domingo, 29 de noviembre de 2009

Supermaño Survivor (II): El Maestro Noh.



La Academia de Superhéroes no es negocio. El Maestro Noh tampoco pretendía hacerse rico pero, si la cosa continúa así, se impone una restricción de contenidos, ahorro, superausteridad. Desde luego, nada de pizarra electrónica este año. Si quieren ordenadores, que se traigan el de su casa. Y, además, es un no-negocio muy complejo: conocimientos de difícil transmisión, pedagogía poco sistematizada y, sobre todo, están los padres. Siempre ahí, vigilantes: los padres de los alumnos.


Noh echa de nuevo un vistazo a la Programación General Anual (PGA) de actividades. Hay que ver cómo se pusieron los padres de los superhéroes con lo de las excursiones previstas para este año. Pero no van a ir siempre a Venus, por mucho que a los chicos les gusten las playas de arena sulfúrica y los mares de helio. En Venus hace mucho calor, demasiado. Intolerable para Noh. Porque el Maestro tiene sus problemas. Como todos los de su estirpe, desde luego: para ser maestro de superhéroes hay que tener taras, defectos, limitaciones, secuelas de un pasado heroico, cicatrices que alimenten el mito, frustraciones que, una vez perfectamente sublimadas, se proyectarán en los superaprendices, los supercachorros. En general, según el patrón estándar, queda muy bien que los maestros sean ciegos o usen silla de ruedas o algún mecanismo protésico más sofisticado: manos mecánicas, ojos cibernéticos, caderas de titanio (esta es más común) o hipófisis de gominola… El problema de Noh es, por supuesto, único en su especie (no hay dos maestros iguales, no hay dos mitologías idénticas): Noh es incapaz de transpirar. Noh no suda. Nada. Nunca. Ni una gota.


Es por eso por lo que, por primera vez en diez años, no aparece la excursión a Venus en la PGA. Él prefiere los frescos atardeceres de Júpiter o, incluso, de alguna de sus lunas. Todo menos ir de nuevo a la playa de Helio, con todos esos descerebrados de sus superalumnos yendo de un lado para otro, sin control, peleando junto a las rocas, jugando al voley con la cabeza de La Masa o haciéndose ahogadillas como si fueran de preescolar. Hace dos años Titanwoman casi se asfixia en un cráter-jacuzzi que resultó ser la fumarola de un volcán de mercurio parcialmente latente. Desde entonces los compañeros la conocen como “La Mujer Termómetro”, pero los padres no acaban de comprender que la niña oscile de color (metálico) con la temperatura ambiente.


No, Venus no. De ninguna manera.


Pero los padres no entienden nada. Siempre están a la defensiva y, a la vez, exigiendo que sus hijos lleguen más alto, tengan más capacidad, brillen más que el del pupitre de al lado. Al principio, claro, les encanta que sus hijos sean “especiales”, que tengan poderes paranormales, que manejen armas láser o hagan viajes interestelares. Pero pasan los años, los niños crecen… y todo sigue igual. El Mal nunca desaparece, siempre hay algún Mega-Imbécil vendiendo bombas nucleares a países con líderes iluminados, contaminaciones masivas de mares y selvas o manejos artificiales de la economía de algún pequeño país para provocar la enésima hambruna, otra guerra, más crimen. Así que los superhéroes, en realidad, faltan muchos días a clase, atareados con las catástrofes del día a día. Son incapaces de progresar adecuadamente. Entretenidos por la realidad (una realidad monótonamente catastrófica) son incapaces de progresar en la teoría, en el análisis, las mínimas reglas. La mayoría son incapaces de comunicarse por telepatía sin faltas de ortografía. Un desastre. Bueno, todos excepto Supermaño Survivor, ese extraño tipo de Zaragoza, el de los calzoncillos vulgares y apretados, que parece que nunca tenga que acudir a ningún lugar lo suficientemente rápido, que ignora la llamada siempre angustiosa y urgente de la realidad, que permanece continuamente abstraído, ensismismado. Un adalid de la inacción, un prodigio del estatismo, el chaval.


Así que el Maestro Noh decidió hace ya tiempo adiestrar a Supermaño en las virtudes del Zen, convertir al aparentemente lento, probablemente despistado y seguramente sin futuro joven en un superhéroe con unas mínimas aptitudes. Hacer de su debilidad, virtud; de la impotencia (mental), superpoder.


Porque no pensar no debería ser un problema, y menos para un superhéroe, desde luego. No transpirar, piensa Noh, en cambio, sí lo es: el calor se acumula, el cerebro se recalienta, la orina hierve en la pelvis renal y en la vejiga. Mal asunto. Y no se puede intentar perder calor sacando la lengua e hiperventilando como los perros. No estaría bien visto. Los superhéroes pueden ser muy raros (pensemos en Spiderman, sin ir más lejos, con toda esa sustancia pegajosa derramándose por las manos continuamente, como un adolescente crónico), pero tienen su ortodoxia. Así que la única solución para Noh es recocerse, escaldarse, convertirse en un profesor estofado. La gente cree que es una de sus armas, como Johnny Storm, el hombre-antorcha de los 4 fantásticos, ese cuya foto (quemada, claro) cuelga en el Aula de Apoyo. Para nada es un arma: es un problema siempre candente y sin solución. Sin embargo, para Supermaño todavía existe una posibilidad pedagógica: seguir profundizando en la estulticia y en la inacción hasta que los conceptos, la razón, el pensamiento analítico, toda esa mierda inservible, quede erradicada y surja la prajna, la sabiduría intuitiva, la iluminación definitiva: Supermaño Supersatori.


Aunque cuando Noh recuerda la cara de Supermaño en el seminario de “Comunicación Subsónica” cae nuevamente en la melancolía y el desaliento y siente que su frente, si no estuviera recubierta de esa piel defectuosa y siempre seca, probablemente sudaría. Tal vez incluso tinta. Como un suiboku.



Como dijo Soyen Shaku, reflexiona Noh, “mi corazón arde como el fuego pero mis ojos están tan frios como cenizas muertas”, así que ya se pueden poner los padres como quieran, pero no vamos a Venus ni de coña. Esta PGA va a misa.

Pura prajna, Faltaría más.


[continuará...]

martes, 24 de noviembre de 2009

Supermaño Survivor (I): Sobrevivir al zen (tido común).


Supermaño Survivor se ajusta sus Superzillos como cada mañana: con dificultad. Los Superzillos de Supermaño son, por supuesto, del Carrefour. Supermaño ignora que “Carrefour” quiere decir, en francés, “encrucijada”. Y, aunque nadie querría tener una encrucijada en sus calzoncillos, Supermaño ignora ésa y muchas cosas más. No importa, pocos superhéroes hablan francés y ninguno es sensible a las metáforas.

Supermaño lee la prensa, durante el desayuno. Le cuesta identificar algún problema concreto donde emplear hoy sus superpoderes. La tarea es ingente y la vida (incluso la del Superhéroe que ignora a Hipócrates) breve. ¿Clasificarlos por temas? No, mejor por orden alfabético: Terremotos, tifones, tragedias, tsunamis… Nada que le motive, nada suficientemente heroico: hoy solo le inspiran los anuncios por palabras de señoritas que ofrecen masajes y, paradójicamente, pocas palabras.

Pero aún no hemos hablado de los Superpoderes de Supermaño Survivor. Ni de su Origen. Explicar el Origen de un superhéroe es siempre un asunto necesario. El Origen de un superhéroe no suele ser congénito. Hay pocos superhéroes de nacimiento. Lo suyo (pronto abordaremos qué es “lo suyo”), como lo de tantos otros, es fundamentalmente adquirido, sobrevenido, epifánico. El Origen explica al superhéroe, lo justifica. El Origen es lo que lo redime de su insólita violencia, lo que le da su especificidad, su estigma. Lo que justifica, también, la Oscuridad (la Oscuridad siempre acompaña, de algún modo, al Superhéroe). Pero el Origen de los superhéroes no se suele explicar en el primer capítulo. Y Supermaño Survivor es un superhéroe ortodoxo, así que no hablaremos, hoy, de sus orígenes. Será en otro momento, lo siento.

Hoy hablaremos de superpoderes, de superestilos, de superdefiniciones: Supermaño Survivor es un superhéroe Zen.

Supermaño Survivor se dedica básicamente a la meditación en posición de Superloto siempre que las condiciones son favorables: Supermaño cruza en doble lazo una pierna sobre la otra, de forma que su pie derecho acaba saliendo, de nuevo, por la derecha y el izquierdo, otra vez, por la izquierda. Cualquiera podría decir que Supermaño Survivor se ha hecho un lío, que tiene un nudo entre las piernas (de ahí el Superzillo de Carrefour/Encrucijada).¿Es un lío? ¿Es un nudo? No, es la posición de Superloto, es Supermaño Survivor.

El principal superpoder de Supermaño Survivor es, por tanto, la meditación, el silencio, el desapego. No confundir con lo que una mirada superficial a la actividad favorita de nuestro Superhéroe podría llevarnos, erróneamente: tendencia al sueño, cierto grado de estulticia o simple vagancia. Tampoco, literalmente, con introspección. Supermaño Survivor no se busca a sí mismo: no encontraría apenas nada. Supemaño, cada mañana, tras leer el periódico lleno de malas noticias y no encontrar misión (nunca la encuentra), simplemente, medita.

Hoy Supermaño, en la meditación matutina, se entrega a desentrañar un nuevo koan: su Maestro Superzen se lo dejó caer, ayer, con el boletín de las notas del último trimestre. Supermaño, por cierto, está muy descontento con el Insuficiente en Visión de Rayos X (tres créditos). El problema es que Supermaño ve a través de los objetos por Resonancia Magnética, no por Rayos X, y es, por tanto, más lento. No es justo: la Supervisión quedará acumulada para Septiembre, junto a “Primeros Superauxilios, tercera parte”. Entre supermaldiciones y alguna discreta lágrima verde como la kryptonita (supermetáfora para “legaña”), Supermaño lee de nuevo el koan, al pie del boletín. El koan que el Maestro ha escrito justo después de “Debe mejorar la actitud con los supercompañeros” dice así:

“La Luna no puede ser robada”.

Extrañas coincidencias. Precisamente hoy Supermaño Survivor ha leído en la prensa que han encontrado agua en la Luna. Al lado, una noticia sobre la sequía de este otoño, ilustrada con la foto del Ayuntamiento de Murcia, donde se lee siempre lo mismo, como una pancarta-mantra: “Agua Para Todos”.

Supermaño medita. Se oye un cierto ruido alrededor de su cabeza. Es por la resonancia magnética: se le olvidó desconectarla. Supermaño deduce, clasifica, integra, verifica, descarta, computa y analiza. Finalmente (o quizá todo el rato) recuerda el último episodio de Los Soprano, con el que se durmió anoche.

Supermaño ve iluminarse (lo ve como en luces de neon, o quizá como escrito con espumillón dorado —¿qué le habrán puesto a los supercereales del desayuno?—) la respuesta al koan:

—“¿Quién lo dice, capullo?”

Supermaño Survivor: poder de supervivencia Zen.

(continuará…)

viernes, 20 de noviembre de 2009

Cosas (supuestamente) divertidas (X y fin): Volar


Dirigido perfectamente por ultrasonidos.


Imagina volar emitiendo un grito que solo tú oyes, registrando cada eco, cada cambio de frecuencia. Matices, tonos, las hojas de un árbol convertidas en arpegios, gotas de lluvia que empiezan a caer como semicorcheas.


Imagina volar cuando la velocidad es, en realidad, música: volar guiado por una melodía, una canción que cada noche será diferente.


Sí, los murciélagos ocupamos un lugar aparte, un nicho propio, exclusivo en la escala animal: los únicos mamíferos voladores.


Las aves nos envidian: la mayoría duermen, ateridas por el frío de la noche, mientras nosotros navegamos por el cielo oscuro y nuestros depredadores apenas pueden vernos. Salimos en el preciso instante en que los insectos son un festín, al atardecer. Ellos buscan sangre fresca —en realidad, son ellos los vampiros— y nos encuentran, hambrientos de su sangre de segunda mano. A nuestra espalda, los búhos y las lechuzas abren esos ojos llenos de noche y persiguen nuestra agilidad con su cuello de 360 torpes grados. A veces caemos en sus garras cuando nos despista un raro acorde al rebotar, un Fa tristemente menor que nos distrae o un Si bemol que no presagia nada bueno.


Pensáis que somos feos, muy feos. Los humanos tenéis esa especie de extraño racismo animal: os enamoráis del cachorro —incontinente— de un perro e inmediatamente después pisáis con extrema crueldad una inofensiva araña de jardín; enjauláis a canarios y jilgueros vagos que os entretienen con su canto subvencionado y exhibicionista y a nosotros ni siquiera nos intentáis oír. Sois incapaces.


Nos rehuís, nos insultáis con estúpidos calificativos. Nos suponemos muy desagradables para vosotros. No importa: no somos —del todo— ciegos, a pesar del nombre con que creéis conocernos: mus caecus. Podemos distinguir perfectamente nuestra belleza. Y vuestros torpes y terrestres movimientos. Vemos, demasiado alto, haciendo demasiado ruido, todas esas máquinas con las que creéis volar, aunque sabéis que, realmente, no lo hacéis.


Lo mejor de vuestro mundo sucede, como nosotros, por la noche: aparecen esos sueños llenos de anhelos de vuelos auténticos, de deseo y de impotencia. Salen de vuestras habitaciones, de vuestras casas, produciendo extraños sonidos al rebotar con las paredes.


Y nosotros tenemos este oído perfecto, capaz de descifrar vuestros sueños confusos, todos esos gritos desordenados.


Anoche tropecé con el eco del sueño de un niño que, sobre su cama , sobrevolaba la ciudad. Su cama soñada crujía al doblarse en los picados, cuando viraba entre los árboles de los parques. Asustaba a los cisnes, que le graznaban violentamente (los cisnes, siempre de tan mal humor ¿por qué os gustan tanto?).


Los sueños de los niños producen sonidos perfectamente audibles, si uno se fija lo suficiente. Reconstruyo, cuando vuelo, las formas que tienen esos ecos y, debo reconocerlo, a veces resultan originales, estimulantes. De niños parece que, realmente, podríais conseguirlo. Volar. O cualquier otra cosa.


De niños producís bellos sonidos, al soñar.


Sin embargo, cuando crecéis parecéis muy diferentes: los sueños de los humanos adultos generalmente están contaminados de ruido de fondo, de sonoros rencores. Siempre los oigo desafinados, discordantes. Resulta difícil darles forma, aparecen incompletos, llenos de sombras indescifrables, de vagas alusiones y siempre con ese sonido desagradable. Quizá signifique dolor. O aburrimiento. También oigo mucha nostalgia (tonos menores). En cualquier caso, mis expectativas sobre vuestra capacidad al crecer siempre quedan frustradas: vuestros sueños adultos son mucho menos interesantes. Si puedo evitarlos, no suelo volar entre ellos.


Así que esta noche saldré de nuevo, aún hace calor, esperaré unos días más antes de hibernar. Volaré primero en busca de mosquitos, polillas y frutas de otoño en los arbustos y, cuando esté satisfecho, planearé y me abatiré entre sueños infantiles y, con mi grito inaudible, borraré monstruos, daré color a los paisajes, destruiré sustos y espantos, alejaré pesadillas, mejoraré el perfil mal dibujado de un abuelo, ese que espera volver a ver, en el cielo, le dijo mamá, el cielo que yo reconstruiré, ágil y nervioso, buscando ecos perdidos, sonidos que permanecen tantos años rebotando entre las paredes de vuestras casas. Sonidos que, muchas veces, ya no tienen dueño.


Imagina volar entre esa magnífica música de los primeros sueños.


Y ahora sigue pensando que somos nosotros los feos, los raros.



Y que podrás, alguna vez, volar.



martes, 17 de noviembre de 2009

Cosas (supuestamente) divertidas (IX): Poesía


¿Sí?


Correcto. El micro capta señal.


Bien, ésta probablemente será la última grabación. Todo indica que he sido identificada por paramilitares de la Fundación. Imagino que me siguen desde hace meses. Y ahora están muy cerca: los puedo casi oír, agazapados en los silencios que suceden entre cada una de mis palabras.


OK, transmitiendo a servidor seguro. Ambas IPs camufladas y mutando en doble ciclo.


Comienzo:


Formulario B#56//CX-alfa. Código: Borges. Agente: Haidar (Avatar: Serena)


Hoy, 14 de noviembre de 2009, he completado la octava acción prevista en el ciclo de ataques neoterroristas contra los Muros de la Infamia (2ª oleada), operación autorizada en la reunión de la Célula Alfa del pasado enero con el Código “Borges”.


Camuflada de periodista estadounidense y con documentación alternativa de embajadora de paz de la ONU bajo el avatar Julianne Moore —[comentario] es cierto que me parezco un poco, pero es la primera vez que me tengo que teñir de pelirroja, así que a la vuelta: M. ¡te las verás conmigo! [cierro comentario]— conseguí acercarme a diversas áreas del terraplén vigilado por las tropas marroquíes y semiesconder con mi habitual pericia los fragmentos previstos (y autorizados) de los poemas, en este caso de Bahía Mahmud Awah, entre las alambradas y los postes de control de las zonas más vigiladas. Incluso me permití deslizar algunos versos en los bolsillos de las guerreras de algún centinela —[comentario] los cursos que organizasteis con los carteristas, además de divertidos han sido de lo más útiles [cierro comentario]— con el objeto de conseguir generar la máxima viralidad entre los soldados marroquíes.


La monitorización de la capacidad mémica de los fragmentos de los poemas que van siendo encontrados por los soldados mediante nuestros agentes infiltrados en los cuarteles ha otorgado la máxima infectividad a los siguientes versos “Me siguen llegando tus cartas de amor / que escribes/ desde Galb El Haulia / cartas en las que cuentas que la vida / se reanuda tras las pasadas lluvias” ex aequo con “Voy huyendo de los que no creen / en el día / que nacerá mañana”.


Espero que el análisis de los informes que envían muestros agentes sobre las primeras consecuencias os parezca positivo: se han detectado al menos tres deserciones entre los guardas y hemos captado dos nuevos colaboradores fiables para el tránsito ilegal (ilegal en perspectiva convencional, es decir, la suya) de saharauis a través del muro (o gaps como le gusta denominarles a K.). Y, sí, ya sé que son unos 120.000 soldados y que 5 es un número bastante pobre, en proporción. Pero aún no se han inventado los versos de desprogramación masiva.


Como nota al margen y a beneficio de futuras acciones, en mi visita he podido ver que prácticamente todo el entrenamiento con el que se adiestra a los soldados interpuestos entre Marruecos y los Campos Saharauis es visual (vídeosimulaciones, videojuegos de combate y realidad virtual) así como que no existe ningún tipo de política cultural activa desde el mando, por lo que es posible que, muy pronto, los soldados dejen, incluso, de leer y nuestras acciones escritas devengan en absolutamente inútiles (si es que no lo son ya, a pesar de nuestro inicial entusiasmo) [comentario] propongo aumentar recursos en el futuro para las inserciones subliminales en canciones, ya que muchos soldados parecen utilizar reproductores musicales individuales en sus horas de ocio [cerrar comentario].


Con esta acción, como sabéis, cierro el ciclo de los Grandes Muros (y son 3500 kilómetros de sabotaje solo para esta solitaria y exhausta agente) con el escaso éxito que ya todos preveíamos. Quizá lo de Berlín, en el 89, nos motivó excesivamente o tal vez sea solo falta de paciencia, pero no parece que vayamos a lograr que caigan muchos más muros de los que se erigen.


En el horizonte, como dijo J. en aquella otra reunión en París, se avista una multiplicación de repúblicas con patios traseros, de millones de personas atrapadas del otro lado, de campos vallados y poblaciones opulentas magníficamente estabuladas.


Aún llevo en el bolsillo aquel otro fragmento del poema de Mahmud Darwish escrito de mi propia mano y que no pude escamotear convenientemente en mi anterior misión en las escasas grietas del muro de Gaza: “He soñado que el corazón de la tierra era mayor / que su mapa / y más claro que sus espejos / y mi cadalso”. Yo soñé entonces —soñé despierta— que un solado israelí decoraba con esas palabras (que salían de un spray azul de acrílico) parte del muro y que sus propios mandos las bombardeaban, hartos de borrarlas un día tras otro y de que otra vez se reprodujeran, abriendo con sus obuses y sin querer (si eso fuera posible) esa enorme frontera: la que han levantado mucho más al sur de lo que llega su estupidez.


Por cierto, no sé nada de J. desde que acudió a su misión en Padua ¿De quién eran sus versos-arma? ¿De Pavese? ¿Puedo proponer unos? Allá van: “Saldremos una mañana, / ya no tendremos casa, / saldremos a la calle; / nos abandonará el disgusto nocturno; / temblaremos de soledad”. Bueno, ya sé que yo no soy la encargada de la selección de nuestro armamento, pero os agradecería mucho que las considerarais. Aunque, como siempre, es posible que no sirvan de mucho.


Bueno, ya cierro. Oigo ruidos por todas partes. Quizá sea mi imaginación o puede que estén ya forzando realmente la puerta de este piso franco. ¿Sabemos ya quién está detrás de la Fundación? Aunque no importa tanto: siempre habrá alguien que tema a los neo-viro-terroristas o, al menos, a nuestros fagopoemas.


Y ya sabéis, como dice MJ Alvarado, “no hay alto el fuego para los poetas”.


Corto.



sábado, 14 de noviembre de 2009

Eddie el Rápido y el Deseo ó El color del dinero (II)

Eddie, veterano jugador de billar americano, está retirado. O no del todo. Está retirado en modo amargo. No es una renuncia bienvenida, añorada, feliz, con otro punto de mira. Una jubilación deseada en la que lo único que cambia es el objeto de deseo. Deja el trabajo y mira otra ilusión a la que consagrarse. Es una renuncia amarga. Y no es completa. Tampoco. Eddie decide seguir en activo de modo vicario. Por poderes. Como un jugador se hace entrenador. Ha elegido sucesor. Y lo ha hecho en la carne de un Tom Cruise joven, talentoso, entusiasta pero infantil. En apariencia quiere ser el padre que nunca fue. Esa es la motivación superficial. La motivación superficial casi nunca es la motivación verdadera. Quiere prolongarse. Pero hay un gesto de amor definitivo en prolongarse a través de los hijos que implica una retirada de amor, un retranqueo silencioso. Un recogerse sutil como se recogen los toreros clásicos con el capote. Sin estridencias, sin Ruido. Desapareces suavemente. Cedes. Es difícil calcular el timing. Simplemente se sabe. Lo sabes. No es un saber racional, cognitivo. Es un saber tripero, visceral. Es un arte ceder el testigo al hijo pero seguir potente. Difícil para el padre. Imposible para el hijo, quien debe vérselas a la vez con el amor y el deseo parricida. Pasillo estrecho.

Eddie el Rápido no acaba de irse. No alarga el cordón y luego da el tijeretazo. No llega a darlo. Y si no llega a darlo es porque no quiere darlo. Porque, aunque él no lo sepa, no se quiere ir. Hay, por un lado, una rivalidad subterránea con Tom. Pero hay, ante todo, un deseo de seguir. Seguir. ¿Hasta cuándo se sigue? El límite de la muerte física no es siempre el límite. Alguno muere en vida mucho antes que eso, que lo otro.
Eddie se encorajina. Luchando contra Tom no es con Tom contra quien lucha. Tom es un señuelo. Aunque él no lo sepa. Eddie necesita un rival. No lo puede ver adentro. No es capaz de disociarse entre uno que quiere y otro que, también adentro suyo, busca las tablas para morir, como toro bueno, busca la quietud previa a extinguirse. La nube negra se lo come. Se lo va comiendo, lo roe, lo carcome, lo devora desde adentro. De ahí ese aire entre amargo y taciturno. Extrañamente, no coloca a ese Eddie muerto en Tom. Coloca al vivo en Tom. Esto le da el estribo necesario para subir, el trigger para disparar. El olor a competición son las sales olfatedas que lo devuelven al Punto. Como el Reflex para un deportista. Su vida ha sido una lucha, una partida. El cree que ha sido contra los miles de jugadores contra los que ha rivalizado. Pero no. La lucha siempre es contra uno. Contra una parte de uno que está ahí desde siempre y para siempre. Pero el cráneo es pequeño. Deja poca óptica, poco ángulo. No cabe una mesa de billar en un cráneo.

Cuando en esa escena maravillosa, final, Eddie exclama, contento, viril, “ I am back” (“Estoy de vuelta”, “He vuelto”), ¿adónde es que ha vuelto? Eddie ha vuelto a la vida vivida, al Deseo. Parece re-perfundirse entero. Puedes ver sangre roja, rezumante de oxígeno, recircular por su cuerpo. Gráficamente. La ves. Y aprendes que no hay que echar el tablacho antes de tiempo. La persiana nos la tienen que echar. El desalojo, el game over debe venir desde afuera. El cabalgar del deseo es la Razón. Los logros y los no logros son sólo lugares ficticios. Estaciones de paso. Gasolineras, los unos. Talleres de reparación, los otros. De las gasolineras se sale rápido. En los talleres, a veces, hay que permanecer más. Unos lucharán contra. Otros lucharán hacia. Otros simplemente lucharán.

Tal vez, Eddie el Rápido necesitaba ese periodo de barbecho, de obstrucción del Deseo. Yo estoy tan contento de ver a Eddie Fast de vuelta... Contemplar la ilusión circulando siempre es un gusto. Y una lección. Gracias, Rápido.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Cosas (supuestamente) divertidas (VIII): Colecciones


Los coleccionistas somos gente, en realidad, muy competitiva. Siempre buscando otra pieza más, otra rareza. Abriendo huecos que después hay que rellenar.

Entre nosotros los hay entregados a las disciplinas más clásicas: la numismática o la filatelia. Pero, aún formando parte —conceptualmente, ahora apenas salgo— de este dedicado club, me sigue costando admitir que alguien entregue sus tardes a dilucidar si esa peseta de 1952 es, realmente, una “flor de cuño” o si esa moneda de cobre de diez céntimos de la República tiene ahora más valor que el del propio metal. De la misma forma, me cuesta aceptar que se le dé importancia a un matasellado búlgaro por encima de uno, no sé, sueco o que, armado de su preciso odontómetro, el paciente filatélico clasifique el sello en función de —por supuesto y por qué no— su dentado.

Pero mucho más allá de las bien delimitadas fronteras de estas disciplinas, digamos, clásicas estamos los coleccionistas que podríamos denominar como francotiradores: los que suponemos que el motivo de nuestra colección es único, los que promovemos nuevas formas, abrimos sendas. Aunque, para la mayoría de nosotros, la adicción de cualquier otro colega coleccionista resulta completamente inexplicable. Yo, desde luego, tampoco comprendo las razones para acumular pequeños juguetes antiguos de latón, o dedales, o cucharas de plata con los escudos de las capitales de provincias, modelos (en genuino plástico chino) de muebles estilo Luis XV y, faltaría más, los dichosos buhos de la suerte. Y no es por la calidad de lo coleccionado: tampoco entiendo a los más ricos de entre nosotros, entregados a los coches de época (reales), a los huevos de Fabergé o a los libros de bibliófilo. El verdadero coleccionista es un descubridor, un conquistador de territorios. Alguien que ya subraya y anota al margen cuando los otros todavía no ven.

Yo colecciono apagones. Apagones eléctricos. Mi colección abarca todos los que han tenido lugar desde el Gran Apagón del Noreste del 9 de Noviembre de 1965, que dejó a unos 25 millones de personas sin electricidad durante unas 12 horas entre Canadá y Estados Unidos. Lo he considerado el Apagón Fundacional por la curiosa coincidencia… sí, una coincidencia, enseguida, paciencia… pero también por sus dimensiones y repercusión: fue motivo de un capítulo de “Embrujada” en el 66, se menciona en la canción Massachusetts de los Bee Gees y se recrea en una película injustamente olvidada.

Y luego, claro, está lo de mi padre.

No es fácil encontrarlos, apagones con valor para un coleccionista, para un experto. Para un degustador, me refiero. Algunos los he identificado por testimonios directos, otros en hemerotecas o en libros especializados. Ahora los persigo por Internet, desde luego. Después los clasifico por su importancia demográfica, económica, por su repercusión en la natalidad, por los brotes de violencia con la que se asocian, por las anécdotas. Me fascina su carácter básicamente imprevisible, la inmediata sensación de vulnerabilidad de los afectados o sus bizarras explicaciones a posteriori (siempre hay alguien que avistó, poco antes, un OVNI, que lo presintió asociado a un pequeño temblor o a una estrella fugaz…).

Me gusta pensar en los apagones como sucesos raros, una amenaza, un arcaísmo en nuestra era supertecnológica. Habitantes de otras épocas. Pequeños dioses que nos arrastran a sus zonas oscuras.

Zonas oscuras como recuerdos.

Porque, sí, por supuesto, me recuerdan tanto a mi padre. Aún puedo ver esa mirada ausente, después de cada ataque. Él insistía en llamarlo epilepsia, pero a mí lo que contaba me recordaba mucho a la sensación que teníamos los demás cuando se iba la luz en casa. Entonces sucedía a menudo. Y después de cada ataque, yo lo apuntaba todo en una libreta: duración, secuelas físicas, posibles desencadenantes, cambios de dosis o de medicación. Mi primera colección.

Y el primer hallazgo: cuando aprendí la clave, cuando pude jugar, por fin, a provocar sus convulsiones a mi voluntad, haciendo oscilar casi imperceptiblemente la luz del comedor o la de la lamparilla de la mesita de noche con los reóstatos del juego de ciencia que me regalaron en Navidad.

Ahora él ya no está. ¿Qué me movería a alterar las luces del salpicadero de su coche precisamente aquella tarde, el 9 de Noviembre de 1965? Sí, quizá sólo sea una coincidencia. Dos apagones simultáneos, como parpadear a la vez que quien te está (te estaba) mirando. Pero, claro, los coleccionistas, ¿lo he dicho ya?, siempre buscamos otra pieza más, otra rareza, huecos para rellenar Y, como esos narcotraficantes que contemplan su Van Gogh robado en la cámara acorazada —una visión grandiosa pero que nunca podrán compartir— ahora sólo yo puedo admirarme al repasar una y otra vez esa extraña casualidad. Aunque me consuela que él, desde dónde esté, estará orgulloso de mí, viéndome entregado a su verdadera esencia, a lo que lo hacía único.

A coleccionar apagones.

Como papá.

lunes, 9 de noviembre de 2009

INVARIABLEMENTE


La primera película que me sobrecogió fue "El desencanto".
Había visto películas antes. Algunas me habían dado miedo. Como "El fantasma de la ópera". Pero aquella me tocó de verdad. Yo era un niño. Mis padres vivían en una enorme casa de las de entonces en la que mientras ellos se iban a dormir atravesando el salón yo recorría el camino inverso, en paralelo, a través de un pasillo en dirección a la tele. Había visto el anuncio y algo en mí me decía que no debía perderme aquello.
Aquella familia, los Panero, me enseñaron que yo no estaba solo. Que una familia podía estar igual o peor que la mía. La madre se llamaba Felicidad. Estaba invariablemente distante, presente en el sentido de que estaba allí pero en su propia galaxia, respirando su propia colonia por así decir. Seduciendo activa e invariablemente a todos y cada uno de los hermanos. A turnos, que vuelve más loco. El padre, el Poeta, con el que no paraban de meterse en toda la película, el Poeta del régimen, Astorga Profunda, ya había muerto. supongo que por eso, en parte, se aligeraban de los intestinos contra el colega.
Los hermanos eran tres. Tres eran tres. Leopoldo María, amanerado, extraño, decididamente loco, invariablemente delirante llamaba a su padre "El Gran Conejo Blanco". Ya había estado encerrado en el manicomio de Mondragón, en Guipuzcoa. Todavía no había catado los manicomios canarios, en los que todavía reside. Siempre deliró de envenenamiento, es fácil entender por qué. Leopoldo María formó parte de los "Nueve Novísimos", una muy selecta generación de poetas nacidos alrededor de los 40, junto a Pere Gimferrer o José María Alvarez. Alvarez me contó que se juntaron todos, a instancias de El País veinte años después, y que: "Bill, no lo vas a creer, uno de ellos llevaba...¿cómo se llama?... ¡Chándal!".
Juan Luis era el hermano mayor. Me cayó mal desde el principio. Un fanfarrón colérico, un sanguíneo de los de Hipócrates, que presumía de tener la pluma con la que Scott Fitzgerald escribió "El gran Gatsby" o algo así. en ningún momento de las dos pelis llegaron a conseguir juntar a Juan Luis con ninguno de los otros dos hermanos que sin embargo sí se juntaban entre sí a tramos.
Pero mi debilidad fue siempre Michi, el pequeño. Lo reencontré en el viejo Diario 16. Hacía una de esas columnas sobre la televisión que nunca hablan de la televisión, como también hiciera Haro Tecqlen, pero sin una fijación glue al Comunismo. En cualquier caso, qué género tan maravilloso éste, en este triste país. Comentaristas de la Tele tan cultos que nunca hablan de la Tele. Directores de periódicos que no los cesaban. Michi a veces empezaba diciendo algo de la tele. Pero recuerdo una época que tuvo rota la antena meses. No noté ninguna diferencia. Seguía siendo delicioso. Yo recortaba sus columnas. A veces le atizaba a una de las hermanas de Angela Molina, con la que había estado casado, invariablemente infeliz. Nacho Vegas lo redescubrió hace poco y le dedica una bonita canción y un disco que se llaman: "El hombre que casi conoció a Michi Panero". Ray Loriga también declinó entrevistar a Bukowski cuando tenía el pasaje a Los Angeles en la mano. Michi tenía una frase legendaria: "En esta vida se puede ser de todo menos un coñazo". Michi llevó eso hasta el extremo. Murió hace poquitos, pero demasiados años para mí, en la vieja casa de Astorga en la que se rodó "El desencanto", una casa con todas las incomodidades. Con todas las incomodidades pero con una perrita. Cuando veinte años después de la primera, de "El desencanto" rodaron, y vi, "Después de tantos años", no lo podía creer.
Benjamín dice que él nunca ha estado solo porque existe Bob Dylan, en uno de esos maravillosos poemas tan suyos, tan Prado. Durante muchos años, esta familia Panero me acompañaba a través de los erráticos pasos de la mía, invariablemente extraños todos. Estupefactos pero interesados. Al acecho.


domingo, 8 de noviembre de 2009

EN EL INICIO FUE UN TRUENO.


Como un trueno.
 Así sacaba al billar Eddie Fast, Eddie el Rápido, encarnado por Paul Newman en El color del dinero, de Martin Scorsese. Es la segunda parte de El Buscavidas. Hay algo crepuscular, algo que deja boquiabierto en las películas que son segundas partes de primeras partes y que se ruedan cerca de veinte años después. Dos ejemplos estremecedores más son Texasville tras La última película, ambas de Peter Bogdanovich y El Desencanto-Después de tantos años, la primera de Jaime Chávarri, la segunda de Ricardo Franco. Pero no es de segundas partes de lo que quería hablaros. Perdón, es esta estúpida cabeza asociativa que me va llevando de un placer a otro.
Como un trueno. Sonaban las bolas al chocar. Salían todas disparadas. Era un "cloc" rotundo, técnico, viril. Lo que me trajo esto a la cabeza fue los inicios de las novelas. Novelas que amamos. Autores que nos acompañan. Pensaba en la obra de Easton Ellis. Comenzaba su ópera prima así. "A la gente le da miedo mezclarse en las autopistas de Los Angeles". Comenzaba su obra más polémica, estúpidamente polémica, es un sueño, inspirándose en el Infierno del Dante: "Abandonad toda esperanza al atravesarme, está escrito en rojo sangre en las paredes del Chemichal Bank".
¿Cómo nos influyen la primera frase de una novela, de un cuento, de un relato? La frase sobre la autopista es desasosegante, inquietante, uno se coloca de inmediato en un coche en medio de esas autopistas angustiosas, llenas de peligros, oscuras y de finales inciertos, probablemente equivocados y potencialmente letales.
La frase del Chemichal Bank nos seca la garganta. ¿Quién de nosotros no ha entrado a un banco a pedir un préstamo, con frecuencia hipotecario? Uno queda engullido, devorado, atrapado, en deuda por décadas. El Chemichal Bank es un edificio bonito que forma parte del skyline neoyorquino. Yo lo vi desde el puente de Brooklyn. Aterido. Claro que no tenía que atravesarlo y abandonar toda esperanza. En cualquier caso fueron frases iniciáticas, no sólo iniciales, que dispararon en mí multitud de emociones y pensamientos. Poniendo en marcha, como un trueno, como una bola de billar blanca, unas otras bolas de colores que mientras recorren mi cableado neuronal irrigan de libido mi ávido cerebro. Sé muy bien que hay una bola negra circulando y que acabará por encontrar agujero. Mientras tanto, disfruto del recorrido de las bolas franjeadas, mirando atónito hacia donde me llevan.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Cosas (supuestamente) divertidas (VII): Dios.


Dios se aburre eternamente. Tanta energía omnisciente y ubicua no puede mantenerse expectante, sujeta (inmóvil) por las invisibles cadenas que le impone el libre albedrío humano –maldita la hora, piensa Él y, eternamente, sufre–. No puede permanecer solo esperando juzgar finalmente lo que los hombres hagan (lo que, precisamente por ser libres, no tienen más remedio que hacer), desorientados, hambrientos, solos, siempre solos. Pero vivos, cosa que El Eterno no puede decir de sí mismo. A Dios se le puede adjetivar, con las obvias limitaciones del lenguaje humano como necesario, o suficiente, causa primera, etc. Pero no se le puede denominar “vivo”, porque no admite su contrario. Por Dei-finición.


Así que supongamos que Dios se anima –adviertan la sutil paradoja– y decide intervenir, al menos ocasionalmente. Aunque se le atribuyen desde siempre los grandes desastres meteorológicos –tifones, terremotos, tormentas, a veces simples vendavales o cosechas devastadas–, estas performances deberían ocurrir, supongo, de un modo mucho menos obvio. Imaginemos que sólo se permite alguna leve incursión, un pequeño espacio, submicroscópico, desde luego indetectable.


Que nos saluda agazapado tras el bosón de Higgs o en algún lugar todavía más pequeño.


Al fin y al cabo, Él y algún filósofo presocrático saben que lo aún más pequeño es igualmente infinito. Supongamos que apenas se desliza, silencioso, entre nosotros, dejando caer un mínimo gesto, puede que solo desviando el curso necesario de la caída de la pluma de una gaviota, en medio del océano, bromeando con su Diseño Inteligente cuando está seguro de que nadie le mira: apenas una travesura de niño, que nadie (ningún humano) podrá malinterpretar como una alteración inexplicable de la ley de gravitación universal, como un designio, una señal.


Desde luego, lo que no podemos admitir, en modo alguno, es que genere esos milagros de los que nos hablaron, esas intervenciones tan aparatosas como horteras: no puede dedicarse a resucitar a alguien para después tener que someterlo al mismo e ingrato azar que lo (des)gobierna todo –y que Él se ha dedicado, tercamente, a producir masivamente– para que el resucitado muera eventualmente unos segundos (en tiempo cósmico) después, por la caída de una teja, por una mutación de un virus, por una placa de ateroma mal atada, fastidiando todo el espectáculo.


Así que, en realidad, o sea (me temo), desde mi punto de vista, tampoco exijan muchas pruebas, estamos hablando de Dios, sus manifestaciones deberían resultar absolutamente inapreciables y, por tanto, su presencia indemostrable: el silencio de Dios, ese problema teo(i)lógico, ya saben... ¿San Agustín?


Observar Su (Divina) Influencia en la Naturaleza o en aspectos concretos de la vida de los hombres resulta, por tanto, inútil. En realidad (perdón de nuevo, estamos hablando de Dios y la realidad es todo aquello que ocurre aunque no creamos, según Rodrigo Fresán) es posible tener más éxito si se le imagina en algún otro lugar, en el extranjero del extranjero.


Tal vez existan indicios de Dios en ese acorde de La séptima del Landslide de Fleetwood Mac, o en la maravillosa frase “entre dos nuncas” de Pepe Hierro (en su Cuaderno de Nueva York) o en el verso final “an’ we gazed upon the chimes of freedom flashing” de esa famosa canción de Dylan.


No sé.


Desde luego, de lo que estoy bastante seguro es de que Dios no está en la religión, ni en esos Cristos sangrientos que ya se (los) retiran, por fin, de las aulas ¡y en Italia!. Ni en las misas castrenses, ni en la yihad, ni siquiera en el trance de los Godspells o en el trance del Trance. Si existe algún indicio, tendrá que ser en otro lugar.


A los más incondicionales creyentes de entre nosotros, les recomiendo mejor intentarlo en alguna nota levemente desafinada de Billy Hollyday o en ese gesto que Pacino evitó hacer en Looking for Richard (un gesto ausente, muy difícil de apreciar, lo sé) y que nos permite pensar –quizá hasta entender– el interior de ese tipo deforme y poderoso y, por tanto, cruel que es Ricardo III. O, quizá, solo haya que buscarlo en el matiz que surge después de un punto y coma (cualquier punto y coma) y nunca –pero nunca– en el silencio tras un punto final.


Tal vez haya que buscarlo, pero, desde luego, no tiene sentido encontrarlo.


Búsquenlo en cualquier espacio no amenazado de convicción: Dios bromeando, divirtiéndose, alejando el fantasma de su eterno aburrimiento.


Sigan buscándolo, pero no nos cuenten que ya saben cómo es y qué es lo que quiere de nosotros. Y sobre todo no maten en su nombre. No lo cuelguen de las paredes: Él, de existir, sería más sutil.


O como dice Pacino que dice John Wayne: "¿qué quieren? ¡yo no escribí toda esta mierda!". ¿Fueron ustedes? Pues ahora resuelvan la trama, las distintas versiones, la (eterna) incoherencia. Las mentiras. Resuelvan a Dios, eso si es algo divertido.




jueves, 5 de noviembre de 2009

Cosas (supuestamente) divertidas (VI): Los teleñecos.




— Yo comprender. Yo no comer más galletas.
— Sí, Triqui, entiéndelo: tu edad, el perímetro abdominal…
— Sí Gustavo. Triqui comprende. Triqui no más galletas.
— Exactamente, así Triqui no obesidad, no hipertensión, no diabetes…
— Triqui comprende. Triqui no más galletas.
— De acuerdo, eso es.
— Pero Triqui triste…
— Y sube un poco la cantidad de insulina de las mañanas ¿OK?
— Triqui insulina. Sí: más insulina. Mañanas. Triqui obedece.


Su aspecto continúa siendo el de siempre. Como el de hace cuarenta años. No parece pasar el tiempo para los peluches. Muchos siguen sin tener orejas o nariz, otros han cambiado de fieltro, algún estiramiento, reposición de pelo (El Animal, Rosita…) pero la idea es continuar, resistir: a lo suyo, en la brecha. En el espectáculo. Educando y entreteniendo ahora a los hijos a los que ya previamente divirtieron, incluso a algún nieto. No es lo mismo para sus animadores: muchos cambiaron de trabajo, otros ya murieron. En 1990 murió Jim Henson,
El Creador. Pero ellos sobrevivieron. Todo el mundo sabía ya cómo eran, cómo hablaban, cómo reaccionaban. Quién era el mejor para las matemáticas elementales y quién para la pedagogía del comportamiento. Y así siguen día tras día, como si tal cosa. Como si no hiciera ya veinte años que cumplieron veinte años. Pero, claro, el tiempo no ha pasado sin dejar su huella. Aunque sólo Gustavo sabe que Coco tiene una lumbalgia que le ha impedido participar en algunos capítulos (consiguieron disimularlo como “exigencias del guión” después de hacerlo despeñarse de un edificio). Elmo ha necesitado terapia por su carácter levemente depresivo, discretamente border-line pero sigue encantadoramente disléxico. Miss Peggy se puso implantes de silicona , Oscar no superó nunca su Síndrome de Diógenes y ha sido varias veces detenido por la policía por su determinación inquebrantable a continuar viviendo en un cubo de basura (a pesar de que el gobierno le ofreció una casa de protección oficial) y, tristemente, Blas consiguió una orden de alejamiento para Epi, aduciendo maltrato psicológico. Ahora Epi vive con Gonzo, aunque las cosas tampoco van bien entre ellos. No, las cosas ya no van tan bien en Barrio Sésamo. Pero van tirando.

Sólo la rana Gustavo ha tenido lo que podríamos aceptar como una sólida carrera. Aunque siempre se referían a él como a un periodista (reportero, decían), todos sabían que era sólo una tapadera. Su verdadera vocación fue convertirse en médico desde la primera vez en que se dio cuenta de que su animador habitual, Bill, inhalaba desde una especie de botellita para evitar esos extraños pitidos —ahora sabe que se llaman sibilancias, pero nunca emplearía una palabra así en escena, delante de los niños— que surgían cuando grababan alguna escena particularmente movida. Entre episodio y episodio consiguió cursar estudios de Medicina, aunque tuvo que emplear algún año más de los previstos (no recibía demasiado apoyo de los mismos compañeros a los que él y Coco habían enseñado unos años antes a distinguir “cerca” de “lejos” y ahora lo intentaban con “agudo” y “crónico”). Finalmente se graduó en 1989. Nada pudo hacer por Jim, El Creador, que falleció al año siguiente de una neumonía, en Nueva York. Por motivos de confidencialidad sólo ejerce para compañeros del show (y sólo ellos saben que fue él quien, hace unos años, deslizó un papel en la mesa de los guionistas para que se creara una muppet seropositivo para la franquicia sudafricana de la serie). No lo aceptaron. “Demasiado radical”, oyeron del otro lado de la puerta del almacén donde los abandonan, de noche.


— ¿Entonces?
— Sí, Blas, la biopsia es definitiva.
— ¿Y?
— Es maligno, Blas, lo siento.
— Ya, Gustavo… ¿tú crees que…? ¿puedo llamar a Epi?
— Seguro, Blas, seguro.
— Gustavo…
— ¿Sí Blas?
— Me gustabas más cuando eras el reportero más dicharachero.
— Sí. Lo siento Blas. Pero son ya 40 años.
— Entiendo, Gustavo, entiendo.


lunes, 2 de noviembre de 2009

WANTED!

Se busca a este tipo . Algunos creen reconocerlo como uno de los hermanos Dalton. Es posible pero, si es uno de ellos, sin duda, es mucho más peligroso. ¡Cuidado con él!
Otros piensan que era el cuervo que hacía hablar a José Luis Moreno.










Alerta. Es un desestabilizador, activista de la verdad que vive como piensa y, además... escribe! No espere nunca una mala palabra de él, una crítica personal… nunca le concederá esa ventaja; es un maestro de la honestidad brutal; siempre le dará generosidad y afecto y, atentos, con mucha frecuencia se posiciona como francotirador de la inteligencia. Si está cerca, le acertará. Si ya le ha dado, disfrute.

Hay quien cree haberlo identificado en la piel de un reconocido jefe clínico, pionero de las unidades de gestión clínica en la Región de Murcia (aunque parece que años más tarde destrozó ese concepto ante la plana mayor de los burócratas de la gestión y de la calidad, así que, probablemente, no era él.



Otros creen haberlo visto como jefe de servicio en un hospital del levante español, luchando contra el pensamiento estratégico de lobo y entonando el grito punk “¡No future!” antes de desencantarse del poder que no sirve para mejorar las cosas. Cuidado, es un dimisionario de la farsa; no se le pega ningún cargo y lo deja por un amigo o por una verdad.



Los hay que aseguran reconocerlo en Atticus Finch de Matar a un ruiseñor. Es posible, posee esa convicción trágica de la coherencia, no le queda otro remedio.



Hay quien cree que se ha reencarnado en un talentoso escritor, experto en relatos cortos, post de blogs y letras de canciones. Muchos aseguran haberlo oído tocar el piano en un grupo "moderno". Es el nuevo Houdini. No se le puede agarrar. Se escabulle con suma facilidad. En numerosas ocasiones sus enemigos, los bárbaros, creían tenerlo acorralado pero es un maestro en las maniobras de escapismo.


El 3 de noviembre es su cumpleaños. ¡Cuidado! Tiene una cabeza sobre los hombros, y está dispuesto a utilizarla. No se fie. Si no le vence con su inteligencia lo hará con su corazón. Nunca se relaje. Puede convencerle.






*Atención. Si usted cree haberlo reconocido como su médico, ese doctor tímido y amable que le explica todo tan bien, no se engañe. No es él. Esa es su tapadera, su cara B.


**Estas fotos pueden herir la sensibilidad de los ciudadanos convencionales. No trate de hacer esto. Él es un especialista.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Cosas (supuestamente) divertidas (V): Mascotas.


La verdad, tampoco tuvimos demasiadas opciones. Después de morir Rex, en casa quedó un enorme espacio vacío, un silencio hueco y a la vez opaco donde antes hubo afectuosos saludos al llegar a casa, trucos tontos y juegos («sit, dame la patita», «hop, ¡salta!, ¡bien!»). Enseguida echamos de menos su lenguaje perfectamente inteligible, aunque sólo fuera de gruñidos y quejidos suplicantes y cuando sacábamos la comida a la mesa. Ni siquiera ladraba. Muerto Rex, se instaló la inmovilidad donde antes había travesuras y diversión. ¿A quién podríamos hacerle ahora la broma de ponerle un lacito en la coronilla o atarle —para su desesperación— una lata al rabo? Así que la siguiente mascota —¿qué otra solución quedaba?— tenía una enorme responsabilidad, una carga emocional casi imposible de levantar. Sobre todo con los niños.


Al Unicornio Azul lo trajeron en una jaulita dorada. El empleado de la mensajería nos hizo rellenar el albarán con una pluma de faisán que desprendía un polvo dorado que quedaba en suspensión con cada movimiento, con cada trazo. «La tradición, ya sabe», dijo el tipo sonriéndose mientras una nubecita de oro se sobreponía a mi firma.


Al principio nos costó sobreponernos a su magnetismo. No dejábamos de mirar cómo mordisqueaba el césped del jardín o frotaba su hocico contra las cortinas del comedor. El cuerno que salía de su frente (y que, en realidad, resultó ser mucho más elástico que lo que aparentaba en los grabados y pinturas clásicas sobre este animal y nada peligroso para los niños), parecía cambiar de color con la luz del amanecer o el reflejo de la luna. Al trote, un aire que ejecutaba con una fragilidad asombrosa, sus cascos no parecían producir ningún ruido: era más como un roce, como si sus pezuñas fueran de fieltro o de terciopelo.


El libro de instrucciones que lo acompañaba, entre leyendas y extrañas glosas grandilocuentes que apenas entendimos, apenas precisaba nada sobre sus cuidados. Insistía en que cada Unicornio Azul es único: ninguno come lo mismo que otro, no existen pautas de sueño o de ejercicio que cumplir y, felizmente, no producen excrementos (ése había sido uno de mis motivos fundamentales para aceptar la propuesta que hicieron los niños, después de años de recoger las cacas de Rex). En contraste con tan poca información práctica, en el capítulo dedicado a «Habilidades», el libro aseguraba que los Unicornios Azules incluso podían llegar a pronunciar algunas palabras, aunque a menudo sin sentido, tales como: «hortofrutícola», «enfiteusis» o «achicoria». Lo cierto es que, en aquellos primeros días, nuestra nueva mascota apuntaba un futuro prometedor.


Ahora, sin embargo, estoy profundamente arrepentido de haber firmado aquel día con la pluma de faisán que aún veo, enmarcada, sobre la chimenea del salón, desprendiendo incesantemente su polvillo dorado que Toulouse —así quiere que le llamemos— esnifa día y noche. Aunque yo apenas lo veo. Ahora trabajo hasta tarde para poder pagar el terreno adyacente a la casa que tuvimos que comprar para que siguiera con ese trote absurdo y afeminado que practica todo el día, agitando la melena al viento que habrá cuidado con el champú de los niños, dejando el baño lleno de pelos azules y larguísimos que tendré que recoger otra vez antes de ducharme. De noche, cuando llego a casa, Toulouse suele estar sentado en mi sillón de cuero, fumándose un Davidoff (los prefiere, con mucho, a los Don Julián nº1 que ya he dejado de comprarle) y leyendo el periódico, que, en cuanto me ve llegar, deja caer al suelo, desordenado y marchito. Y no hay nada que me moleste más que leer después el periódico arrugado, con esos agujeros en las esquinas superiores producidos por su cuerno al pasar las hojas y con el crucigrama ya resuelto, mientras mi Montblanc se seca porque ese estúpido équido mutante nunca es capaz de cerrar la tapa. Bueno sí, hay otra cosa que aún odio más: cuando, tras apagar a medias el puro en el cenicero, se dirige contoneando su grupa hacia el dormitorio —mi antiguo dormitorio—, mira a mi mujer, que le está bordando una mantilla en el sofá, y pronuncia, con esos labios que parecen prestados por un súcubo, las únicas dos palabras que ha conseguido aprender:


—Cariño, ¿vienes?



Definitivamente, prefería a Rex. De verdad, no crean todo lo que les dicen: tendrán muchos menos problemas —incluso teniendo en cuenta lo de los excrementos— con un dinosaurio, aunque sea carnívoro. Se lo aseguro.