción, eran incapaces. No imaginaban historias, nunca inventaban nada. Cuando contaban algo siempre se trataba de cosas cuyas circunstancias conocían con certeza. Recuerdos fiables, incontestables, sin espacios para la mitología, atestados de convicciones. Con el tiempo y la desmemoria, según iban olvidando detalles, los recuerdos de los urtainitas se convertían en sucesos sencillos, veraces, pero ya apenas apuntes desnudos de lo que ¿realmente? había sucedido.


Una frase típica de un urtainita adulto, a propósito de su infancia, podría ser «Recuerdo mi bicicleta de neodimio con sus ballestas antigravitatorias Zenon cinco-cero». O, respecto a algo sucedido más recentemente: «Ayer mi madre cocinó unos demi-elfos con hongos de Umbría; la proporción de cloruro no fue adecuada: papá masticaba lento, pero menos que el tío Vernon y más que Hermana-3».


De alguna forma sus conversaciones eran inquietantes. Siempre faltaba esa parte de las anécdotas que los humanos inventamos, exageramos o matizamos precisamente para humanizarlas. Sus elipsis eran el producto notable de un deseo de rigor, pero acababan por provocar un cierto —un indudable— desasosiego. Sí, como en esa película, como el coronel Kurtz, contando aquella anécdota de las vacunas: un relato lleno de espacios vacíos pero a la vez exacto y demoledor. Quizá Kurtz era un urtainita en medio de Camboya. En cualquier caso, para Supermaño, al contrario que para el lacónico capitán Willard, certificar la humanidad de Kurtz hubiera sido sencillo: los urtainitas no podían hacer bromas, eran incapaces de contar una sola anécdota divertida. Porque el humor siempre requiere de unas ciertas dosis de ficción. Los urtainitas eran gente exacta, pero también muy seria. Muy triste.


Como ese tipo, Kurtz. Aunque Willard sólo debería haberle dicho: «Coronel, cuénteme un chiste». Esto le hubiera facilitado aún más la decisión de eliminar al monstruo. De suplantarle, definitivamente.


Acabados el bocadillo y las reflexiones cinematográficas, Supermaño decidió ir a la biblioteca de la Academia. Allí la temperatura siempre era perfecta. Como si el papel de los libros absorbiera el calor o el frío excedente en la dosis adecuada para proporcionar un ambiente amable. Se sentó frente a la fotografía 3D del universo que el profesor Noh insistía en que aprendieran como la tabla periódica, como las operaciones con polinomios o las conjugaciones de los verbos irregulares: de memoria «porque la memoria es lo único que garantiza la supervivencia». Supermaño pensó que aprenderse el azaroso universo de memoria era, en cierto modo, deshumanizarse, convertirse en un urtainita, fracasar. Metió la mano en el bolsillo del abrigo para sacar el iPod, oír música, relajarse mientras sus compañeros probablemente perdían el tiempo y/o la vida buscando la mejor estrategia para evitar (otra vez) armas radiactivas o localizar el típico detonador con números digitales en rítmico descuento (de nuevo). El Mal es siempre muy poco imaginativo.


Como siempre, los cables de los auriculares del iPod estaban enmarañados, formando un nudo difícil de explicar si se tenía en cuenta que la única fuerza que, cada vez y sistemáticamente, reproduce el nudo en el bolsillo es el azar. El puro —pero nunca simple— azar. Supermaño pensó que al azar hay que respetarlo, venerarlo, admirarlo. Así que no deshizo el nudo. Lo observó de cerca. En realidad eran muchos nudos superpuestos: se podía distinguir, al menos, un ballestrinque, un seis, un buque, un as de guía y un rizo alpino. El azar parecía querer entretenerse, como un duende aburrido.


No deshizo el nudo. Cogió los pequeños auriculares y cerró el puño sobre ellos, abrazándolos. Conectó el iPod y el suave cosquilleo de las vibraciones de un sonido inaudible recorrió su mano.


Le costó quizá un minuto darse cuenta, pero Supermaño sonríó cuando descubrió, acunado en su mano derecha, el tacto pulsátil y enérgico de el The End de The Doors.


Como un corazón latiendo al pulso del LSD.


Como el tacto del azar.