martes, 24 de enero de 2012

HE (RE)CORRIDO 12,62 KM




Al menos eso es lo que dice mi iPod. He corrido 12,62 km. Lo ha trasmitido fielmente a mi cuenta de twitter. Aunque estoy convencido de que la calibración del dispositivo en su modo fitness no es muy exacta. Pero soy demasiado perezoso para recalibrar el chisme. He leído las instrucciones en varias páginas web y el procedimiento no parece muy sencillo. Y eso que, por donde salgo a correr habitualmente, hay un segmento de unos 500 metros con marcas cada 50, lo que me permitiría completar la operación. No importa demasiado. Al fin y al cabo, la distancia que pueda recorrer, la exactitud de su medida, es bastante relativa: sólo quiero saber que mi ritmo es el habitual. Y oír música mientras corro.

10 personas, 2 perros, 0 bicis.

Suelo correr por un lugar bastante estúpido. Me explico: la elección del lugar es bastante estúpida si la enjuiciamos desde un punto de vista que podríamos llamar idílico-tradicional, romántico o, simplemente, moderno. Vivo en lugar relativamente cerca de un parque natural o un espacio protegido, bueno, un monte, aunque un monte bastante humanizado, lleno de pistas forestales y senderos. Por aquí pasear, correr o montar en bici es un placer objetivo, valga el oxímoron, salvo que seas alérgico a los pinos. Pero, ahora, en invierno, salgo a correr alrededor de las 6 o las 7 de la tarde y es ya prácticamente de noche. Los senderos del monte no parecen nada recomendables ni demasiado hospitalarios a estas horas. Por no hablar de las cuestas y las pendientes, de las piedras y los baches ahora invisibles. Así que la elección es obvia: el carril bici de la seudo-autovía que une los tres pueblos vecinos, casi unidos, que se extienden al pie de la montaña. De una rara belleza, pero belleza, si lo apreciamos desde un paradigma postmoderno, afterpop.



16 personas, 3 perros, 0 bicis.

La via rápida, como la denominan, consiste en realidad en una carretera de seis carriles, tres en cada sentido, dividida por una mediana donde sembraron farolas LED cada 20 metros. La velocidad está limitada a 50 km/h y el recorrido está plagado de rotondas que desmienten en sentido estricto la denominación “vía rápida”. Por una de sus vertientes discurre la única posibilidad transitable para peatones: un carril-bici (de uso compartido) que recorre sus 4,5 km de longitud, separado del tráfico de automóviles por un bordillo y unos palitos reflectantes de apenas un metro de altura que, a los pocos meses desde su inauguración, han ido inclinándose aleatoriamente por los golpes que han ido recibiendo. Algunos han desaparecido, los imagino decorando algún garaje, algún dormitorio adolescente de los pueblos vecinos.

20 personas, 3 perros, 0 Bicis.

La vía rápida, en uno de sus extremos acaba exactamente en 2008. Me refiero a que estaba previsto que siguiera su camino hasta conectarse con una nueva autovía proyectada como acceso sur de la ciudad pero llegó la crisis o se acabó el presupuesto o nunca lo hubo y ahora la vía rápida acaba en un erial de espartos y hierbajos. La gente de este lugar la llama “la autovía del bancal” por ese motivo. Antes, todo esto, era huerta, dicen. En Google Earth aún no existe la autovía por la que yo corro. Aún se ven las huertas y las casitas que hubo hace unos años. Uno imagina algo así como cuando aquel profesor de geografía, en cuarto o quinto de básica, te decía eso de que una ardilla era capaz, en el siglo I, de cruzar la península de árbol en árbol, sin poner una patita en tierra. Ahora tampoco. Ahora podría hacerlo sin dejar de pisar asfalto. Desde Galicia hasta la autovía del bancal. Aunque para Google Earth, en su ignorante virtualidad, la autovía aún no ha destrozado el verde.





31 personas, 5 perros, 1 bici.

Hoy he ido a correr, muchos lo hacemos, por ese carril bici. Mi hija me acompañaba. Ella sí iba en su bicicleta a la que habíamos fijado, en el manillar y en la tija, dos pequeñas luces LED que iluminan lo suficiente para advertir de su presencia en la semioscuridad del pequeño sendero asfaltado (las luces de la mediana están apagadas alternativamente como medida de ahorro desde hace un par de meses y la intensidad de la luz que llega a este extremo es bastante débil, casi agónica, podríamos decir). Es la segunda vez que salimos a correr los dos por aquí. La semana pasada aprovechamos para repasar su examen de ciencias. La hidrosfera. Yo iba preguntándole sobre el ciclo del agua y el circuito de las depuradoras y las potabilizadoras. Ella respondía con esas palabras aprendidas de memoria –decantación, cloración, turbidez– y destinadas, con justicia, a ser olvidadas en pocas semanas. El examen le salió muy bien, me dijo.

42 personas, 7 perros, 1 bici.

Hoy no tenemos tema de examen que repasar. A nuestro lado, donde acaba la vía rápida, discurren los fragmentos de huerta abandonada, algunas casas derruidas, graffittis, escombros amontonados, alternando con viviendas de distinta configuración y orientación. En otros puntos pasamos por áreas cuidadosamente urbanizadas, llenas de bordillos, rotondas, tomas de corriente y farolas, grandes extensiones de parcelas vacías (o llenas de hierba) donde es improbable que alguna vez lleguen a construir ya ninguna vivienda. Eso era antes. El carril bici está separado de la vertiente salvaje del paisaje (las pre-ruinas y las post-huertas) por kilómetros de valla metálica Tecmetal® que los hierbajos y las necesidades de paso de otros paseantes han ido venciendo en distintos puntos a lo largo del recorrido. Por el otro lado pasan los automóviles. Mañana no hay examen y hoy no sabemos muy bien de qué hablar.



57 personas, 7 perros, 2 bicis.

Así que decidimos contar cosas. No relatar cosas, sino contar cosas. Contar coches de determinado color, no, eso es de críos. Contar árboles, no, eso es aburrido. Contamos personas. Contamos personas que pasean solas, personas que pasean con su perro, corredores –otros corredores– y bicis –otras bicis–. Los aurículares de diadema que llevo colgando del cuello (hoy no oigo música, hoy voy bien acompañado) susurran “quedan treinta minutos para alcanzar su objetivo”. La voz sintetizada apenas se oye. El objetivo son 60 minutos.

68 personas, 8 perros, 2 bicis.

La luz LED blanca que mi hija ha instalado en el manillar tiembla mientras ella pedalea. El reflejo que provoca sobre las señales de tráfico resulta espectacular. Puede percibirse cientos de metros antes de que lleguemos. Se me escapa cómo algo alimentado con tan poca energía, apenas por una pila de botón, puede generar un haz de luz tan potente. La tecnología es, cada vez más, magia en la que no tenemos más remedio que creer, objetos misteriosos ensamblados por niños, por mujeres de países lejanos, países emergentes, que tampoco conocen cómo (ni para qué) funcionan. Mi hija se adelanta cuando nos vamos a cruzar con otros usuarios del carril-bici y la luz LED trasera, con su rojo intenso e intermitente, se refleja en el caucho de la rueda generando un código aleatorio de cuadritos rojos y negros. Un lenguaje, desde luego, pero un lenguaje que no soy capaz de descifrar.

81 personas, 10 perros, 3 bicis.

Cuando la vía rápida termina, en uno de sus extremos –la recorremos dos veces, una en cada sentido, unos 9 km en total– nos desviamos por una rotonda. Pasamos delante de un Mercadona que desprende esa Luz-Hacendado por las ventanas desde dónde vemos los carros encadenados y los carteles de las ofertas. Cruzamos un parque de césped artificial donde otros dueños de perros conversan mientras los animales intentan abonar una hierba que no se da por aludida. El recorrido se hace más amable, más humano, corremos entre duplex, árboles con alcorques geométricos, pasos de peatones, coches aparcados. Mi hija aprovecha las pequeñas rampas para intentar algún “caballito” y las suaves pendientes para aprender a llevar la bici sin manos. Mientras nos salimos del carril-bici declaramos una tregua a la contabilidad de personas. Repasamos las cuentas. Memorizamos. Decidimos que, a la vuelta, ella contará a los perros y las bicis y yo a los paseantes. Durante un rato no hablamos apenas. Ella sortea los árboles zigzagueando. Yo pienso en la excursión que hicimos hace unos meses con mis padres, con sus abuelos. Recuerdo que, al salir del restaurante, antes de meternos en el museo que íbamos a visitar, nos refugiamos en un bar que había enfrente. Hacía muy mal tiempo, llovía. Un viento frío, racheado, que te escupía en la cara. Pedimos unos cafés y los niños, ella y su hermano, insistieron en jugar al futbolín que había en el bar. Mi padre en la delantera y yo en al defensa contra ellos dos, al otro lado. Nunca antes había jugado con mi padre al futbolín. Creo que a los dos nos gustó oír el sonido metálico de la bola de piedra golpeada por los hombrecillos de hierro. Creo que los dos lo recordaremos. Aunque no sé si ganamos, los niños le pegaban duro ¿Dónde habrán aprendido?



92 personas –digo yo– , 10 perros, 3 bicis –contesta ella–.

Recorremos, de nuevo, en sentido contrario, el tramo entre el Mercadona y el cruce que nos llevará, subiendo durante un kilómetro, de nuevo a casa. A la derecha, cerca del Instituto donde mis hijos cursan sus estudios, un enorme terraplén con camiones y hormigoneras parecen esperar a que escampe todo esto o a que alguien los lleve a alguna otra parte, donde puedan servir de algo, donde haya trabajo. Nos cruzamos con un numeroso grupo de paseantes. Ocupan todo el carril y, advertidos por la luz de la bici, se tienen que reagrupar, se hacen a un lado. A su frente va una mujer bajita con un chaleco reflectante. El grupo está compuesto de nueve personas bastante mayores, aunque andan con agilidad. Supongo que forman parte del programa de actividad física del pueblo que se organizó desde el Centro de Salud. Lo vi en la tele, no hace mucho. Quedan para pasear, liderados por un animador o quizá dijeron gestor de salud o algo así. Por el carril-bici vamos todos. Necesitábamos este no-lugar, plano, señalizado, pintado de un color particular. Apenas discurren bicis por él. De hecho, hemos visto muchas que van junto a os automóviles, probablemente disuadidas por la densidad del tráfico en la vía que tienen, teóricamente, dedicada.

101 personas, 11 perros, 3 bicis.

Recuerdo el museo que íbamos a ver con los niños y mis padres aquel día. Todo el museo estaba dedicado a la obra de un solo pintor, que había nacido en aquel mismo pueblo. Nos llamó mucho la atención una serie de cuadros donde se veían personas de espaldas, apenas dibujadas, esbozos de formas y volúmenes. Apuntes sobre alejarse o sobre regresar. Unos llevaban maletas, otros instrumentos de música; bicicletas, también, junto a ellos. Siempre , todos, de espaldas. Mientras recorremos el carril-bici, junto a la vía rápida que acaba donde empezó la crisis, adelantamos a muchas personas, vemos sus espaldas, algunas vencidas. Recorremos y contamos. Quizá tengamos suerte. Quizá salgamos hoy o algún otro día en el Street-View de Google, con toda nuestra virtual felicidad a cuestas. Seguramente de espaldas.

122 personas, 12 perros, 3 bicis.