jueves, 26 de abril de 2012

iDream





Brillaba.

Brillaba tanto como en el sueño. El dependiente de la joyería la dispuso con un movimiento elegante –las uñas tan cuidadas, las manos moviéndose casi como para una caricia– , sobre un fragmento de terciopelo negro. La cadena parecía desplazarse por sí misma, reptar. El oro tiene algo vivo, algo líquido en su interior o en su memoria. Como los sueños. Nos miramos (la cadena, el dependiente y yo). Había algo pornográfico en todo eso, una especie de satisfacción íntima que, además, debía ser a la vez pública, comercial. Pagué con la tarjeta de crédito. No me fijé en el precio al firmar, no importaba. Brillaba exactamente como en aquel sueño y era suficiente con eso. El dependiente se extrañó de que me la llevara puesta. Disculpe, por supuesto, faltaría más, cosas así, dijo, mientras la colocaba alrededor de mi cuello con un exquisito cuidado para no rozarme, aséptico, muy profesional. Salí de la joyería. Notaba el peso de la cadena, su calor, en mi pecho. La densidad del oro nuevo y antiguo a la vez. Pero ninguna satisfacción. Nada. Nada parecido al sueño.

No sé cuándo lo noté, pero en algún momento, o de alguna forma, se hizo evidente. Yo nunca he soñado mucho. Siempre he envidiado a mi mujer cuando me cuenta sus sueños, unas historias llenas de simplicidad o, todo lo contrario, de una exquisita complejidad extrañamente tejida, argumentos a veces absurdos pero siempre con una cierta chispa, un sentido último, una fuerza propia. Ella abre los ojos con una sonrisa y me dice (siempre empieza así, casi todas las mañanas): no te lo vas a creer. Pero a lo que iba, mis sueños, mis sueños son, quiero decir, eran, antes, cuestiones simples, a veces sólo una sensación, lo típico: caer desde una altura enorme (o hacia un precipicio enorme, no sé decir) y despertar, repentinamente, asustado, incorporado en la cama; o estar en el trabajo y que todos se comporten sabiendo cómo eres, en realidad, mientras intentas cubrir tu cuerpo, desnudo, en el que nadie repara. Esas cosas. Tonterías. Algo incluso infantil, naive.

Algo cambió.

Fue como conectar un televisor nuevo, alta definición, una programación exclusiva llena de directores de primera línea: películas de acción, grandes aventuras, documentales sobre la vida submarina, animales exóticos. Y cine erótico, claro. Bastantes sueños eróticos. De una semana para otra, toda una nueva cartelera, parrilla de alta calidad, un estreno cada día, cada noche, quiero decir.

Pero había un problema, una anomalía. Tal vez parezca imposible, pero no eran míos: aquéllos no eran mis sueños. Definitivamente.

Desde luego, no sabría decir cómo pero lo notaba, prácticamente desde que apareció el primero, desde la toma uno, desde el primer travelling lateral, fundido en negro, sólo faltaban los créditos finales. No eran, no podían ser mis sueños. Sí, estaban en mi cabeza, se desplazaban en ese espacio justo antes del despertar, duraban segundos o quizá fueran horas –quién sabe cuánto dura un sueño, realmente– se infiltraban en mi habitación, entre las sábanas, se colaban desde las páginas del libro que se caía encima de mi nariz, cada noche. Estaban ahí, dondequiera que estén los sueños, pero no eran míos, no salían de mí, eran una infección, una interferencia, una invasión, de alguna forma. Y yo estaba allí, sentía que estaba allí, en mitad de ese sueño ajeno, tan bien construido. Como otras veces, como en mis viejos y mediocres sueños, a veces podía verme, desde fuera, como una cámara, como un soñador omnisciente, si eso existe, y otras simplemente sabía que estaba allí, que participaba de aquella historia, aunque no me viera. Era el cazador, el soldado, el hombre que se escondía de los caballos monstruosos, el amante o el amado, el paseante, el muerto al final de la caída (seguía habiendo caídas al infinito, supuse que ese argumento hiperbreve debía ser como la telebasura de la TDT de los sueños). En cualquier caso era yo, pero no era mi historia, no era mi vértigo al caer, no eran mis deseos ni mis miedos, no era mi otro lado de la puerta. No era el desván donde guardo –siempre los hay– mis demonios. Era la habitación de otros, y otros los demonios.

El caso es que –ocasionalmente, no quiero exagerar la nota– estos sueños alienígenas, extranjeros, también me conmovían. Me despertaba con la ansiedad de querer revivir esa sensación, esas experiencias soñadas: sí, vaya tontería, cómo va a ser una experiencia si es un sueño, lo sé. Pero así me vi, al poco, atrapado por el deseo de emular estos nuevos sueños, estos, al fin, sueños intensos, poderosos y en pantalla panorámica, 16:9. Traicioné mi indolencia habitual comprando ropa deportiva, iniciando una absurda (y fatigosísima) serie de carreras ciudadanas para sentir el vértigo dulce de llegar el primero a la meta mientras todos aplauden, de notar la tensión de los músculos fatigados, el sudor del esfuerzo bien dosificado. Pero nada, absolutamente nada. No era posible encontrar de nuevo la sensación soñada. Eso sólo sucedía en aquel otro territorio, el sueño. Fuera de él, me sentía disfrazado, como un niño con una capa absurda y una máscara de plástico intentando emular a su superhéroe favorito y frustrándose al no poder volar, saltar, expulsar rayos de energía cósmica. Frustración, una vez tras otra.

Hubo esto, las hazañas deportivas, pero también compré libros de cocina para convertirme en cocinero de éxito (me entrevistaban, incluso, para Cook-on-Time en aquel otro sueño) y aprendí baile de salón, yo que siempre he odiado la salsa, la cumbia, el mambo. Me matriculé en un curso rápido para ser guía de arte para excursionistas y deslumbarles/deslumbarme con mi exhibición de cultura y sensibilidad arquitectónica, aprendí técnicas de composición fotográfica, los rudimentos del piano, me uní al Rotary Club –no pude encontrar masones en la ciudad como los de aquel otro argumento soñado– , compré (aunque confieso que no pude acabar) textos sobre creación literaria para convertirme en el patético Hemingway (con suéters de cuello alto y todo eso) que ocupó en otra ocasión mis sueños. Lo peor, sin embargo, fue intentar las hazañas eróticas. Mis compañeras de trabajo, que siempre me habían tenido por un colega más bien insulso e inofensivo empezaron a pensar que me estaba demenciando con la edad o que me había dado la típica crisis del madurito-ligón. Alguna llegó a soltarme un muy desagradable ¿pero estás bien? ¿te pasa algo? ante mi sincera oferta de que nos escapáramos, inmediatamente, hacia la costa azul en un descapotable que íbamos a comprar ex-profeso en el concesionario más cercano y que iba a ser idéntico, pero idéntico, en serio, al de la película aquélla, ¿cómo se llamaba?, sí, Chacal.

Y al final, nada. Siempre nada de nada. Ni una leve aproximación a esa magnífica sensación que se promete cada noche en mis nuevos sueños, deslumbrantes, tuneados por ¿quién? Como esta mañana, cuando he salido de la joyería con la gorra de los Nicks y la cadena de oro al cuello, dispuesto a notar esa energía del bling-bling que prometía inspirar mi revolucionario, mi único, tan cool, con tanto flow, mi hip-hop de alcance universal, ¡tiembla 2pac! Pero no, otra vez no. Nada es igual. Nunca sucede.

Como tantas cosas que no entiendo, he terminado contándoselo a Lola, mi mujer, que, por supuesto, ya sospechaba algo (quizá lo de la gorra ladeada y la cadena –la devolveré, te lo prometo– ha acabado por hacer la situación excesivamente explícita). No le he ahorrado ninguno de los sueños, al menos ninguno de los más relevantes, por decirlo de alguna forma. Bueno, sí, he omitido algunos aspectos de los sueños eróticos en los que aparece alguna de nuestras vecinas, eso me ha parecido superfluo, además de especialmente difícil de justificar. Y no llevaba ni la mitad de las historias, ni la mitad de los sueños, cuando ella se ha llevado las manos a la boca y ha suspirado y reído a la vez, esas cosas que sólo pueden hacer bien las mujeres.

Ella me ha creído, desde el principio. Bueno, no sólo me ha creído, está segura de que, efectivamente, no se trata de mis sueños, dice que yo no soy capaz ni por asomo de imaginar todo eso. Ni en sueños, claro, me dice. Le ha costado unos cuantos días organizar toda la información pero finalmente lo tiene, lo ha averiguado: ha ido recopilando cada detalle en un cuaderno, ha establecido unas jerarquías, ha dibujado unos esquemas y por fin me lo ha mostrado. Una investigación exhaustiva. Me ha revelado, digámoslo así, la topología de mis sueños, la procedencia de cada infección, de cada interferencia, caso a caso, puerta por puerta. Porque así es, dice Lola: puerta 4, Miguel, el profesor de educación física –sueños deportivos, ¿lo vés?–, puerta 8, Julián, el que nos ofrece todos los fines de semana una nueva creación culinaria (unos blinis con salmón, el sábado pasado, exactamente) y su mujer, Marga, exquisita anfitriona, madre ejemplar, elegante aunque algo distanre –si yo te contara, Lola, aquel sueño–, ático B, Luisma, turbolover vocacional, amante incansable, al menos tres chicas/semana, descapotable Mercedes vintage –ahí estaba, Chacal, correcto–, Wilson, el chico ecuatoriano que da clase de guitarra a los hijos de Julia, puerta 6, siempre con su gorra de baseball ladeada, de blanco riguroso y Nike fosforescentes, OK, bling-bling, bingo, Lola, me rindo. Ahí lo tienes, todo, perfectamente expuesto, coherente, sólido. Tocado y hundido. Todo cuadra, todo es correcto, ya, pero ¿cómo? Eso queda, el cómo, cómo llegaron, cómo es posible.

– Bueno, ya sabes, ondas electromagnéticas, interferencias, ruido que se cuela, como una red wi-fi sin seguridad ¿por qué no? – dice (o piensa, quién sabe ya a estas alturas).

¿Por qué no? Una simple interferencia, un hackeo involuntario de los sueños de otros.

Pero, sea como sea, ahora salgo de casa con muchas más precauciones. Sigo soñando esos sueños extranjeros pero intento no involucrarme. Programo el despertador cada pocas horas para que no sea, nunca, demasiado tarde, para que el deseo injertado en el sueño no me atrape, de nuevo. Intento también, a pesar del cansancio, levantarme antes y no cruzarme con mis vecinos. Porque lo he visto en sus caras, y ellos en la mía, aunque ya ni me quito las gafas de sol e intento esquivarlos en el zaguán, en el garaje, siempre que puedo. Me miran y me siento (un poco más, cada día) desnudo.

Ellos también me sueñan. Me han visto, me ven, en sus sueños. Todo este tiempo. Ahora lo sé.




lunes, 16 de abril de 2012

LA OTRA MUJER



Hay una mujer, otra mujer, en mitad de la sala del museo, de pie, a la distancia exacta para que, probablemente, el cuadro ocupe toda su visión, una mujer inmóvil, demorándose más de lo habitual –¿cuál será la media de tiempo?, piensa–, lo suficiente para que atraiga su atención, para que, hacia el final de otra jornada de completo aburrimiento –y Antonio sin llamar– , a su cerebro le toque mover, resolver lo que sea que esté pasando allí. Para eso le pagan.

Sí, la cámara con la que vigila la sala se puede manipular desde su puesto de control: centra el plano, enfoca, multiplica la escena en tres monitores, apunta en el libro de registro: la mujer se ha detenido frente al cuadro –consulta– 594 (1977-110), viste una gabardina beige, bolso color camel de asas largas –una preciosidad, piensa– y un sombrero, cómo decirlo, vintage, años treinta, le suena haberlo visto en el suplemento de moda del periódico, el que le pasó Antonio el lunes pasado antes de que se despidieran. ¿Era ése? Sí, sin duda: la cinta, el ala algo caída hacia el lado. Ella está atenta a esas cosas. La gente cree que los de seguridad, los seguratas, dicen, son tipos toscos o, si eres mujer, debes ser hombruna, de espalda ancha y más bien malencarada, por no mencionar los prejuicios sobre tu orientación sexual. La gente, los arquetipos, así les va. Pero ella es una mujer delgada, de piel clara y pelo castaño tirando a rubio, precioso, eso le dice siempre Antonio, precioso, dice. Y lo lleva bastante corto –desde la academia– pero monísimo. Aunque eso no importa ahora. Hay una mujer detenida frente a un cuadro. Así se planifican algunos robos, o quizá un ataque, una persona trastornada. No sería la primera vez.

Los demás visitantes siguen su marcha desordenada por la sala, desdibujados, fantasmales, en los monitores. Se detienen en algún cuadro, titubean, pero la mayoría pasea por el museo como por un centro comercial, esperando la oferta, algo que les capte la atención a pesar de ellos mismos sólo para poder decir «bueno, no es para tanto, me gustó más aquel otro en París» o, quizá, «¿viene la baronesa por aquí, alguna vez?». Muchos pasan más tiempo en la tienda del museo buscando souvenirs, libretitas con la estampa de Los Girasoles o abanicos con la firma de Sorolla o de algún otro pintor de los que exhibe el museo. Y son muchos, muy distintos; ella, la verdad, no entiende de arte, nunca le ha interesado mucho, no, para nada: a ella le pagan por observar y proteger. Y eso es lo que toca ahora.

La mujer a la que apunta con su cámara, la otra mujer, medirá un metro setenta, con tacones. La gabardina tres cuartos deja ver sus pantorrillas, sin medias, sin una mancha ni una variz. Qué envidia, piensa. Lleva las manos en los bolsillos. Parece que haya entrado directamente desde la calle a ver ese cuadro. Quizá llueva afuera; en la sala de seguridad no hay una ventana, sólo esa luz artificial levemente parpadeante. Puede ver el reflejo de su cara en la pantalla del monitor superpuesto a la mujer estática que sigue en su actitud rígidamente contemplativa frente al cuadro. La luz fluorescente no favorece nada, piensa, da un tono como pálido y verdoso a la piel. Sí, bueno, tiene mala cara últimamente. Menos mal que al final no han quedado, Antonio no podía, tampoco hoy. Hasta el miércoles no puede, no, hasta el jueves tarde, cambió el turno, sí, eso le dijo. Tiene que llevar a su hijo a la ortodoncia. Dice que le ilusiona el aparato, los brackets, al chaval.

Pero esa mujer, la otra mujer, hay algo raro, igual es una loca de esas que saca una navaja y rasga el cuadro. Hay gente así. Tendrá que estar atenta. Observar con detalle, quizá con la otra cámara, desde otro plano. No: bajará a la sala, quiere verla de cerca, quiere estar más cerca, no vaya a ser.

Cuando llega, en un par de minutos, no más, seguro, la mujer de la gabardina ya no está. Falsa alarma. Se habrá aburrido, por fin, habrá salido del trance que la atrapaba al cuadro. No puede evitar mirar hacia la pared que ella, que la otra mujer, miraba. Aunque ella no entiende, Antonio también se lo dice. En el cuadro hay una mujer sentada en el borde de una cama vestida con un bañador de color rosa o salmón, quizá sea lencería. Lee, o estaba leyendo: sí, el libro parece querer caerse de sus manos, un libro de bolsillo y sin embargo muy grueso, empezado hace poco, ese mismo día, probablemente. Ha dejado sus zapatos sobre la moqueta verde, junto a una maleta oscura y un bolso de viaje sin abrir. Podría estar en la habitación de una pensión, en un hotel sencillo: no hay decoración, no hay nada familiar, nada que haga pensar en un hogar. Le llama la atención su rostro, precisamente porque no se ve: su mirada, sus rasgos, están ocultos por una sombra que invade toda la cara.

Se gira, mira a su espalda: la otra mujer no vuelve, definitivamente.

Es un cuadro feo, bueno, no sabe, algo tendrá para que la gente pague por mirarlo, para estar aquí, en este museo. Pero da mal rollo, piensa, no sabría decir exactamente, tiene algo como esas tardes, como sucederá hoy mismo, en un momento, cuando Antonio le llame por teléfono, para decirle que el jueves no va a poder ser, otra vez, que su mujer no le deja escaparse, y todo, piensa, se quede así, frío, desapacible, como en sombra.

Sí, hay algo desagradable, algo violento, en ese cuadro. Hay demasiada tristeza. Sí, es eso. Una tristeza que atrapa, que aturde, en la otra mujer. Aunque ella qué va a saber, piensa: ella no entiende. Ella no entiende nada.


sábado, 24 de marzo de 2012

DONDE HABITAN LOS MONSTRUOS



El lugar donde los monstruos se reúnen no tiene, supones, nombre. Si lo tuviera –también supones– sería tan monstruoso que, por supuesto y a la vez, sería impronunciable. Así que, cuando los monstruos se reúnen, en realidad lo hacen sin que estés muy seguro porque – te dices (aunque no te consuela del todo)– lo que no tiene nombre es muy probable que no exista. Es posible.
En este lugar que sólo lo es cuando ellos lo habitan, los monstruos toman decisiones, meditan sobre cómo el mundo reacciona a su monstruosidad, a su integración apenas disimulada e inaplazable. A veces hablan del tono del humo que decora las paredes de sus cuevas o del precio de la leña con el que las calientan. O de los gritos que sólo ellos pueden percibir cuando los árboles, recién muertos, se queman. Eso les suele hacer reír.

Pero, la verdad, en la asamblea de los monstruos no se habla demasiado y lo que se dice es siempre tan desagradable que, paradójicamente, podría considerarse incluso irrelevante. Lo que importa –te dices (aunque no estás muy seguro)– son las miradas, la actitud y, más allá de eso, fundamentalmente, la propia presencia de esos monstruos, una presencia enorme, casi divina, los monstruos en majestad. Alrededor de cada uno de ellos, una aureola perfectamente perceptible comunica su poder, los tesoros robados, los territorios arrasados, un nimbo dibujado con la sangre derramada. Así ha sido desde el principio de los tiempos y nadie se sustrae a estas leyes. Ni siquiera se trata de la ley del más fuerte. Ser fuerte es tan sólo un requisito, donde los monstruos habitan.

Entre los monstruos no se dan relaciones de influencia, no se hace lobby (a esto se dedican más los duendes y las hadas). Los monstruos son sólo poder, poder en estado puro, administran lo que se debe hacer, quién, dónde, cuándo, cuánto se debe hacer. Al exiguo residuo no administrado por ellos algunos le han llamado “derechos” pero realmente –supones (pero te gustaría que ese pensamiento nunca se te hubiera pasado por la cabeza)– se trata de un espacio que los monstruos no han decidido, todavía, ocupar. En cualquier caso, es un espacio pequeño, una burbuja de aire en el lodazal en el que se debaten sus administrados, un imperceptible alveolo en su pan enmohecido.

La asamblea de los monstruos no se nombra, no se decide, no hay elección: los que acuden lo hacen porque saben que se trata del lugar al que su monstruosidad les dirige, lo que su monstruosidad les exige, la topografía natural que se dibuja en el mapa del horror. Un mapa trazado con toda la devastación que seas capaz de imaginar puede darte alguna pista –te dices (pero prefieres no mirar)– si pretendes deducir dónde o cómo podría ser ese lugar. Los que intuyen su existencia lo han asimilado al infierno pero éste es poco más que una aproximación, un esbozo. Una franquicia. Una representación artística. Cuentos para niños.

En los monstruos lo monstruoso comienza a crecer como un leve síntoma, como esas décimas de fiebre a las que no hacemos caso por irrelevantes y luego resultan en una septicemia, una infección generalizada, la pérdida del control sobre nuestra propia identidad, sobre nuestro cuerpo. Sin embargo no hay nada definitivamente enfermo en los monstruos. Al contrario, en ellos se ha formulado una suerte de segunda maduración, una transformación que los ha convertido en seres poderosos y, por ello, profundamente humanos (por ser mucho o más allá que sólo eso). Todo monstruo aloja desde siempre, desde antes de serlo, esa potencia, una posibilidad, una metamorfosis en un übermensh –te dices (lo leíste en alguna parte aunque a ellos no les gustaría ese nombre ni ningún otro)– en su interior agazapado como una mariposa que espera que el gusano se decida, de una vez, a hacer lo que tiene que hacer, lo que sabe que hay que hacer: alimentarla de dolor, darle alas y deseo.

Su lenguaje es tosco. Utilizan pocas palabras (desconfían de ellas), odian los adjetivos, nunca matizan con adverbios ni son capaces de proposiciones subordinadas. Son unos fanáticos, en cambio, de los verbos (que generalmente utilizan en infinitivo ya que no distinguen entre su deseo y lo que sucederá o lo que sucedió: sus deseos, simplemente, suceden). Las palabras son límites, acotaciones, murallas. Ellos no toleran algo así: el lugar donde habitan los monstruos no tiene límites y es precisamente por ello que en ese lugar arraigan y proliferan,

A mi me ha sido otorgado el privilegio de observarles y también de observarte, de adivinarte –te dices (y yo, simplemente, lo sé)–. Cuando aparezco, de hecho, ellos ya están allí: de alguna forma somos simultáneos, necesarios. Yo sé quiénes son, quiénes han sido y quiénes serán. Sé dónde encontrarles, dónde se reunirán, de dónde surgen. Podría decir que, de alguna forma, les convoco, les emplazo. Y, de la misma forma y por algún motivo que se me escapa, me he hecho transparente a su mirada y parecen no poder ni siquiera olerme (ellos que tienen un olfato afilado y, si me permites el desliz, panóptico).
Yo siempre estuve aquí. Sin mi presencia ellos no existirían. Escribo la crónica y genero su leyenda. Los hago posibles al definirlos, individualizarlos, describirlos. Sin mí sólo serían una masa sin forma, serían “la monstruosidad”, serían abstractos, serían agua, no una ola de diez metros, serían fuego, pero no llamas que ascienden por la escalera de tu casa, serían un cáncer, no ese bulto latiente que has notado en el cuello. Bajo mi mirada, entre mis palabras, ellos se encarnan, surgen y los temes –te dices (y esta vez estás en lo cierto)–.

No estoy seguro de qué o quién me otorgó esta posición. He sido profeta, escriba, contable, predicador; he inspirado a poetas y escritores y les he susurrado mitos, augurios, revelaciones. He sido, a la vez, timonel y sirena de muchos viajes. Aunque es posible que mi aspecto te confunda. Puedo parecer un ángel, una luz, una llama que nunca se extingue en una zarza en el desierto o un escrito lleno de incógnitas, de símbolos arcanos necesitados de sutiles interpretaciones. Puedo parecer muchas cosas, puedo ser difícil de reconocer. Como ellos, soy sagrado, inextinguible, inmortal.

Sólo –te dices (y sabes que no es la palabra adecuada)– soy tu miedo. Tan humano.

miércoles, 14 de marzo de 2012

OFERTAS


Es como un impulso. No puedo evitarlo. Soy una especie de Sherlock Holmes del supermercado, si Sherlock Holmes fuera mujer. Mejor, soy como la Teresa Lisbon esa de “El Mentalista” o la señora Fletcher o la teniente Scully de “Expediente X”. O Miss Marple, pero joven: eso, pero como si Miss Marple fuera cajera y estuviera tan buena como yo. ¿Qué le parece? Sé que algunas de mis compañeras hacen lo mismo, bueno, parecido. Sí, claro, no me mire así. No estamos muertas, no somos un mueble. Cualquiera de nosotras es capaz de deducir muchas cosas a partir de las compras que hace la gente: el dinero que tienen, el número de hijos de la familia, si hay alguien mayor en la casa, las enfermedades... esas cosas. Pero eso es fácil, no es demasiado problema, desde luego. Para eso no es necesario casi ni ver lo que compran. La ropa, las joyas, el monedero... eso también es información. Lo mio es otra cosa. Yo puedo llegar a conocer a la gente. Y me refiero a saber cómo son. Exactamente, quizá mejor que ellos mismos, deducir su carácter, su verdadera personalidad. Sí, una vez fallé. Si usted lo dice... nadie es perfecto.

Por ejemplo, ¿usted qué suele comprar? No, claro, en su casa compra su mujer. ¿Lo ve? Y no sólo es por la cara que ha puesto. Simplemente lo sé. Sus manos, la forma de moverse, usted mismo se delata. Su espalda: la gente con su espalda, su actitud, como si cargaran con el mundo encima, no viene por el supermercado. Yo no los he visto ¿eh? ¿Qué le parece? ¿No dice nada? ¿Sorprendido? Ya sabe, contráteme. Aquí les podría ayudar. Soy buena ¿eh?

Yo veo una mujer, de esas que se acercan peligrosamente a los cincuenta. La veo ya de lejos, cuando se acerca, por el rabillo del ojo, mientras acabo de atender al cliente anterior. Lleva el carro lleno de cosas. Mucho pan, o sea, mucha familia, eso no falla. Los habituales retráctiles de botellas de leche, zumo de uva y piña de marca blanca, nunca lleva chocolate ni dulces, pero no porque no se lo pueda permitir –a veces compra perfume o cosméticos caros–, probablemente sólo es por disciplina: ella es la que controla la casa, los deberes, las notas, lo que se come, las calorías, los azúcares, las grasas insaturadas, toda esa mierda. Controla. Todo. Se nota en la manera en la que va disponiendo las cosas en la cinta de la caja: frescos, delicados, droguería, envases... en perfecto orden. Como siempre, compra filetes de carne ya envasada, queso curado del más barato y la misma marca de cerveza: su marido trabaja hasta tarde, algún trabajo irregular, por cuenta propia, no la avisa si se retrasa –ella le pondrá el queso mientras él espera a que le acabe de hacer una cena rápida o le caliente las sobras del mediodía–. Nunca compra pescado. No le gusta el olor que deja en las manos o los residuos en la basura, las escamas, las tripas. No quiere entretenerse. No quiere llevarse la mano a la cara a media tarde y que huela a comida. Tiene un amante, fijo. Lo sé. ¿Entiende?

O el abuelo que viene solo, todos los días. Viudo, la ropa sin planchar y un juego diferente, una geografía lograda por acumulación de manchas de distintos colores, tamaños y posiciones. Una mancha, al menos, por cada día de la semana. Cada vez se cuida menos. La pensión se le agota entre lo que necesita para vivir y lo que le ratean los hijos que siguen sin trabajar. Aparecen de vez en cuando y él, además, les compra cerveza baratera de esa con letras góticas para que parezca checa pero fijo que la hacen en China, por toneladas. Una compañera, Mari, que bebe bastante más de la cuenta, también la compra y nos intenta convencer de que está buena. Basura. Basura china. Para el abuelo, para sus hijos, sí, ya está bien, de sobra. Me mira mientras saca las monedas y le veo la bragueta abierta. El pantalón ya no da para más. La cremallera rota, nadie que le cosa ya al abuelo, ya le digo. Y memoria, lo que es memoria, sí tiene. Se acuerda del precio de cada cosa en el periodo de un mes. Mejor que el supervisor, el abuelo ése. Con su panecillo, el filete de pescado congelado, apenas cien gramos. “Qué es esto del panga”, me dice. Pobre abuelo. La tenía que querer mucho, a su mujer, para aguantar a los mierdas de los hijos. Seguro que lo hace por ella, lo que ella hubiera querido, abuelico.

Ya le digo, la compra lo dice todo. Ellos, los que compran, la gente normal, creen que no nos damos cuenta de nada. Que pasamos las cosas por el infrarrojo y las vamos tirando por la pendiente de la bandeja de salida, así, como si nada, como si fuéramos angelicos sin sexo, como enfermeras asépticas, profesionales: te limpio el culo, te pongo la inyección y ¿de dónde me ha dicho que era? De eso nada. Nosotras estamos ahí. Muy presentes. La mayoría de la gente se cree que somos una parte más del mueble de caja, que tenemos un cable que nos sale del culo, conectado a la máquina registradora, al lector óptico. Mujeres con un código de barras en las pestañas. Pero estamos pendientes de todo, lo sabemos todo. Como usted ¿o no? ¿O es que no lo sabe todo, todo esto, antes de que se lo cuente? 

Nada, como quiera. Jugaré.

Vale, no se ponga nervioso, ya llego donde quiere usted llegar: sí, de vez en cuando, gracias a Dios, aparece alguno. Algún tío solo, con buena pinta. Altos, delgados, morenos o rubios, eso ya me da más igual. Pero gordos no, esos no me gustan nada: esos que se compran el chopped por toneladas y más cerveza que agua gastan para ducharse. Y son los más. Pero, ya le digo, de vez en cuando, aparece alguno de los otros: un pedazo de tío. Parece siempre como por si vinieran por primera vez. Como si acabaran de mudarse al vecindario. Enseguida, la que esté de compañera en la otra línea de caja –Vicky o Bea o Carmen, quien sea– me mira y sé que también se ha fijado. Que el tío está para decirle algo. Viene como directamente del trabajo. La mitad del tiempo se lo pasa eligiendo el vino o el cava, y luego compra fruta, galletitas saladas, café del bueno, todo mientras habla por el móvil. Y te sonríen. Esos tíos te sonríen. No te sonríe el abuelo, ni la cincuentona, ni la parejita que lleva dos carros llenos hasta el tope como para una alarma nuclear aunque les ayudes a meterlo todo en las bolsas. Esos no sonríen. Ni las gracias. Y llega el tío bueno, con su blazer y la corbata a juego con los gemelos y te pone en la cinta una caja de fresas, dos botellas de cava rosado y una bandeja de quesos franceses que, vale que están en oferta, pero ¡qué clase el tío!, una, cualquiera de nosotras, le diría “bueno, si no aparece, me llamas, te doy mi numero, guapo”. Y el tío trabaja por cuenta propia, seguro, se le ve en las manos: las uñas perfectas, limpias como el alma. El tío te sonríe y aparecen esos dientes blancos, todos iguales, como un anuncio de dentista. Y no lleva anillo, no, ninguno lo lleva, que yo eso lo respeto mucho, que no me meto yo a romper nada que esté bien firmado: No, eso no. ¿Qué le decía? Sí, bueno, algo se parecen unos a otros. No serán más de diez o doce al año ¿no? Bueno, usted sabrá, yo he perdido la cuenta, la verdad. Claro que se parecen. Una no le tira a cualquiera, hay que seleccionar. Y encontrar la forma, el cómo y el cuándo. Pero, ya sabe, una es buena, como Bones ¿la ha visto? La serie, me refiero. Yo no sé cómo pueden estar en esas situaciones así, que sí que no, capítulo tras capítulo, que te dan ganas de decirle “pero tía, que te come con los ojos, que le digas algo, que lo tienes en el bote”. Pero bueno, eso es en la tele, en las pelis. Ahí, en la caja, lo que una ve es la vida tal como sucede. La vida de verdad. Así que, de vez en cuando, claro, pues pasa lo que tiene que pasar. ¡Qué le voy a decir a usted! ¿verdad?

El momento perfecto suele ser a primera hora de la tarde. Me encanta ese turno. Es cuando más se pesca, usted me entiende. De las cinco líneas de caja, suele haber una sola abierta. El súper está prácticamente desierto. Y ahí estoy yo, limándome las uñas, o haciendo como que me las limo mientras veo a la pieza. Soy como en esa peli de Tom Cruise, como Top Gun, cuando enfilo el tiro más vale que se den por muertos. Ya están en la diana, ya no yerro, nunca. Sí, suelen aparecer más a esa hora, bueno, también los fines de semana, pero ahí vamos a tope y no hay forma, imagínese. A esa hora, después de comer, entre semana, en el súper hay un silencio que se oye hasta la música de fondo. A veces Juan, el de mantenimiento, me deja escogerla, la música, digo, eso ya es tremendo. El tío, pongamos, con sus gafitas de pasta y esa pinta de haber acabado la consulta, de cirujano plástico o de estudio de arquitectura, lo que sea. Un tío guay a más no poder. Y no falla: ahí llegan, con la cesta pequeñita, como si fueran por el aeropuerto con su trolley, ya sabe, esos tíos nunca cogen un carro, compran lo justo. Se plantan al lado de la caja y te ponen, como en un strip tease: la botella de ginebra azul, seis latas de tónica, pan tostado, la bandeja de quesos franceses, eso nunca falta, ya le digo, dos limones, una bolsa de ensalada César, tres melocotones, cuatro manzanas y una cajita de cerezas. Para volverse loca ¿qué quiere?

Así que, a veces, me dejo llevar. Y no crea que soy muy valiente yo. Qué va. Me costó un montón, la primera vez. Romper el hielo. “Vaya fiestuki” le dije entonces, al primero. Bueno,a hora ya tengo más repertorio. “Qué buen gusto, por Dios”, “La cosa promete”, “¿Cabe una más?”... Y enseguida aparece la sonrisa esa, en alta definición, panorámica: ahí está. Alguno se pone rojo y todo. Son un encanto. Te miran y es como si la estuvieran mirando a ella, a la que sea que le están preparando el asunto, igual que a ella, fijo. No como usted, que ni me ha mirado en todo el rato que llevamos aquí, a los ojos. ¡Así no!, mirarme de verdad, digo, como si yo no fuera transparente. Así es como nos mira la mayoría de la gente. Vicky también lo dice, que nos miran “como a los botes de mayonesa”, dice ella. No, esos tíos, en ese momento, te miran como a su chica, seguro. Y tu oyes la música y sabes perfectamente lo que hay, lo ves y te atreves, un poco más y les dices dónde, si les apetece, en el cuarto que hay nada más bajar la escalera que lleva al garaje. “No he venido en coche” te dice alguno, pobrecico, “y qué más da”, les digo yo “si no nos vamos a ninguna parte”. Y sí, diez o doce al año caen. Uno al mes, que tampoco es para tanto. Y más que fueran, pero una no le tira a cualquiera, ya le digo. No sé qué le habrán contado, seguro que a estas alturas ya ha hablado con mucha gente, pero es así, se lo juro. Como se lo cuento.

Y lo de ése chico, qué quiere que le diga, pues como los otros. Un encanto, parecía. Yo estuve fantástica, qué le voy a decir. Los demás también se lo podrían decir, aunque no sé ni cómo se llaman, le va a costar encontrarlos, y eso que alguno ha repetido y todo. Aunque a la mayoría los he visto sólo una vez, sólo esa vez. Para mí que se asustan, pobrecicos, que alguno tiene pinta de que ni se lo esperaba. Lo de ése, ¿cómo dice que se llama?, Julián, Julián Martínez, vale, pues, no sé, en cuanto bajamos al cuartito empezó a decirme que si era una guarra, que se lo había dicho un amigo suyo que vivía por el barrio, que si todo el mundo lo sabía y él sólo había venido a ver si me bajaba las bragas y que a él ni siquiera le gustaba el champán. No te jode. Un gilipollas. Él y todos los demás, al final. Perdone que me ponga así, pero es que nos tratan como si fueramos... anda, como si fuéramos nada. Lo demás ya lo sabe: una cosa llevó a la otra, que yo no quería, es que me dio tanta rabia, le di con la misma botella que acababa de comprar, aún me acuerdo, Moët rosado. ¡Qué clase!, pensé yo, en la caja, antes de que bajáramos al cuartito, y luego va y era un capullo, un gilipollas, el tío. Sí, ya le he dicho, nadie es perfecto. A veces hasta yo me equivoco.

¿Cómo dice? Sí, el cuartito está al lado de donde preparan la carne. No, no crea que me costó tanto, que yo también echo una mano cuando hay que descargar palets, y piezas de ternera y costillares, de todo. ¿La ropa? Me la llevé, sí, aún la tengo en casa, planchada, en el armario. No sé, no sabía qué hacer con ella. Y él... él por ahí, desperdigado en las bandejas de carne picada, de hamburguesas, mezclado con carne de cerdo y ternera. No, con el pollo no, seguro, se hubiera notado. Soy cajera, no tonta ¿lo ve?
Se lo irían llevando, poco a poco, de la zona refrigerada. Quién sabe, cualquiera, todo el barrio, del expositor, justo al lado de los quesos franceses, claro. Pero todo eso ya lo sabe ¿no?
Sí, firmo, lo que usted diga, jefe.

¿Aquí? ¿Aquí también? 

¿Cuántos hijos dice que tiene?  


viernes, 9 de marzo de 2012

LA MAQUINA



Cuando empezaron a construir La Máquina no sabían si, finalmente, funcionaría. Al principio se plantearon muchas dudas, las habituales controversias, los debates. Cuando El Problema se planteó en toda su majestad ya no hubo tiempo para los matices, para las digresiones o la complejidad, surgió, inevitable, la dicotomía. Algunos apoyaron decididamente La Resignación, pero la mayoría se decidió por El Futuro e, inmediatamente, empezó la construcción de La Máquina. Se convocaron expertos de todo el mundo. Hubo reuniones, convocatorias, conferencias de prensa. Algunos de esos expertos era la primera vez que mostraban su rostro al público. La gente tuvo la certeza de que el asunto era grave cuando hubo que destapar hasta los mejor guardados secretos. No habría otra oportunidad, si es que ésta lo era. Esto es lo que nos cuentan, al menos. Corríjame si me equivoco.

Pertenezco a la decimotercera generación de Constructores, aunque eso lo puede consultar fácilmente en los archivos. Desde su Génesis, La Máquina parece haber ido cambiando su configuración y su propósito conforme El Problema parecía, a su vez, adoptar distintos matices y dimensiones. La Máquina va formándose de acuerdo a los grados y las diferentes formas de amenaza y sutil inteligencia que manifiesta El Problema. Nadie, al menos ninguno de entre nosotros, recuerda muy bien ya dónde apareció El Problema, ni cuál fue su atribución, su forma inicial. Algunos hablan de amenazas para la salud, para el medio ambiente, para las culturas locales e, incluso, de la propia organización humana. Pero sólo los menos creyentes de nosotros pueden aceptar que, en algún momento, El Problema tuvo una dimensión suficientemente pequeña para que los hombres pudiéramos manejarlo sin ayuda de La Máquina. Ella, como de sobra conoce, representa ya nuestra única esperanza y sólo desde ella conseguiremos liberarnos de El Problema, algún día.

Como para todos los Constructores, el trabajo absorbe prácticamente todas las horas del día que paso despierto. Algunos compañeros que ocasionalmente parecen tener comportamientos ligeramente anómalos, cuentan que, en algún lugar, fuera de aquí, o quizá se refieren al pasado, o a algún otro Entorno, existen ritmos alternos de luz y oscuridad que rigen la actividad de los hombres y/o la jornada laboral. Un concepto, por lo menos, extraño. No se ría de mí si en alguna ocasión le he otorgado RT, como decían antes, a estos rumores. Supongo que eso forma parte de las estrategias o de la propia esencia de El Problema, porque no consigo imaginar por qué puede ser útil adaptarse a la oscuridad o prescindir de la visibilidad continua que tenemos en nuestro Entorno. Oscuridad ¿para hacer qué? ¿durante cuánto tiempo? No tiene ningún sentido. En nuestro Agregado se habla ya de niveles de eficiencia cercanos al 98%. Es cierto que, en ocasiones, surge un cierto sentimiento de incomodidad cuando somos realmente conscientes de que resulta probable que, en nuestra generación, tampoco podamos ver a La Máquina completamente operativa, acabada, ni a El Problema aniquilado. Surge la sospecha de que La Máquina es, en realidad, una forma de vida frente al problema, un continuo que a la vez permite y define nuestra existencia. Cuando esto sucede, cuando estos sentimientos negativos se apoderan de mi habitual entusiasmo, las pastillas de color malva que nos ofrecen –me imagino que a todos– con la comida siempre consiguen solucionar el malestar, esta especie de náusea.

Como todos pudimos advertir, en su último discurso de los Días Primos, Poder parecía bastante satisfecho de los avances durante el Periodo Noventa. En nuestro Agregado hemos conseguido un peso relativo cercano a los 2 puntos y, en todo el Entorno, la estimación se acerca a 3 puntos. Los Constructores trabajamos orgullosos y vemos cómo La Máquina es capaz de contener, a pesar de su imprescindible insuficiencia, la amenaza, El Problema –en ocasiones me cuesta nombrarlo sin sentirme atemorizado por su magnitud y sus posibles consecuencias– de una forma efectiva y sin apenas sobresaltos. Algunos de entre nosotros, sin embargo, en las comidas, o en las transiciones entre los módulos de trabajo, parecen adoptar una actitud poco entusiasta. Quizá precisen más dosis de los comprimidos de color malva. Algo no deben haber entendido bien ya que los éxitos se suceden Periodo tras Periodo y así es como ha sido siempre y como nos contaron las generaciones previas y ése es nuestro Único Propósito. Sólo el entusiasmo y la entrega en el trabajo pueden hacer que La Máquina contenga a El Problema y que, algún día, si ello es posible, lo venza. Así lo esperamos, así nos lo cuentan: ésa es nuestra visión.

Al hilo de estos ocasionales desfallecimientos que le comento, hoy, mientras intentaba concentrarme en las nanosoldaduras del módulo #44_56.0.34 el hombre que desde hace varias jornadas trabaja en la célula vecina, no ha parado de hablar. Ni siquiera estoy seguro de que se dirigiera a mi. No me miraba mientras lo hacía. No apartaba la mirada del módulo al que está consagrado. Pero no dejaba de hablar y hablar, sin pausa, con un tono neutro como algunas de esas canciones para la inducción somnica que nos recomiendan para los problemas de conciliación en los encuentros de uso habitacional del Entorno. En algunos momentos he creído entender que este hombre no confía en todo lo que Poder comunica, no sólo en el briefing que recibimos al despertar, cada jornada, o en los loops videoacústicos que se suceden en las dependencias-comedor, sino incluso en los discursos de los Días Primos. Ha utilizado conceptos que no comprendo del todo como “propaganda”, “alteración deliberada de la realidad” o “interdependencia”. Pronunciaba reiteradamente una palabra (o un nombre, parece referirse a alguien o a una idea de alguiien) que suena como “guébets” y que no he encontrado en los diccionarios de la Red de mi dispositivo. Quizá no sean términos permitidos en nuestro nivel de Constructores o no lo deletreo correctamente. En cualquier caso, se lo apunto tal como lo he oído por si supusiera una pista relevante.

Al final de la jornada, cuando he notado la vibración en el implante cervical que señala el momento del retiro al núcleo habitacional para el descanso –por cierto, aunque confío plenamente en la exactitud del sistema que lo gobierna, pero cada vez parece alargarse más la jornada de trabajo o acortarse los descansos– y después de cerrar el link con mi módulo y completar el ritual de despedida, he esperado en la confluencia de los módulos alfa y gabba-2 haciendo como si actualizara mi dispositivo móvil en la estación de bajas energías. Al poco, mi vecino de trabajo, el hombre que decía guébets, ha pasado por delante y he podido seguirle, perfectamente disimulado entre las decenas de Constructores que abandonábamos nuestros módulos y los que venían de refresco. A mitad del recorrido permitido –he empezado a oír el mensaje estándar de ofrecimiento potencial de ayuda para el itinerario hacia el descanso generado desde mi implante– el hombre se ha sentado en la sala recreativa Xanadú_66 del módulo gabba-2 en el rincón donde suelen quedar los #sudokas para relajarse en los tiempos de ocio estipulados. Eran seis hombres. Aunque parecían concentrados en los pasatiempos, se notaba fácilmente que, en realidad, mantenían una conversación sin levantar la mirada de la pantalla de plasma-retina. Me he colocado frente a la pantalla de los juegos vintage (no sólo por su cercanía a los sudokus, sino porque me gusta pensar que puedo coincidir con la partida de alguno de los Antepasados) pero he desconectado los auriculares, de forma que he podido escuchar la conversación completa.

Inicialmente comentaban aspectos de organización pero utilizaban nombres en clave numérica con alteraciones frecuentes y una especie de jerga que incluía términos como “células”, “repertorios de adscritos” y “movilización”. Uno de ellos, que se cubría todo el tiempo con la capucha de su sudadera, parecía muy nervioso y se negaba a aceptar la decisión de los demás de comenzar la “acción”. Insistía en que aceptaba que La Resignación y El Futuro eran “constructos tóxicos” (así se referían a muchas de nuestros Principios, Valores y Ámbitos) y que El Problema eran precisamente ellos, una especie de maquinaria de poder desconocida, un grupo heredero de los Expertos Primordiales, “una sombra dentro de otra sombra”, dijo otro de los #sudokas. Estuvieron debatiendo durante más de una hora. No pude escucharles más porque mi implante no dejaba de ordenarme el descanso y amenazarme con informar al Jefe de Módulo de mi alteración operativa, así que tuve que emplear los cinco minutos que me quedaban en correr hasta mi núcleo habitacional. Si quiere disponer de los detalles, los almacené todos en el dispositivo móvil. No le envío la grabación porque sé que ustedes pueden acceder a ella cuando quieran, si no lo han hecho ya.

Espero que esta descripción que le remito le sea de utilidad a la Autoridad Delegada competente para la interpretación de estos atípicos comportamientos. Cada vez es posible distinguir más de estos grupúsculos de extravagantes personajes. Como si con sus continuas dudas, con su disidencia, ayudaran en algo. Como si El Problema no fuera suficiente presión para todos nosotros. No parecen darse cuenta de que Poder ya ha pensado en otras alternativas, si las hubiera, que La Máquina se adapta continuamente como un anticuerpo a su virus. Mi compañera de esparcimiento corporal –la que, por cierto, aprovecho para recordarle, no ha sido renovada en los últimos dos meses, tal como estipula mi nuevo estatus de Constructor de nivel 2.7– asegura que son efectos secundarios de los comprimidos de color malva. Yo, sin recibir noticias oficiales, no pienso abandonar su consumo, salvo que usted/es me respondan en sentido contrario. 

Aguardo cualquier instrucción por su parte y solicito que la anomalía en mi regreso al núcleo habitacional registrada por el implante sea catalogada como “en solidaridad al Poder” o bien, directamente, sobreseída. Como ustedes dicen, tan acertadamente, hice lo que había que hacer.


En el Periodo Noventa de La Máquina, línea temporal continua, Administración ##lo@25,
      Atentamente,
      Pat Brisbane, C 2.7., M #44_56.0.34




jueves, 1 de marzo de 2012

TOMA #




Día 1. Toma -1.

A pesar del trabajo extra que supone, he decidido llevar un diario de la grabación de nuestro disco. Omar, Fran, Betty y yo estamos muy ilusionados con las posibilidades de nuestros temas. Bueno, en realidad eran mis temas, si exceptuamos la letra de “Hombre-perro” de Omar, pero con las aportaciones de cada uno, las canciones van siendo de todos, del procomún, parte del proyecto, como nos gusta llamarlo. La idea es hacer de este diario un mapa de lo que va siendo este camino, una puesta en limpio de cómo se ha ido construyendo. Uno de esos documentos que los críticos luego leen como una joya, donde se encuentran todas las explicaciones, todos los detalles. A quién se le ocurrió ese arreglo, por qué no salió esa frase, finalmente. Un documento imprescindible. Esta tarde hemos repasado las guías de los temas. Fran está encantado con las posibles líneas de bajo de “Recorriendo océanos” y de “Plasma fresco”. Omar, con su habitual falta de contención verbal y un nuevo tic facial que me pone muy nervioso, me ha asegurado que atenuará sus frecuentes excesos de redobles y que entiende que lo que estaba bien para su grupo de hardcore o para nuestros posreriores directos hay que moderarlo en el estudio. Sin embargo se ha pasado media tarde aporreando la batería y nos hemos tenido que ir a la habitación de al lado para poder seguir hablando (y odiándole). Por cierto ¡el grupo sigue sin nombre!

Día 8. Toma 0.

Tras varios días recolectando el material — el padre de Fran ha sido muy amable y nos ha prestado los micros que tiene en casa de su antigua consulta de foniatría-logopedia — hemos cableado todo el estudio, calibrado la placa de sonido y formateado el PC para que el programa de grabación/edición corra mejor. He puesto un póster de los Kinks para que sus dioses nos protejan (y para picar un poco a Betty, que es más de los Who). He hecho copias de las letras y las armonías para todos. La alfombra recién traída de la lavandería y algunas fundas de mis viejos LPs de los 90 hacen el resto. He llenado la nevera de agua mineral Evian, la preferida de Brian Eno según el RollingStone de Abril. No podemos fallar.

Dia 12. Toma 4.

Omar sigue empeñado en destrozar la caja o las baquetas o las dos cosas a la vez. Le he dicho ya más de veinte veces que el tono de los temas no permite un ritmo tan machacón ni tan presente, que intente ser más medido, más jazzy, incluso. Me ha dado una conferencia sobre bateristas célebres, modos de pegar, parches y maderas más adecuadas; creo que el tic ahora lo tiene en el otro lado de la cara. Dice que la única forma de conseguir lo que quiero tendrá que ser en la edición de las tomas, que él no sabe o no puede o no quiere o las tres cosas, pero, por más que me pongo con los filtros y los cambios de parámetros en el editor no consigo que suene ni parecido a como lo había imaginado. Fran sigue empeñado en que cambie “amígdala” por “luciérnaga” en “Desechos el uno para el otro”. Dice que no importa que el estribillo diga “pretendo surfear/los impulsos que transitan/ tu luciérnaga cerebral” y que, total, las letras no las oye nadie y antes tampoco se entendía la frase. Betty no dice nada. Ha vuelto a emborracharse en mitad de la sesión de grabación (no ha aceptado lo del agua mineral ni siquiera cuando le he hablado de Eno) y se oye un eructo suyo hacia el final de “The last of the must” que no consigo hacer desaparecer de la pista ni con detergente. Otro delicioso día de grabación.

Dia 20. Toma 10.

Betty dice que nos podíamos llamar “The Nada”, Fran propone “Alex & Timia” y Omar insiste con “The Katatoniks”. A ninguno les gusta mi opción, y eso que tardé mucho en decidirme por “Lisístrata” en lugar de “Bart's worst idea” (que además es, creo, el mejor tema del disco, a pesar de que Fran diga que es “un petardo, pero, además, un petardo demasiado parecido a 'Love is in the air' y con un lamentable regusto final a 'Fernando' de ABBA”). Una vez más retomamos y dejamos abandonado el tema del nombre del grupo. Fran sigue dándole vueltas al bajo canción tras canción. Nunca parece satisfecho y de algunos temas hemos hecho más de diez tomas (y, trístemente, ninguna demasiado buena). Lo de Fran es la psicodelia sobre un lecho de Aerosmith, o sea y básicamente, imposible. Yo no hago más que ponerle discos de Belle & Sebastian y el tipo impasible, como si nada, como si no fuera con él. Mañana atacaré con algo más canónico, quizá con los mismos Beatles, pero creo que Fran padece una sordera pop-selectiva.

Dia 45. Toma n.

Esto no solamente es un infierno sino que estamos en uno de sus círculos más profundos y oscuros. Betty consigue sonar como una soprano borracha aunque no lo esté, lo que no ocurre la mayoría de las veces. Se ha disculpado por haber vomitado sobre la cubierta del disco de los Waterboys que me regaló Ana, mi primera novia. He aceptado las disculpas pero por mi mirada debe haber entendido que, por supuesto, no la perdonaré nunca. Hoy ha insistido en cantar desnuda, y, aunque la guitarra acústica le tapaba, parcialmente, el pubis, no he conseguido prestar atención a su afinación hasta la sexta toma. No hay que negar que la chica pone todo lo que tiene en el empeño, y que, de alguna forma, todo lo que tiene resulta excesivo. Y, por cierto, no es rubia. Para nada.

Día 56. Toma n + 30.

Omar ha decidido que tiene que grabar todas las baterías de nuevo. Yo no sé cómo decirle que he sustituído la mayoría de sus tomas por loops y ritmos que me he bajado de Internet. Incluso he metido un ritmillo con el teclado MIDI que queda de coña. He hecho como que me interesaba mucho la propuesta aunque he conseguido convencerlo de postponer las nuevas grabaciones de baterías hasta la semana que viene, si a Betty le dan el alta ya en el hospital y sus padres la dejan salir de casa. La verdad es que no me había dado ni cuenta de lo de las pastillas. Ni de la cocaína. Fran está muy preocupado por la gira después del disco, dice que Betty es muy inestable y que él podría hacer las voces si hiciera falta. Me ha hecho una demostración (sin desnudarse, gracias a Dios). Después de oír eso que Fran llama “falsete” he llamado inmediatamente a Betty y le he hecho que me prometa una rápida recuperación y me dé garantías de su profesionalidad y disposición a la rehabilitación total. Me he ofrecido incluso a pagarle alguna raya. Creo que cuando me ha dicho “que te jodan” sus padres debían estar presionándola. De algún modo.

Día 72. Toma 60.

Después de reponerme de mi crisis nerviosa cuando he visto que en mi último intento por acelerar la velocidad de proceso del PC he borrado los ficheros de grabación desde el día 20 en adelante (con lo que, prácticamente, me he quedado sólo con las bases rítmicas —¡Omar, dioses, qué golpes! — y las dos primeras tomas de la ¿voz? de Betty en “Lost for lust”) he decidido que la mayor parte de las guitarras, coros, vientos, ruidos eléctricos, sonidos de ambiente, efectos, entradas MIDI, filtros, samplers y todos los miles de arreglos que había grabado estaban, en realidad, de más. Me he convencido de que es una señal de los dioses del pop, y que sonamos mejor cuanto más simple y más desnudos (y no lo digo sólo por Betty, que también). He grabado de nuevo algunos de los riffs que recordaba (aunque eran tantos que creo que ahora algunos están en los temas que no estaban) y algunas camas de teclado para las subidas antes de los estribillos, sobre todo en “Bart's worst idea” y en “Desechos, etc.”. He llamado a Betty y me ha prometido que por la mañana estará bien y vendrá a grabar de nuevo los temas que he borrado. He decidido tomarme otro Orfidal antes de irme a la cama pero creo que me he confundido y me he tomado el antiparasitario del perro. La experiencia me ha servido para cambiar el puente de “Fuck them all at last, you, Cinderella” y queda mucho mejor, aunque el picor que tengo en las ingles no me va a dejar dormir. ¿Qué mierda le ponen a las cosas estas para chuchos?

Día 100. Toma indeterminada.

No veo el final. Ellos tampoco. Les digo que las canciones, como decía Valery de la poesía, no se terminan, se abandonan. Me dicen que soy un capullo y un redicho y que Valery nunca consiguió un Grammy. Ahí tienen razón. Omar ha descubierto los ritmos MIDI que he camuflado de nuevo en algunos, bueno, en la mayoría, de los temas, en un plano algo, bueno, ligeramente, está bien, quizá algo, no, muy, superior a sus baterías originales. Me ha dicho cosas con palabras que mi madre nunca conocerá y que no puedo repetir en este diario. Ahora tiene más tics, apenas hay músculo de su cara que no se mueva al hablar y creo que yo también empiezo a notar algo en mi párapado derecho. Cuando me ha mandado a la mierda después de amenazarme con diversos tipos de muerte lenta y dolorosa, he pensado que quizá, es posible, tal vez debería haberle consultado alguno de estos cambios antes. Luego he reflexionado sobre la responsabilidad del líder y esas cosas y se me ha pasado. Todo excepto el tic.

Día 120. Toma final.

Como sorpresa para el grupo he grabado un tema extra, un bonus-track en el que he construido todas las pistas, todas las voces, todos los instrumentos. Se llama “All is back again”. Se lo he presentado después de que oyeran las versiones, por fin, definitivas de todos los temas. Por resumir, “Bart's...” les ha parecido pretencioso, más glam que rock, pero menos glam que cursi sin más; “Desechos...” dice Betty que suena como si quisiera ser otra canción y no pudiera; De “Farmacias en guardia” les ha gustado, sobre todo, que no tenga estribillo (pero la verdad es que sí que tiene, así que no sé qué les ha gustado, realmente); en “The last of the must” me insisten en que pronuncie mejor “consistence” y “evanescence” (y me veo, sinceramente, incapaz: yo siempre he sido de francés ; sobre “Lost for lust” han guardado un, diría, luctuoso silencio (y se miraban); “[...]Cinderella” les parece insuficientemente distorsionada y no entienden lo del pizzicato de violines en el puente (ni por qué me rasco las ingles cuando la oigo). De “Hombre-perro” dicen que sería un gran tema si lo tocase otro grupo, lo que no va a ocurrir nunca; de “Plasma fresco” y “Recorriendo océanos” insisten en que son de esos temas para desechar (y avergonzarse de haberlos siquiera intentado). Y esos han sido los comentarios elogiosos. Cuando les he puesto “All is back again” me han dicho si se la quiero vender a Melendi o si es un regalo para el cumpleaños de mi abuelo o las dos cosas. Hoy ha sido uno de esos días en mi supergrupo. Otra vez.

Día D. Toma #

Lo de Betty se veía venir. Y en su nuevo grupo post-post-neo-punk la chica queda bien, para que nos vamos a engañar. Nunca pensé que se pudiera escupir así, tan seguido y estando borracha. Fran, en cambio, parecía bastante contento con sus bajos y sus aportaciones en las letras, así que su deserción me ha sorprendido más. En el mail que me ha escrito pone que lo deja “por razones de dignidad musical”. La verdad es que parecen palabras muy gruesas sólo porque en cinco de los doce temas llamara finalmente a mi sobrino que, entre nosotros, solucionó la papeleta mucho mejor y en apenas dos tomas. Pero lo que no entiendo, para nada, es lo de Omar. Además se ha llevado el ride y el crash porque dice que son suyos (a pesar de que quedamos, desde el principio, que todo lo que entraba en el estudio sería del grupo). Las baterías quedaron tal cual, quizá un poco menos elocuentes con el filtro y el compresor, una ayuda con Cubase por aquí y algún loop electrico discretamente entretejido. Pero, qué quiere, es lo que se lleva, ¿no? Bueno, ¿qué importa? Todos los grupos han pasado por estas fases. Y, algún día, el único rastro que quedará de éste (que nunca tuvo nombre) será mi diario. Lo que no sé cómo explicarles, si los vuelvo a ver, es que el disco duro se jodió definitivamente y se perdieron los archivos de las pistas originales. Espero que, por lo menos Betty tenga la copia en CD que le regalé el día de la fiesta de fin de grabación. Y que recuerde dónde la ha puesto, entre tanta cerveza y todos esos escupitajos.
           En el fondo, me importa un huevo. ¡Qué les den! Haré una gira en acústico. Yo sólo: “Groin's itch”, unplugged.
           Mola ¿no?



viernes, 24 de febrero de 2012

LAS POSIBILIDADES


Para HH (para todos ellos)



Desde aquí nada parece ser completamente real. Como si los asuntos que se tratan sucedieran en una dimensión diferente. Este es el lugar de la observación, el lugar de los informes, de los formularios, de la planificación, el reino del papel y de la tinta; un mundo perfecto, analítico, definitivamente ordenado y, como toda perfección, como todo intento de perfección, un mundo ficticio.
     La Organización: imponentes edificios, estatuas, recuerdos de los grandes discursos, placas conmemorativas, los lugares exactos donde alguien decidió cambiar la Historia, una vez más. Un complejo para la Letras Mayúsculas de la Diplomacia y la Alta Política construido con cristal, acero y cemento por los mejores arquitectos del momento; un foro romano puesto al día y sin los rastros –visibles, al menos– de la sangre de los cónsules caídos en desgracia. Un lugar para la negociación y la acción, un mundo de alfombras por las que se deslizan cientos, miles de hombres y mujeres llenos de ideas contradictorias y cambiantes y que suelen calzar zapatos de un cuero inmaculado.
     Por un dudoso y seguramente olvidado motivo, quizá sólo por la costumbre de acercar la naturaleza al cemento y así hacerlo más humano (como si el cemento no fuera definitivamente humano), los monumentales edificios donde sucede toda la acción –acción de papel– están rodeados, enmarcados, por macizos de flores, árboles, parterres, jardineras, arriates y pequeños estanques. Las plantas, las flores, tampoco son exactamente reales: seleccionadas por generaciones de exigentes jardineros, en busca de una especie de Punto Omega que nunca llega, que nunca se aparta de su propia naturaleza; flores, también, de ficción. Y ficciones que tienen un autor, un responsable.
      Ése soy yo.
     El último balance distribuido por el departamento de prensa cifra los rosales del jardín que rodea los edificios donde se alberga la Organización y su frenética y desordenada actividad, en unos 1.500, superados, muy de lejos, por los 30.000 bulbos de narciso. El listado alude también a las distintas especies de árboles, los paisajes dedicados, los setos perfectamente recortados (se agradece el adverbio, pero exageran: les aseguro que no es lo más difícil), la calidad del agua de los estanques, los espléndidos nenúfares e incluso se mencionan unos inexistentes peces de colores. Quizá alguien liberó en su día un presupuesto y debería haber peces aquí o tal vez pertenecen a ese ideal platónico que parece contagiar todo el entorno.
     Los funcionarios de la Organización pasean en su tiempo libre –en las tan mal llamadas horas muertas–, en esos momentos más o menos breves que suceden entre una reunión y la siguiente, entre un expediente y el próximo informe, por este jardín, por mi estimado y cuidado jardín, arropados por todas estas neuróticamente catalogadas plantas y muchas otras que no menciona el departamento de prensa (la verdad es que nunca me preguntan directamente: deben pensar que el jardín surge de forma espontanea, como el fruto necesario de una estricta y anónima planificación). El jardín ocupa sus buenas dos hectáreas, serpenteando en unos lugares y abriéndose en otros, a los pies (y a la sombra, eso no estuvo muy bien diseñado) de los grandes edificios. Intento cuidarlo con toda mi dedicación y profesionalidad. Algunos de los funcionarios me conocen o, al menos, me saludan por mi nombre. Eso sólo significa que son suficientemente antiguos (además de medianamente amables). Yo, en mi particular y excéntrico puesto, paso por ser uno de los funcionarios más estables en este singular complejo de edificios donde cada puerta tiene un acrónimo cuyo origen y función muchos ya no recuerdan con claridad. Tenemos el COPUOS, el PNUD (que incluye el UNV y el UNIFEM, por no mencionar el UNCDF), el UNFPA, etcétera.
     Hubo un tiempo en que todo esto me interesaba mucho, creo.
    Ahora vivo en la periferia, la cuido. Soy un experto de la periferia, un habitante de la Organización desaparecido en el suburbio, el fantasma de esta ópera de cantantes desafinados. Ahora tengo suficiente con mis hermosos y fragantes narcisos, particularmente estos 'Grand Soleil d'Or': estrellas amarillas de seis pétalos, con una simetría imposible. Esta primavera han vuelto a florecer elegantes y obstinados, ajenos a tantas corbatas, dossiers y conflictos confinados en portafolios. Sólo hay que acolchar bien la tierra alrededor de sus frágiles tallos para que, año tras año, sus bulbos vuelvan a florecer. No soportan el exceso de humedad, el terreno debe estar bien drenado. Unos centímetros más abajo de su tallo, los escombros de la obra original, los ladrillos machacados, los que no pudieron formar parte de la leyenda de los edificios principales, también hacen su papel: permiten que las raíces de los narcisos no se pudran, alivian el exceso de agua. Así los bulbos, con muy poca ayuda, viviendo sobre la ruina, sobre los desechos, sobre lo poco que les dejan, se multiplican. Cada primavera.

– ¿No se cansa?

     Me lo han preguntado demasiadas veces. Hoy se trata de un hombre joven vestido con un traje azul marino (demasiadas veces también es un traje azul marino), corbata desajustada. Se acaba de sentar en el banco, a la sombra de una acacia que se mece al ritmo de vals de la brisa que viene desde el río. Lo miro cuidadosamente porque su pregunta idiota me ha obligado a girarme y a abandonar la tarea.

– Para nada –respondo – Nunca. Usted lo sabría si alguna vez hubiera cultivado algo. La tierra es de las pocas cosas agradecidas en este mundo. Tú haces diez, ella devuelve cien, decía mi padre.
– ¿Cómo sabe que yo no...?
– La pregunta lo delata –me sincero–. A usted y a todos. Son ustedes demasiado parecidos unos a otros. Demasiado ocupados para agacharse y tocar la tierra con sus propias manos. Además se les caería, inmediatamente, la blackberry. Y eso siempre es un desastre ¿no?
– ¿A quién se refiere? – seguía el hombre azul marino mientras terminaba su sandwich
– A ustedes, los que gestionan las posibilidades. ¿Se dice así? ¿Gestionar?
– Ni idea. Además, usted también se equivoca: lo mio es un iPhone.

     Ellos también aparecen y desaparecen, como las plantas, primavera tras primavera. Parecen distintos pero provienen de un mismo lugar. Tienen la misma fragancia. Las mismas anónimas corbatas, las mismas ojeras. Creen que pueden cambiar el mundo, siempre están con eso, siempre traen entre manos un nuevo proyecto, otra gestión. No es que no les aprecie. Son como estos narcisos, demasiado parecidos unos a otros para tomarles cariño.

– Parece conocernos muy bien – siguió el hombre –. ¿Hace mucho que trabaja aquí?
– Desde el principio, podría decir. ¿Ve ese roble de allí? El tronco apenas tenía veinte centímetros cuando me contrataron. Ya existían estos bancos. Entonces no había, generalmente, tipos con sandwiches, eran tiempos más para una petaca de whisky. Tiempos duros. Muchas posibilidades. Muchas fueron reales.
– ¿Posibilidades? – el hombre no acababa de entender; ni yo de explicarme, desde luego.

      Pero yo sé que uno no debe ser demasiado claro si quiere sobrevivir en este jardín. Eso lo aprendí hace tiempo. Ellos hablan con sutilezas, insinúan lo que ni siquiera están seguros que se pueda decir. Dejan caer pistas, carnaza para ver si el otro, el oponente, porque siempre hay un oponente, deja salir ese fragmento de información con el que construirán más y más posibilidades: la posibilidad de otra hambruna, la posibilidad de un cambio de gobierno más o menos favorable, la posibilidad de una guerra. Elaborarán sus informes llenos de posibilidades, de escenarios, hojas de ruta, notas de prensa que se anticiparán a lo que aún no ha sucedido. El edificio entero supura pasta de papel mojado, la pasta densa y urticariante de la versión oficial, como las plantas lechosas cuando son cortadas, la savia de la Organización. Su sangre, mejor dicho.

– Ustedes siempre llevan entre manos la posibilidad de que algo suceda, de hacerlo suceder, algo siempre muy importante. Cuentan en cientos de miles, por lo menos – seguí, echando también algo de carnaza en el anzuelo; tenía curiosidad por averiguar lo que era esta vez.
– ¿Cientos de miles? No, mi departamento no maneja tanto dinero, se equivoca. Para nada.
– No, me refería a personas.
– Ya –balbuceó– Sí, ahí lleva razón. Son muchos, demasiados ¿Se imagina? Miles de personas a punto de empezar una guerra cuyos objetivos son unos miserables pozos de agua. Y, sólo un poco más abajo, gas natural. Aunque este último extremo lo ignoran, aún.
– Lo imagino, perfectamente. La sed es una fuerza poderosa –mis plantas también matarían por ella, si pudieran moverse, pensé.

     Así que las migajas del sandwich caerían otra vez sobre un informe completo, lleno de detalles y de mentiras, sobre la mejor estrategia, sobre los generales, sus debilidades, sus ambiciones, los políticos, las posibles salidas, las honrosas y las menos honrosas, las bajas estimadas. Las fluctuaciones en el precio del gas natural. La posición oficial levemente manchada de gotas de mayonesa y trazas de espinaca.

– Así que desde el principio –siguió el hombre, interrogándome: al parecer la guerra del agua o del gas podría esperar.
– Aproximadamente.
– Habrá visto mucho.
– Muchas flores, cada año las mismas, cada año diferentes – sí, lo reconozco, a veces me pongo demasiado ¿zen?, sí, como en una conversación-haiku; a estos tipos les sienta bien, les recuerda la decoración de su casa.
– Ya. Ahora el mundo es mucho más complejo. Ni se lo imagina.

     Ahí tenía razón. Los buenos tiempos, cuando todo estaba tan claro, quién era quién. Los comunistas a un lado, queriendo conquistar el mundo; occidente al otro lado, también queriendo conquistar el mundo. Comics de superhéroes o de supervillanos. Y el mundo desordenado, inasible, todavía hoy pendiente de ser conquistado. Pero siempre están ahí, la Organización, los despachos, los archivadores, la esgrima de la diplomacia, el superior arte de la transacción, la política de lo posible, la posibilidad de transigir con los hechos consumados. Si estas paredes hablaran, pensé, nadie las entendería.

– Es posible, todo es mucho más complejo. Usted es el experto. Yo sólo sé de plantas – confirmé.

     Sí, un jardín no es más que naturaleza acotada, predecible, humanizada. Un laboratorio de belleza, pero un laboratorio después de todo. Acacias, plátanos de sombra, robles palustres, todo perfectamente planificado, durante años. Un orden que nos ayuda a disculparnos. Un reflejo perfecto donde inspirarnos, donde perdonarnos. Lo veía cada día. Ahora era este hombre disfrazado de experto. Probablemente hasta él mismo creía en su disfraz. Como mis bulbos, con unas flores que son sólo una excusa, decoración, casi una burla. Otras veces eran tipos angustiados por amenazas de insurrección, sequías, epidemias, genocidios más o menos disimulables. Gente que se tragaba la realidad como este hombre se había tragado el sandwich, inexorablemente, sin otra salida, sin necesidad de que te sepa bien. En esta esquina, la realidad, con sus ochenta kilos de peso y sus cicatrices y sus deformidades; en la otra esquina, el jardín, peso pluma, con la improbable fortaleza de su levedad.

      Las posibilidades, al final, con su puño de acero.

     “Adelante, suba, acabe su informe: sólo será una guerra más. Usted no ha decido la sequía, ni el gobierno corrupto, ni las fronteras. Su departamento no dispone de fondos suficientes y, seguramente, no le cae bien al tipo que tienen que aprobar el programa. Usted, ustedes, nadie puede hacer mucho, ya sabe”, creo que le quise decir, pero estoy seguro que no le dije, mientras ahuecaba un poco más la tierra donde empezaba a verse aparecer una yema entre verde y blanquecina. La posibilidad de una flor, ahora mismo. En un par de semanas, me dije. El hombre se alejaba ajustándose la corbata y mirando el narciso que le había colocado en la solapa.

– ¿Y ustedes? ¿No se cansan? ¿No se cansan nunca? – le grité, pero el tipo ya estaba demasiado lejos.

     Yo sí. De eso hace ya demasiado tiempo. También tuve que contarlos por miles. También hacía mis inventarios, pero en ellos no había acacias, robles palustres, juncos. Casi he olvidado las iniciales de la puerta de aquel departamento pero aún no he olvidado algunas fotografías, los expedientes, las personas, tantas entrando y saliendo del despacho, la desesperanza, la burocracia, la lentitud. La injusticia. Ni siquiera cuando veo toda esta delicadeza, la perfección de los estambres, la sencillez de las hojas acintadas, su suavidad. Ni siquiera cuando el departamento de prensa me recuerda que son más de treinta mil.
     Los narcisos. Ahora son solo narcisos. Me repito.
     Como un mantra.

sábado, 18 de febrero de 2012

STATU QUO(TIDIANO)




Primero pasa siempre un Audi A3 gris oscuro. Creo que hace años este color se llamaba “gris marengo”, pero a los colores de los coches consiguen ponerles nombres cada vez más idiotas, así que ahora se llamará de cualquier otra forma, gris nubarrón, gris aburrimiento o gris cotidiano. Pero el caso es que el automóvil gris-lo-que-sea pasa puntualmente a las 7,20 AM y su rumor de ruedas deslizantes y frío lo anuncia, lo anticipa, superando la esquina de la casa que hay junto a la parada del autobús y que impide verlo llegar hasta que pasa ya por delante de nosotros. Su ruido suave, como un ronquido, me recuerda que la secuencia completa está aún por llegar. Pero sucederá, inexorablemente, toda ella, la misma secuencia, día tras día.

La mañana, antes del amanecer —estamos en Febrero— y junto a la parada del autobús, transcurre como una escena digna de aquella película, de “Atrapado en el tiempo”: un statuo quo infinitamente repetido, un ritual coreografiado por todos los que nos movemos al ritmo que marcan nuestros relojes, nuestros trabajos, al ritmo del blues de lo ordinario. Todo resulta civilizadamente previsible: primero el Audi A3 gris que acaba de pasar, luego llega el chico regordete, un estudiante camino del instituto que viste de forma crónica una sudadera blanca con capucha y unas Nike azul eléctrico, después el joven flaco y nervioso que vive apenas dos casas más allá de la parada y que siempre se ha olvidado algo: otra vez volverá a mirar si viene el autobús, comprobará la hora en su móvil, dudará si le da tiempo a volver a casa a por el objeto olvidado (nunca consigo averiguar qué es, quizá unas llaves, un cuaderno, decirle algo a su madre); no siempre lo hace, a veces sólo se queda mirando, inquieto, hacia su casa; probablemente tampoco puede permitirse perder el autobús a esta hora, como cualquiera de nosotros. Pero hoy ha vuelto a arriesgar: se ha ido corriendo y ha vuelto sonriente, satisfecho de no perder el autobús. Habrá cogido eso que siempre se le olvida, mejor dicho, eso de lo que siempre se acuerda un poco tarde. Y no es un riesgo pequeño: en caso de perderlo, de un mínimo error de cálculo, una demora en recoger lo que sea tan importante y el siguiente autobús pasará treinta minutos después (y eso, en nuestra civilizada rutina, ya es demasiado tarde, insosteniblemente tarde). 

Para él y para todos nosotros.

Después pasa un pequeño camión adaptado para la limpieza ciudadana, con cepillos bajo el parachoques delantero, un depósito de agua a la espalda, mangueras y unas alas móviles en todo el perímetro de su chasis que se agitan con el aire que produce al aspirar. Un automóvil extraño, mutante, muy ruidoso. Expulsa agua hacia el suelo que, al vaporizarse, crea una nube sobre el suelo que disimula sus ruedas hasta hacerlas prácticamente imperceptibles. Parece que flotara, a veces, en las mañanas más frías. 

Sólo un minuto más tarde suena el mecanismo eléctrico que abre la cancela de la antigua casa cuyo jardín vallado y todavía oscuro conforma la esquina y, gracias a ella, la pequeña plaza que sirve de parada al autobús. Al poco aparece el dueño, abre y cierra la verja, apresuradamente. Es un hombre de unos cincuenta años, de pelo cano y abundante, siempre el último en llegar hasta que completamos el grupo de cuatro hombres, como cada mañana. Saluda, como habitualmente, con un enérgico “buenos días”, al que sólo yo parezco responder. Lleva una bufanda mal colocada que apenas le abriga y carpetas y papeles que sostiene con dificultad en una mano. Nunca lleva una cartera que le ayude a trasportar todo eso. Parece un profesor o un abogado o quizá un médico y siempre sonríe mientras maneja sus papeles. Debe ser un profesor, sí.

Por último llega ella, la única mujer del grupo, que queda, por fin, completo. Un perfecto equilibrio cotidiano. Quedan exactamente dos minutos para que llegue nuestro autobús. La chica, unos veinte años, quizá menos, maneja un móvil que se acerca frecuentemente a su oído, el izquierdo, con la misma mano con la que lleva el bastón blanco y largo que ha traído haciéndolo oscilar, casi arrastrándolo, por el callejón que llega a la plaza. Nos dice hola y ahora sí que respondemos todos. Toda su cara sonríe excepto sus ojos que miran, como cada día, a ninguna parte. 

El ceremonial se completa cuando pasa frente a nosotros un veloz todoterreno rojo y, en sentido contrario, por nuestra misma acera, se acerca una mujer despeinada y ¿vestida? con una bata entre rosa y salmón —y yo me pregunto, como cada día, qué nombre le pondrían a ese color si fuera un coche y no una bata— paseando a dos pequeños yorkshires que pelean entre ellos por ver quién orina antes la siguiente farola. La chica ciega se guarda el móvil en el bolsillo y ya sabemos todos que el autobús está a punto de llegar. Al poco se oye el característico sonido entre neumático y de gasóleo y un leve chirrido del freno con el que evita un árbol que le dificulta el paso por la pequeña calle que desemboca en la plaza. 

Cuando el autobús abre la puerta, el chico nervioso y desmemoriado es siempre quien la ayuda a subir. Ella entra primero mientras los demás sacamos nuestros bonos y la calderilla. Nunca tropieza. Sonríe al conductor, que le responde por su nombre cuando saluda. Los otros cuatro la seguimos, el chico delgado siempre detrás de ella, cuidando de que no tropiece con ninguna otra persona, con una barra o un escalón. A veces parece que quiere guiarla y está a punto de tocar su hombro y dirigirla hacia un asiento vacío, pero finalmente no lo hace. Ella nunca duda y él nunca llega a tocarla. Los pasajeros ya sentados son los habituales, en los mismos asientos, las mismas posiciones de siempre. Supongo que en sus paradas sucede lo mismo que en la nuestra, apenas unos minutos antes. La mayoría ya manipulan sus gadgets, smartphones, reproductores de música o pequeñas radios portátiles. Algunos leen un libro convencional. Es todavía de noche y no hay posibilidad de entretenerse mucho con el paisaje semioculto por la oscuridad. Nadie nos mira al entrar. Saben que también somos los habituales de esta parada y que nos sentaremos, como siempre, en los asientos libres del pasillo, evitando levantarles, molestarles en su concentrado entretenimiento.

Todas las mañanas, su protocolo estricto: Como rellenar un formulario.

Sin embargo hoy, este frio día de Febrero, algo está a punto de decirnos, de mostrarnos, la diferencia. Cuando ya llegamos al centro de la ciudad y enfilamos la avenida que la cruza desde el sur, delante de nosotros, perfectamente visible en el gran escaparate que es la ventanilla delantera del autobús, sobre el cielo azul intenso inmediatamente antes del amanecer, una luna enorme y amarilla ocupa prácticamente todo el horizonte visible, todo el espacio entre las dos filas de edificios que delimitan la avenida. Por encima de los semáforos, un disco magnífico y cercano, mucho más cercano que nunca, inmenso, como debe ser esa luna de la cosecha, la que cantaba Neil Young, totalmente inesperada, innecesariamente espectacular y bella. Un adorno excesivo sólo para otro día más. Un derroche, inútil, mucho más allá de las pequeñas pantallas que iluminan con su luz idiota la cara de los pasajeros. Una maravilla, un cambio, que nadie va a apreciar.

Y es entonces cuando caigo en la cuenta, cuando una breve ráfaga, sutil, de aire me lo hace llegar, mientras la puerta se abre en la parada previa a la mía y el chico delgado y olvidadizo abandona el autobús y mira brevemente hacia la chica del bastón blanco que bajará dos o tres paradas más allá. Ella sonríe de nuevo. Sin mirar a ninguna parte, de nuevo. Ambos somos ciegos, cada uno a nuestra manera, aunque ahora yo, con mi cara de idiota, la misma de Bill Murray, probablemente, por fin me doy cuenta que ya sé, que creo que lo sé o que siempre debería haberlo sabido: lo que el chico delgado olvida y recuerda todas las mañanas antes de que ella acuda, tan puntual. 

Sí, perfume. Lavanda, creo.