lunes, 28 de octubre de 2013

Libre




Salgo de guardia. Desayuno en la cafetería del hospital con los médicos entrantes. Nos comentamos las cosas pendientes. Las cosas pendientes resultan ser personas, pienso, personas pendientes, algunas de un hilo. Rutina, nada nuevo. La mañana, afuera, a través de la puerta de cristal, me parece más clara de lo que debería: el obligatorio cambio de hora de anoche, como todos los otoños, la luz nueva, adelantado el amanecer, las mañanas despejadas recién comenzado el curso. 

      La bici. Permanece en su sitio, en un lugar discreto, pegada a una pared sucia en un lateral del hospital, sujeta al rack por un voluminoso candado, vigilada en su rincón por una cámara, junto a los depósitos de oxígeno y sus tubos permanentemente congelados . Conozco a los que están al otro lado de la cámara: uno de ellos lee, lo he visto en alguna ocasión, perfectamente disfrazado con su uniforme de segurata, a Miguel Hernández. Perito en porras, pienso. 

       La bici es un elemento —permitidme— de una extraordinariamente compleja simplicidad. Es algo mecánico, nada digital, quiero decir, nada virtual. Absolutamente real: engranajes, grasa, cables de acero trenzado para los frenos, caucho, tubos de aluminio, manetas de silicona. Hace falta, supongo, muchas personas para fabricar una bici, decenas de componentes, un conocimiento preciso. Centenares de generaciones humanas no imaginaron una bici. Una bici no parece algo sencillo de conseguir. La cámara de video no lo sabe, pero ella es mucho más simple: sólo un agujero para observar, a una distancia cobarde y fisgona, un ojo sin inteligencia. Circuitos sin alma. Salvo Miguel Hernández, al otro lado.

         El paseo de vuelta a casa resulta agradable. Repaso las calles: Puerta Nueva, Gutiérrez Mellado, Alfonso X. Me deslizo en medio del silencio; los domingos por la mañana apenas hay paseantes: insomnes buscando el periódico, padres-recolectores a la caza de churros calientes, crujientes como una promesa, gente de diversos tamaños en chandal de distintos colores paseando perros de diferentes razas. Tranquilidad urbana. Normalidad. Rutina.

        Frente al convento de Las Claras hay un un hombre tirado en el suelo, en la acera, junto a un arbolillo. Una anomalía, una imagen tan fuera de lugar que, cuando paso, por un momento creo no haberlo visto. Pero lo he visto. En realidad, me he visto verlo. Lo he sobrepasado unos metros, he llegado a girar hacia la Plaza del Teatro Romea. Pero doy la vuelta y regreso, no puedo evitarlo. Sé que lo he visto. Está tendido sobre su lado izquierdo: posición de seguridad, eso está bien, es raro que aspire (que vomite y se ahogue en su propio vómito). Parece, simplemente, eso: un borracho, tirado en la acera. Nada más.

        Me acerco. Dejo la bici apoyada en el arbolito. Apenas se sostiene. Los camareros del bar de la esquina están preparando la terraza. Hoy tendrán bastante trabajo; hace un día precioso, cálido para ser todavía octubre. Pasan junto al hombre caído; me parece que uno de ellos pasa por encima, saltando el obstáculo con una profesionalidad envidiable. Me hacen el típico gesto indicándome que ha bebido, que va puesto, muy puesto. El hombre está caliente. Su piel está caliente, más que muchos de los pacientes que he tocado, palpado, explorado en el último día. Tiene la cara roja, hinchada, bolsas bajo los párpados, marcas antiguas de acné y capilares como pequeñas arañas rojas en los pómulos. El resto de su cara es todo barba, una barba tupida, negra, apenas alguna cana, debe ir por los cuarenta y algo. Va vestido con ropa áspera, resistente, como un pastor. Un pastor yacente, pienso. Pero no hay rebaño a la vista.

         Tiene pulso, lleno, rítmico, sin taquicardia. Intento despertarlo. Le llamo, le grito algo —me cuesta levantar la voz rodeado de tanta calma, de tanta normalidad— le digo "eh, ¿cómo estás?", "eh, oye", esas cosas. Me siento algo ridículo haciendo tanto ruido, como rompiendo la mañana en dos. Lo pellizco, bajo la clavícula, como me han enseñado, rutinaria, casi automáticamente, lo hago con fuerza. Se acercan un par de mujeres mayores, muy bien vestidas, muy peinadas. Una dice: "¿quieres llamar?" y abre el bolso, un bolso rígido, brillante, como un cofre. "Llevo el móvil, sí, aquí, a ver... no me digas... me lo he dejado en casa, ¿será posible?". La otra mujer, callada, pone un gesto de suficiencia y me acerca el suyo. El móvil lleva una funda de cuero beige, o blanco crudo. Color de novia, pienso. Ya ha marcado el 112, me dice. No estoy demasiado atento pero cojo el móvil y me lo pongo junto al oído derecho y lo cojo con el hombro mientras sigo intentando que el hombre despierte o averiguar por qué no lo hace. Me doy cuenta de que llevo el casco de la bici y que tropieza con el móvil, me molesta, quizá se me va a caer, un móvil tan cuidado, pero ahora no puedo ponerme a quitarme el casco, a ver si contesta alguien, joder, emergencias. Le abro los ojos al hombre, desplazo los párpados hacia arriba, rutinariamente, como me han enseñado. Sigue sin responder. Tiene las pupilas muy cerradas, el iris color miel; me sorprende un color tan claro en una persona con la piel así de oscura, rugosa, basta. El hombre no despierta, no responde al dolor que le deberían causar mis pellizcos, no se mueve. El auricular del móvil desprende continuamente una frase pregrabada y amable, una voz de mujer invitándome a que espere, a que siga esperando. Las dos mujeres me miran con las manos entrecruzadas sobre su abdomen. Han hecho un mínimo corro alrededor de la escena principal que transcurre en el suelo. Me doy cuenta —ahora— de que llevan guantes. Me miran como si esperaran algo más de mi parte. Les digo que soy médico y eso parece relajar su gesto rígido de carmín y maquillaje recién aplicado. Pero el hombre no despierta.

         —Ha llamado usted al Servicio de Emergencias de la Región de Murcia. Buenos días, ¿en qué puedo ayudarle?

        Le explico la situación. Soy médico, vuelvo a decir, como si eso significara algo, aquí, ahora, pienso. Pulso bien, inconsciente, probable coma etílico o, simplemente, durmiendo la mona, le digo. Sobre unos cuarenta años, supongo, no estoy seguro de acertar, podría tener diez años más o cinco menos. Espere, parece que se levanta. 

         — Coño, hostia, coño...mierda
         —¿Perdone?
         —Sí, no, el hombre, se ha despertado. Sí, está bien, parece...
         —Hostia, coño... Tengo derecho... deja... a estar aquí... Joder... Coño
         —¿Disculpe?
         —Sí, parece que ya despierta, gracias... Parece que está bien. Bueno, con su situación, su intoxicación etílica, supongo.
         —Vale. Llamo a la Policía Municipal, un minuto
         —Deja, hostia, ¿qué coño quieres?
         —¿Oiga?
         —Sí, no, está bien. Gracias. El hombre está...
         —Hostiaputa, tengo derecho... quiero... estar aquí... Joder, deja...
         —Me confirman que van hacia allí, un momento. Que pase un buen día.
         —Vale, gracias... Tenga, gracias, señora, me han dicho que ya vienen.
         —¿Quién?
         —La policía, creo.
         —Joder, coño, déjame dormir... Hostia, déjame ya...

         El hombre se ha incorporado, se ha sentado en el suelo. Lo ha hecho como un niño cuando juega, como mis hijos cuando tenían tres años, con las piernas estiradas, rectas, dibujando una uve, el tronco ligeramente flexionado, relajado, hacia delante. Lleva unas botas gruesas. Sigo pensando en el rebaño que debe haber perdido en alguna parte. En el suelo hay una gorra sucia de la NHL —no puedo distinguir el equipo, quizá los Penguins, pienso— . Bajo su chaqueta asoma una sudadera con el logo de Calvin Klein. La idea de que sea un pastor se despide a la velocidad de la bandeja de un camarero que sigue a lo suyo, con las mesas ya casi colocadas.

        —Soy libre, coño —insiste—, libre de estar aquí. 
        —Ya, tranquilo.
        —...
        —¿Estás bien? ¿Te duele algo?
        —...

        Me doy cuenta de que las señoras se han ido. Ahora sólo es un borracho consciente. Se aleja el drama, la posibilidad de la tragedia, las mujeres se deben haber ido a Misa, es una hora muy temprana para santiguarse y un día demasiado bonito para pedir perdón, pienso. En la terraza del bar las sillas de aluminio reflejan la luz nueva, con una hora de retraso. El hombre intenta mantener la mirada en un punto fijo, los párpados abiertos, la posición infantil, como derrotada: los brazos no parecen responderle, las manos  descansan sin fuerza en el suelo gris con las palmas hacia arriba entre las piernas abiertas. Va a dormirse sentado, pienso. Ahora parece más un santón hindú —definitivamente el rebaño no va a aparecer–. 

        Los policías —una mujer y un hombre, seguridad paritaria, pienso—llegan sonrientes. Trabajo rutinario, apenas nada: otra vez otro, uno de esos, nadie, nada. Me presento de nuevo. Nadie pregunta mi nombre; yo tampoco creo que sea necesario. Les cuento la historia desde el principio. Me parece haber olvidado algún detalle importante, pero los policías no parecen notarlo.

        —Déjame —insiste, ahora se dirige a la chica-policía que se ha agachado para hablar con él—. Tengo derecho. Soy libre.

        Soy libre, repite.

        La bici es algo mucho menos simple de lo que parece. Una herramienta de precisión ligera y, simultáneamente, sólida. Un instrumento pensado para desplazarse muy eficaz, muy  eficiente. Un mecanismo exacto, una cadena, una multiplicación de fuerzas. Dos ruedas que giran, esclavas del suelo. Vas hacia casa, hacia tu casa. Quizá hayan comprado croissants, sí, seguro, hoy es domingo.

       Libre, pienso, libre. Y me acuerdo de aquel juego, cuando era pequeño, aquel juego tonto en el que repetíamos una palabra diez, cien veces. Hasta que perdía el sentido.