Os esperamos...
El lugar donde decir todo lo que no nos cabe en las canciones. Quizá no sea mucho.
martes, 18 de diciembre de 2012
jueves, 26 de abril de 2012
iDream
Brillaba.
Brillaba
tanto como en el sueño. El dependiente de la joyería la dispuso con
un movimiento elegante –las uñas tan cuidadas, las manos
moviéndose casi como para una caricia– , sobre un fragmento de
terciopelo negro. La cadena parecía desplazarse por sí misma,
reptar. El oro tiene algo vivo, algo líquido en su interior o en su
memoria. Como los sueños. Nos miramos (la cadena, el dependiente y
yo). Había algo pornográfico en todo eso, una especie de
satisfacción íntima que, además, debía ser a la vez pública,
comercial. Pagué con la tarjeta de crédito. No me fijé en el
precio al firmar, no importaba. Brillaba exactamente como en aquel
sueño y era suficiente con eso. El dependiente se extrañó de que
me la llevara puesta. Disculpe, por supuesto, faltaría más, cosas
así, dijo, mientras la colocaba alrededor de mi cuello con un
exquisito cuidado para no rozarme, aséptico, muy profesional. Salí
de la joyería. Notaba el peso de la cadena, su calor, en mi pecho.
La densidad del oro nuevo y antiguo a la vez. Pero ninguna
satisfacción. Nada. Nada parecido al sueño.
No sé
cuándo lo noté, pero en algún momento, o de alguna forma, se hizo
evidente. Yo nunca he soñado mucho. Siempre he envidiado a mi mujer
cuando me cuenta sus sueños, unas historias llenas de simplicidad o,
todo lo contrario, de una exquisita complejidad extrañamente tejida,
argumentos a veces absurdos pero siempre con una cierta chispa, un
sentido último, una fuerza propia. Ella abre los ojos con una
sonrisa y me dice (siempre empieza así, casi todas las mañanas): no
te lo vas a creer. Pero a lo que iba, mis sueños, mis sueños son,
quiero decir, eran, antes, cuestiones simples, a veces sólo una
sensación, lo típico: caer desde una altura enorme (o hacia un
precipicio enorme, no sé decir) y despertar, repentinamente,
asustado, incorporado en la cama; o estar en el trabajo y que todos
se comporten sabiendo cómo eres, en realidad, mientras
intentas cubrir tu cuerpo, desnudo, en el que nadie repara. Esas
cosas. Tonterías. Algo incluso infantil, naive.
Algo
cambió.
Fue
como conectar un televisor nuevo, alta definición, una programación
exclusiva llena de directores de primera línea: películas de
acción, grandes aventuras, documentales sobre la vida submarina,
animales exóticos. Y cine erótico, claro. Bastantes sueños
eróticos. De una semana para otra, toda una nueva cartelera,
parrilla de alta calidad, un estreno cada día, cada noche, quiero
decir.
Pero
había un problema, una anomalía. Tal vez parezca imposible, pero no
eran míos: aquéllos no eran mis sueños. Definitivamente.
Desde
luego, no sabría decir cómo pero lo notaba, prácticamente desde
que apareció el primero, desde la toma uno, desde el primer
travelling lateral, fundido en negro, sólo faltaban los
créditos finales. No eran, no podían ser mis sueños. Sí, estaban
en mi cabeza, se desplazaban en ese espacio justo antes del
despertar, duraban segundos o quizá fueran horas –quién sabe
cuánto dura un sueño, realmente– se infiltraban en mi
habitación, entre las sábanas, se colaban desde las páginas del
libro que se caía encima de mi nariz, cada noche. Estaban ahí,
dondequiera que estén los sueños, pero no eran míos, no salían de
mí, eran una infección, una interferencia, una invasión, de alguna
forma. Y yo estaba allí, sentía que estaba allí, en mitad de ese
sueño ajeno, tan bien construido. Como otras veces, como en mis
viejos y mediocres sueños, a veces podía verme, desde fuera, como
una cámara, como un soñador omnisciente, si eso existe, y otras
simplemente sabía que estaba allí, que participaba de aquella
historia, aunque no me viera. Era el cazador, el soldado, el hombre
que se escondía de los caballos monstruosos, el amante o el amado,
el paseante, el muerto al final de la caída (seguía habiendo caídas
al infinito, supuse que ese argumento hiperbreve debía ser como la
telebasura de la TDT de los sueños). En cualquier caso era yo, pero
no era mi historia, no era mi vértigo al caer, no eran mis deseos ni
mis miedos, no era mi otro lado de la puerta. No era el desván donde
guardo –siempre los hay– mis demonios. Era la habitación de
otros, y otros los demonios.
El
caso es que –ocasionalmente, no quiero exagerar la nota– estos
sueños alienígenas, extranjeros, también me conmovían. Me
despertaba con la ansiedad de querer revivir esa sensación, esas
experiencias soñadas: sí, vaya tontería, cómo va a ser una
experiencia si es un sueño, lo sé. Pero así me vi, al poco,
atrapado por el deseo de emular estos nuevos sueños, estos, al fin,
sueños intensos, poderosos y en pantalla panorámica, 16:9.
Traicioné mi indolencia habitual comprando ropa deportiva, iniciando
una absurda (y fatigosísima) serie de carreras ciudadanas para
sentir el vértigo dulce de llegar el primero a la meta mientras
todos aplauden, de notar la tensión de los músculos fatigados, el
sudor del esfuerzo bien dosificado. Pero nada, absolutamente nada. No
era posible encontrar de nuevo la sensación soñada. Eso sólo
sucedía en aquel otro territorio, el sueño. Fuera de él, me sentía
disfrazado, como un niño con una capa absurda y una máscara de
plástico intentando emular a su superhéroe favorito y frustrándose
al no poder volar, saltar, expulsar rayos de energía cósmica.
Frustración, una vez tras otra.
Hubo
esto, las hazañas deportivas, pero también compré libros de cocina
para convertirme en cocinero de éxito (me entrevistaban, incluso,
para Cook-on-Time en aquel otro sueño) y aprendí baile de
salón, yo que siempre he odiado la salsa, la cumbia, el mambo. Me
matriculé en un curso rápido para ser guía de arte para
excursionistas y deslumbarles/deslumbarme con mi exhibición de
cultura y sensibilidad arquitectónica, aprendí técnicas de
composición fotográfica, los rudimentos del piano, me uní al
Rotary Club –no pude encontrar masones en la ciudad como los
de aquel otro argumento soñado– , compré (aunque confieso que no
pude acabar) textos sobre creación literaria para convertirme en el
patético Hemingway (con suéters de cuello alto y todo eso) que
ocupó en otra ocasión mis sueños. Lo peor, sin embargo, fue
intentar las hazañas eróticas. Mis compañeras de trabajo, que
siempre me habían tenido por un colega más bien insulso e
inofensivo empezaron a pensar que me estaba demenciando con la edad o
que me había dado la típica crisis del madurito-ligón. Alguna
llegó a soltarme un muy desagradable ¿pero estás bien? ¿te pasa
algo? ante mi sincera oferta de que nos escapáramos, inmediatamente,
hacia la costa azul en un descapotable que íbamos a comprar
ex-profeso en el concesionario más cercano y que iba a ser idéntico,
pero idéntico, en serio, al de la película aquélla, ¿cómo se
llamaba?, sí, Chacal.
Y al
final, nada. Siempre nada de nada. Ni una leve aproximación a esa
magnífica sensación que se promete cada noche en mis nuevos sueños,
deslumbrantes, tuneados por ¿quién? Como esta mañana,
cuando he salido de la joyería con la gorra de los Nicks y la
cadena de oro al cuello, dispuesto a notar esa energía del
bling-bling que prometía inspirar mi revolucionario, mi
único, tan cool, con tanto flow, mi hip-hop de
alcance universal, ¡tiembla 2pac! Pero no, otra vez no. Nada
es igual. Nunca sucede.
Como
tantas cosas que no entiendo, he terminado contándoselo a Lola, mi
mujer, que, por supuesto, ya sospechaba algo (quizá lo de la gorra
ladeada y la cadena –la devolveré, te lo prometo– ha acabado por hacer la situación excesivamente explícita). No le he ahorrado
ninguno de los sueños, al menos ninguno de los más relevantes, por
decirlo de alguna forma. Bueno, sí, he omitido algunos aspectos de
los sueños eróticos en los que aparece alguna de nuestras vecinas,
eso me ha parecido superfluo, además de especialmente difícil de
justificar. Y no llevaba ni la mitad de las historias, ni la mitad de
los sueños, cuando ella se ha llevado las manos a la boca y ha
suspirado y reído a la vez, esas cosas que sólo pueden hacer bien las
mujeres.
Ella
me ha creído, desde el principio. Bueno, no sólo me ha creído,
está segura de que, efectivamente, no se trata de mis sueños, dice
que yo no soy capaz ni por asomo de imaginar todo eso. Ni en sueños,
claro, me dice. Le ha costado unos cuantos días organizar toda la
información pero finalmente lo tiene, lo ha averiguado: ha ido
recopilando cada detalle en un cuaderno, ha establecido unas
jerarquías, ha dibujado unos esquemas y por fin me lo ha mostrado.
Una investigación exhaustiva. Me ha revelado, digámoslo así, la
topología de mis sueños, la procedencia de cada infección, de cada
interferencia, caso a caso, puerta por puerta. Porque así es, dice
Lola: puerta 4, Miguel, el profesor de educación física –sueños
deportivos, ¿lo vés?–, puerta 8, Julián, el que nos ofrece
todos los fines de semana una nueva creación culinaria (unos blinis
con salmón, el sábado pasado, exactamente) y su mujer, Marga,
exquisita anfitriona, madre ejemplar, elegante aunque algo distanre
–si yo te contara, Lola, aquel sueño–, ático B, Luisma,
turbolover vocacional,
amante incansable, al menos tres chicas/semana, descapotable Mercedes
vintage –ahí estaba, Chacal, correcto–, Wilson, el chico
ecuatoriano que da clase de guitarra a los hijos de Julia, puerta 6,
siempre con su gorra de baseball ladeada, de blanco riguroso y Nike
fosforescentes, OK, bling-bling, bingo, Lola, me rindo. Ahí
lo tienes, todo, perfectamente expuesto, coherente, sólido. Tocado y
hundido. Todo cuadra, todo es correcto, ya, pero ¿cómo? Eso queda,
el cómo, cómo llegaron, cómo es posible.
–
Bueno, ya sabes, ondas electromagnéticas, interferencias, ruido que
se cuela, como una red wi-fi sin seguridad ¿por qué no? –
dice (o piensa, quién sabe ya a estas alturas).
¿Por
qué no? Una simple interferencia, un hackeo involuntario de
los sueños de otros.
Pero,
sea como sea, ahora salgo de casa con muchas más precauciones. Sigo
soñando esos sueños extranjeros pero intento no involucrarme.
Programo el despertador cada pocas horas para que no sea, nunca,
demasiado tarde, para que el deseo injertado en el sueño no me
atrape, de nuevo. Intento también, a pesar del cansancio, levantarme
antes y no cruzarme con mis vecinos. Porque lo he visto en sus caras,
y ellos en la mía, aunque ya ni me quito las gafas de sol e intento
esquivarlos en el zaguán, en el garaje, siempre que puedo. Me miran
y me siento (un poco más, cada día) desnudo.
Ellos
también me sueñan. Me han visto, me ven, en sus sueños. Todo este
tiempo. Ahora lo sé.
lunes, 16 de abril de 2012
LA OTRA MUJER
Hay una mujer, otra mujer, en mitad de la sala del museo, de pie, a
la distancia exacta para que, probablemente, el cuadro ocupe toda su
visión, una mujer inmóvil, demorándose más de lo habitual –¿cuál
será la media de tiempo?, piensa–, lo suficiente para que atraiga
su atención, para que, hacia el final de otra jornada de completo
aburrimiento –y Antonio sin llamar– , a su cerebro le toque
mover, resolver lo que sea que esté pasando allí. Para eso le
pagan.
Sí, la cámara con la que vigila la sala se puede manipular desde su
puesto de control: centra el plano, enfoca, multiplica la escena en
tres monitores, apunta en el libro de registro: la mujer se ha
detenido frente al cuadro –consulta– 594 (1977-110), viste una
gabardina beige, bolso color camel de asas largas –una
preciosidad, piensa– y un sombrero, cómo decirlo, vintage,
años treinta, le suena haberlo visto en el suplemento de moda del
periódico, el que le pasó Antonio el lunes pasado antes de que se
despidieran. ¿Era ése? Sí, sin duda: la cinta, el ala algo caída
hacia el lado. Ella está atenta a esas cosas. La gente cree que los
de seguridad, los seguratas, dicen, son tipos toscos o, si
eres mujer, debes ser hombruna, de espalda ancha y más bien
malencarada, por no mencionar los prejuicios sobre tu orientación
sexual. La gente, los arquetipos, así les va. Pero ella es una mujer
delgada, de piel clara y pelo castaño tirando a rubio, precioso, eso
le dice siempre Antonio, precioso, dice. Y lo lleva bastante corto
–desde la academia– pero monísimo. Aunque eso no importa ahora.
Hay una mujer detenida frente a un cuadro. Así se planifican algunos
robos, o quizá un ataque, una persona trastornada. No sería la
primera vez.
Los demás visitantes siguen su marcha desordenada por la sala,
desdibujados, fantasmales, en los monitores. Se detienen en algún
cuadro, titubean, pero la mayoría pasea por el museo como por un
centro comercial, esperando la oferta, algo que les capte la atención
a pesar de ellos mismos sólo para poder decir «bueno,
no es para tanto, me gustó más aquel otro en París»
o, quizá, «¿viene la
baronesa por aquí, alguna vez?».
Muchos pasan más tiempo en la tienda del museo buscando souvenirs,
libretitas con la estampa de Los Girasoles o abanicos con la
firma de Sorolla o de algún otro pintor de los que exhibe el museo.
Y son muchos, muy distintos; ella, la verdad, no entiende de arte,
nunca le ha interesado mucho, no, para nada: a ella le pagan por
observar y proteger. Y eso es lo que toca ahora.
La mujer a la que apunta con su cámara, la otra mujer, medirá un
metro setenta, con tacones. La gabardina tres cuartos deja ver sus
pantorrillas, sin medias, sin una mancha ni una variz. Qué envidia,
piensa. Lleva las manos en los bolsillos. Parece que haya entrado
directamente desde la calle a ver ese cuadro. Quizá llueva afuera;
en la sala de seguridad no hay una ventana, sólo esa luz artificial
levemente parpadeante. Puede ver el reflejo de su cara en la pantalla
del monitor superpuesto a la mujer estática que sigue en su actitud
rígidamente contemplativa frente al cuadro. La luz fluorescente no
favorece nada, piensa, da un tono como pálido y verdoso a la piel.
Sí, bueno, tiene mala cara últimamente. Menos mal que al final no
han quedado, Antonio no podía, tampoco hoy. Hasta el miércoles no
puede, no, hasta el jueves tarde, cambió el turno, sí, eso le dijo.
Tiene que llevar a su hijo a la ortodoncia. Dice que le ilusiona el
aparato, los brackets, al chaval.
Pero esa mujer, la otra mujer, hay algo raro, igual es una loca de
esas que saca una navaja y rasga el cuadro. Hay gente así. Tendrá
que estar atenta. Observar con detalle, quizá con la otra cámara,
desde otro plano. No: bajará a la sala, quiere verla de cerca,
quiere estar más cerca, no vaya a ser.
Cuando llega, en un par de minutos, no más, seguro, la mujer de la
gabardina ya no está. Falsa alarma. Se habrá aburrido, por fin,
habrá salido del trance que la atrapaba al cuadro. No puede evitar
mirar hacia la pared que ella, que la otra mujer, miraba. Aunque ella
no entiende, Antonio también se lo dice. En el cuadro hay una mujer
sentada en el borde de una cama vestida con un bañador de color rosa
o salmón, quizá sea lencería. Lee, o estaba leyendo: sí, el libro
parece querer caerse de sus manos, un libro de bolsillo y sin embargo
muy grueso, empezado hace poco, ese mismo día, probablemente. Ha
dejado sus zapatos sobre la moqueta verde, junto a una maleta oscura
y un bolso de viaje sin abrir. Podría estar en la habitación de una
pensión, en un hotel sencillo: no hay decoración, no hay nada
familiar, nada que haga pensar en un hogar. Le llama la atención su
rostro, precisamente porque no se ve: su mirada, sus rasgos, están
ocultos por una sombra que invade toda la cara.
Se gira, mira a su espalda: la otra mujer no vuelve, definitivamente.
Es un cuadro feo, bueno, no sabe, algo tendrá para que la gente
pague por mirarlo, para estar aquí, en este museo. Pero da mal
rollo, piensa, no sabría decir exactamente, tiene algo como esas
tardes, como sucederá hoy mismo, en un momento, cuando Antonio le
llame por teléfono, para decirle que el jueves no va a poder ser,
otra vez, que su mujer no le deja escaparse, y todo, piensa, se quede
así, frío, desapacible, como en sombra.
Sí, hay algo desagradable, algo violento, en ese cuadro. Hay
demasiada tristeza. Sí, es eso. Una tristeza que atrapa, que aturde,
en la otra mujer. Aunque ella qué va a saber, piensa: ella no
entiende. Ella no entiende nada.
sábado, 24 de marzo de 2012
DONDE HABITAN LOS MONSTRUOS
El lugar donde los monstruos se reúnen
no tiene, supones, nombre. Si lo tuviera –también supones–
sería tan monstruoso que, por supuesto y a la vez, sería
impronunciable. Así que, cuando los monstruos se reúnen, en
realidad lo hacen sin que estés muy seguro porque – te dices
(aunque no te consuela del todo)– lo que no tiene nombre es muy
probable que no exista. Es posible.
En este lugar que sólo lo es cuando
ellos lo habitan, los monstruos toman decisiones, meditan sobre cómo
el mundo reacciona a su monstruosidad, a su integración apenas
disimulada e inaplazable. A veces hablan del tono del humo que decora
las paredes de sus cuevas o del precio de la leña con el que las
calientan. O de los gritos que sólo ellos pueden percibir cuando los
árboles, recién muertos, se queman. Eso les suele hacer reír.
Pero, la verdad, en la asamblea de los
monstruos no se habla demasiado y lo que se dice es siempre tan
desagradable que, paradójicamente, podría considerarse incluso
irrelevante. Lo que importa –te dices (aunque no estás muy
seguro)– son las miradas, la actitud y, más allá de eso,
fundamentalmente, la propia presencia de esos monstruos, una
presencia enorme, casi divina, los monstruos en majestad. Alrededor
de cada uno de ellos, una aureola perfectamente perceptible comunica
su poder, los tesoros robados, los territorios arrasados, un nimbo
dibujado con la sangre derramada. Así ha sido desde el principio de
los tiempos y nadie se sustrae a estas leyes. Ni siquiera se trata de
la ley del más fuerte. Ser fuerte es tan sólo un requisito, donde
los monstruos habitan.
Entre los monstruos no se dan
relaciones de influencia, no se hace lobby (a esto se dedican
más los duendes y las hadas). Los monstruos son sólo poder, poder
en estado puro, administran lo que se debe hacer, quién, dónde,
cuándo, cuánto se debe hacer. Al exiguo residuo no administrado por
ellos algunos le han llamado “derechos” pero realmente –supones
(pero te gustaría que ese pensamiento nunca se te hubiera pasado por
la cabeza)– se trata de un espacio que los monstruos no han
decidido, todavía, ocupar. En cualquier caso, es un espacio pequeño,
una burbuja de aire en el lodazal en el que se debaten sus
administrados, un imperceptible alveolo en su pan enmohecido.
La asamblea de los monstruos no se
nombra, no se decide, no hay elección: los que acuden lo hacen porque
saben que se trata del lugar al que su monstruosidad les dirige, lo
que su monstruosidad les exige, la topografía natural que se dibuja
en el mapa del horror. Un mapa trazado con toda la devastación que
seas capaz de imaginar puede darte alguna pista –te dices (pero
prefieres no mirar)– si pretendes deducir dónde o cómo podría
ser ese lugar. Los que intuyen su existencia lo han asimilado al
infierno pero éste es poco más que una aproximación, un esbozo.
Una franquicia. Una representación artística. Cuentos para niños.
En los monstruos lo monstruoso
comienza a crecer como un leve síntoma, como esas décimas de fiebre
a las que no hacemos caso por irrelevantes y luego resultan en una
septicemia, una infección generalizada, la pérdida del control
sobre nuestra propia identidad, sobre nuestro cuerpo. Sin embargo no
hay nada definitivamente enfermo en los monstruos. Al contrario, en
ellos se ha formulado una suerte de segunda maduración, una
transformación que los ha convertido en seres poderosos y, por ello,
profundamente humanos (por ser mucho o más allá que sólo eso).
Todo monstruo aloja desde siempre, desde antes de serlo, esa
potencia, una posibilidad, una metamorfosis en un übermensh
–te dices (lo leíste en alguna parte aunque a ellos no les
gustaría ese nombre ni ningún otro)– en su interior agazapado
como una mariposa que espera que el gusano se decida, de una vez, a
hacer lo que tiene que hacer, lo que sabe que hay que hacer:
alimentarla de dolor, darle alas y deseo.
Su lenguaje es tosco. Utilizan pocas
palabras (desconfían de ellas), odian los adjetivos, nunca matizan
con adverbios ni son capaces de proposiciones subordinadas. Son unos
fanáticos, en cambio, de los verbos (que generalmente utilizan en
infinitivo ya que no distinguen entre su deseo y lo que sucederá o
lo que sucedió: sus deseos, simplemente, suceden). Las palabras son
límites, acotaciones, murallas. Ellos no toleran algo así: el lugar
donde habitan los monstruos no tiene límites y es precisamente por
ello que en ese lugar arraigan y proliferan,
A mi me ha sido otorgado el privilegio
de observarles y también de observarte, de adivinarte –te dices (y
yo, simplemente, lo sé)–. Cuando aparezco, de hecho, ellos ya
están allí: de alguna forma somos simultáneos, necesarios. Yo sé
quiénes son, quiénes han sido y quiénes serán. Sé dónde
encontrarles, dónde se reunirán, de dónde surgen. Podría decir
que, de alguna forma, les convoco, les emplazo. Y, de la misma forma
y por algún motivo que se me escapa, me he hecho transparente a su
mirada y parecen no poder ni siquiera olerme (ellos que tienen un
olfato afilado y, si me permites el desliz, panóptico).
Yo siempre estuve aquí. Sin mi
presencia ellos no existirían. Escribo la crónica y genero su
leyenda. Los hago posibles al definirlos, individualizarlos,
describirlos. Sin mí sólo serían una masa sin forma, serían “la
monstruosidad”, serían abstractos, serían agua, no una ola de
diez metros, serían fuego, pero no llamas que ascienden por la
escalera de tu casa, serían un cáncer, no ese bulto latiente que
has notado en el cuello. Bajo mi mirada, entre mis palabras, ellos se
encarnan, surgen y los temes –te dices (y esta vez estás en lo
cierto)–.
No estoy seguro de qué o quién me
otorgó esta posición. He sido profeta, escriba, contable,
predicador; he inspirado a poetas y escritores y les he susurrado
mitos, augurios, revelaciones. He sido, a la vez, timonel y sirena de
muchos viajes. Aunque es posible que mi aspecto te confunda. Puedo
parecer un ángel, una luz, una llama que nunca se extingue en una
zarza en el desierto o un escrito lleno de incógnitas, de símbolos
arcanos necesitados de sutiles interpretaciones. Puedo parecer muchas
cosas, puedo ser difícil de reconocer. Como ellos, soy sagrado,
inextinguible, inmortal.
Sólo –te dices (y sabes que no es
la palabra adecuada)– soy tu miedo. Tan humano.
miércoles, 14 de marzo de 2012
OFERTAS
Es como un impulso. No puedo evitarlo.
Soy una especie de Sherlock Holmes del supermercado, si
Sherlock Holmes fuera mujer. Mejor, soy como la Teresa
Lisbon esa de “El Mentalista” o la señora Fletcher
o la teniente Scully
de “Expediente X”. O Miss
Marple, pero joven: eso, pero como si
Miss Marple fuera cajera y estuviera tan buena como yo. ¿Qué le
parece? Sé que algunas de mis compañeras hacen lo mismo, bueno,
parecido. Sí, claro, no me mire así. No estamos muertas, no somos
un mueble. Cualquiera de nosotras es capaz de deducir muchas cosas a
partir de las compras que hace la gente: el dinero que tienen, el
número de hijos de la familia, si hay alguien mayor en la casa, las
enfermedades... esas cosas. Pero eso es fácil, no es demasiado
problema, desde luego. Para eso no es necesario casi ni ver lo que
compran. La ropa, las joyas, el monedero... eso también es
información. Lo mio es otra cosa. Yo puedo llegar a conocer a
la gente. Y me refiero a saber cómo son. Exactamente, quizá mejor
que ellos mismos, deducir su carácter, su verdadera personalidad.
Sí, una vez fallé. Si usted lo dice... nadie es perfecto.
Por ejemplo, ¿usted qué suele
comprar? No, claro, en su casa compra su mujer. ¿Lo ve? Y no sólo
es por la cara que ha puesto. Simplemente lo sé. Sus manos, la forma
de moverse, usted mismo se delata. Su espalda: la gente con su
espalda, su actitud, como si cargaran con el mundo encima, no viene
por el supermercado. Yo no los he visto ¿eh? ¿Qué le parece? ¿No
dice nada? ¿Sorprendido? Ya sabe, contráteme. Aquí les podría
ayudar. Soy buena ¿eh?
Yo veo una mujer, de esas que se
acercan peligrosamente a los cincuenta. La veo ya de lejos, cuando se
acerca, por el rabillo del ojo, mientras acabo de atender al cliente
anterior. Lleva el carro lleno de cosas. Mucho pan, o sea, mucha
familia, eso no falla. Los habituales retráctiles de
botellas de leche, zumo de uva y piña de marca blanca, nunca lleva
chocolate ni dulces, pero no porque no se lo pueda permitir –a
veces compra perfume o cosméticos caros–, probablemente sólo es
por disciplina: ella es la que controla la casa, los deberes, las
notas, lo que se come, las calorías, los azúcares, las grasas
insaturadas, toda esa mierda. Controla. Todo. Se nota en la manera en
la que va disponiendo las cosas en la cinta de la caja: frescos,
delicados, droguería, envases... en perfecto orden. Como siempre,
compra filetes de carne ya envasada, queso curado del más barato y
la misma marca de cerveza: su marido trabaja hasta tarde, algún
trabajo irregular, por cuenta propia, no la avisa si se retrasa –ella
le pondrá el queso mientras él espera a que le acabe de hacer una
cena rápida o le caliente las sobras del mediodía–. Nunca compra
pescado. No le gusta el olor que deja en las manos o los residuos en
la basura, las escamas, las tripas. No quiere entretenerse. No quiere
llevarse la mano a la cara a media tarde y que huela a comida. Tiene
un amante, fijo. Lo sé. ¿Entiende?
O el abuelo que viene solo, todos los
días. Viudo, la ropa sin planchar y un juego diferente, una
geografía lograda por acumulación de manchas de distintos colores,
tamaños y posiciones. Una mancha, al menos, por cada día de la
semana. Cada vez se cuida menos. La pensión se le agota entre lo que
necesita para vivir y lo que le ratean los hijos que siguen sin
trabajar. Aparecen de vez en cuando y él, además, les compra
cerveza baratera de esa con letras góticas para que parezca checa
pero fijo que la hacen en China, por toneladas. Una compañera, Mari,
que bebe bastante más de la cuenta, también la compra y nos intenta
convencer de que está buena. Basura. Basura china. Para el abuelo,
para sus hijos, sí, ya está bien, de sobra. Me mira mientras saca
las monedas y le veo la bragueta abierta. El pantalón ya no da para
más. La cremallera rota, nadie que le cosa ya al abuelo, ya le digo.
Y memoria, lo que es memoria, sí tiene. Se acuerda del precio de
cada cosa en el periodo de un mes. Mejor que el supervisor, el abuelo
ése. Con su panecillo, el filete de pescado congelado, apenas cien
gramos. “Qué es esto del panga”, me dice. Pobre abuelo.
La tenía que querer mucho, a su mujer, para aguantar a los mierdas
de los hijos. Seguro que lo hace por ella, lo que ella hubiera
querido, abuelico.
Ya le digo, la compra lo dice todo.
Ellos, los que compran, la gente normal, creen que no nos damos
cuenta de nada. Que pasamos las cosas por el infrarrojo y las vamos
tirando por la pendiente de la bandeja de salida, así, como si nada,
como si fuéramos angelicos sin sexo, como enfermeras asépticas,
profesionales: te limpio el culo, te pongo la inyección y ¿de dónde
me ha dicho que era? De eso nada. Nosotras estamos ahí. Muy
presentes. La mayoría de la gente se cree que somos una parte más
del mueble de caja, que tenemos un cable que nos sale del culo,
conectado a la máquina registradora, al lector óptico. Mujeres con
un código de barras en las pestañas. Pero estamos pendientes de
todo, lo sabemos todo. Como usted ¿o no? ¿O es que no lo sabe todo,
todo esto, antes de que se lo cuente?
Nada, como quiera. Jugaré.
Vale, no se ponga nervioso, ya llego
donde quiere usted llegar: sí, de vez en cuando, gracias a Dios,
aparece alguno. Algún tío solo, con buena pinta. Altos, delgados,
morenos o rubios, eso ya me da más igual. Pero gordos no, esos no me
gustan nada: esos que se compran el chopped por toneladas y
más cerveza que agua gastan para ducharse. Y son los más. Pero, ya
le digo, de vez en cuando, aparece alguno de los otros: un pedazo de
tío. Parece siempre como por si vinieran por primera vez. Como si
acabaran de mudarse al vecindario. Enseguida, la que esté de
compañera en la otra línea de caja –Vicky o Bea o Carmen, quien
sea– me mira y sé que también se ha fijado. Que el tío está
para decirle algo. Viene como directamente del trabajo. La mitad del
tiempo se lo pasa eligiendo el vino o el cava, y luego compra fruta,
galletitas saladas, café del bueno, todo mientras habla por el
móvil. Y te sonríen. Esos tíos te sonríen. No te sonríe el
abuelo, ni la cincuentona, ni la parejita que lleva dos carros llenos
hasta el tope como para una alarma nuclear aunque les ayudes a
meterlo todo en las bolsas. Esos no sonríen. Ni las gracias. Y llega
el tío bueno, con su blazer y la corbata a juego con los
gemelos y te pone en la cinta una caja de fresas, dos botellas de
cava rosado y una bandeja de quesos franceses que, vale que están en
oferta, pero ¡qué clase el tío!, una, cualquiera de nosotras, le
diría “bueno, si no aparece, me llamas, te doy mi numero, guapo”.
Y el tío trabaja por cuenta propia, seguro, se le ve en las manos:
las uñas perfectas, limpias como el alma. El tío te sonríe y
aparecen esos dientes blancos, todos iguales, como un anuncio de
dentista. Y no lleva anillo, no, ninguno lo lleva, que yo eso lo
respeto mucho, que no me meto yo a romper nada que esté bien
firmado: No, eso no. ¿Qué le decía? Sí, bueno, algo se parecen
unos a otros. No serán más de diez o doce al año ¿no? Bueno,
usted sabrá, yo he perdido la cuenta, la verdad. Claro que se
parecen. Una no le tira a cualquiera, hay que seleccionar. Y
encontrar la forma, el cómo y el cuándo. Pero, ya sabe, una es
buena, como Bones
¿la ha visto? La serie, me refiero. Yo no sé cómo pueden estar en
esas situaciones así, que sí que no, capítulo tras capítulo, que
te dan ganas de decirle “pero tía, que te come con los ojos, que
le digas algo, que lo tienes en el bote”. Pero bueno, eso es en la
tele, en las pelis. Ahí, en la caja, lo que una ve es la vida tal
como sucede. La vida de verdad. Así que, de vez en cuando, claro,
pues pasa lo que tiene que pasar. ¡Qué le voy a decir a usted!
¿verdad?
El momento perfecto suele ser a
primera hora de la tarde. Me encanta ese turno. Es cuando más se
pesca, usted me entiende. De las cinco líneas de caja, suele
haber una sola abierta. El súper está prácticamente
desierto. Y ahí estoy yo, limándome las uñas, o haciendo como que
me las limo mientras veo a la pieza. Soy como en esa peli de Tom
Cruise, como Top
Gun, cuando enfilo el tiro más vale que se den por muertos. Ya
están en la diana, ya no yerro, nunca. Sí, suelen aparecer más a
esa hora, bueno, también los fines de semana, pero ahí vamos a tope
y no hay forma, imagínese. A esa hora, después de comer, entre
semana, en el súper hay un silencio que se oye hasta la música de
fondo. A veces Juan, el de mantenimiento, me deja escogerla, la
música, digo, eso ya es tremendo. El tío, pongamos, con sus gafitas
de pasta y esa pinta de haber acabado la consulta, de cirujano
plástico o de estudio de arquitectura, lo que sea. Un tío guay a
más no poder. Y no falla: ahí llegan, con la cesta pequeñita, como
si fueran por el aeropuerto con su trolley, ya sabe, esos
tíos nunca cogen un carro, compran lo justo. Se plantan al lado de
la caja y te ponen, como en un strip tease: la botella de ginebra
azul, seis latas de tónica, pan tostado, la bandeja de quesos
franceses, eso nunca falta, ya le digo, dos limones, una bolsa de
ensalada César, tres melocotones, cuatro manzanas y una cajita de
cerezas. Para volverse loca ¿qué quiere?
Así que, a veces, me dejo llevar. Y
no crea que soy muy valiente yo. Qué va. Me costó un montón, la
primera vez. Romper el hielo. “Vaya fiestuki” le dije entonces,
al primero. Bueno,a hora ya tengo más repertorio. “Qué buen
gusto, por Dios”, “La cosa promete”, “¿Cabe una más?”...
Y enseguida aparece la sonrisa esa, en alta definición, panorámica:
ahí está. Alguno se pone rojo y todo. Son un encanto. Te miran y es
como si la estuvieran mirando a ella, a la que sea que le están
preparando el asunto, igual que a ella, fijo. No como usted, que ni
me ha mirado en todo el rato que llevamos aquí, a los ojos. ¡Así
no!, mirarme de verdad, digo, como si yo no fuera transparente. Así
es como nos mira la mayoría de la gente. Vicky también lo dice, que
nos miran “como a los botes de mayonesa”, dice ella. No, esos
tíos, en ese momento, te miran como a su chica, seguro. Y tu oyes la
música y sabes perfectamente lo que hay, lo ves y te atreves, un
poco más y les dices dónde, si les apetece, en el cuarto que hay
nada más bajar la escalera que lleva al garaje. “No he venido en
coche” te dice alguno, pobrecico, “y qué más da”, les digo yo
“si no nos vamos a ninguna parte”. Y sí, diez o doce al año
caen. Uno al mes, que tampoco es para tanto. Y más que fueran, pero
una no le tira a cualquiera, ya le digo. No sé qué le habrán
contado, seguro que a estas alturas ya ha hablado con mucha gente,
pero es así, se lo juro. Como se lo cuento.
Y lo de ése chico, qué quiere que le
diga, pues como los otros. Un encanto, parecía. Yo estuve
fantástica, qué le voy a decir. Los demás también se lo podrían
decir, aunque no sé ni cómo se llaman, le va a costar encontrarlos,
y eso que alguno ha repetido y todo. Aunque a la mayoría los he
visto sólo una vez, sólo esa vez. Para mí que se asustan,
pobrecicos, que alguno tiene pinta de que ni se lo esperaba. Lo de
ése, ¿cómo dice que se llama?, Julián, Julián Martínez, vale,
pues, no sé, en cuanto bajamos al cuartito empezó a decirme que si
era una guarra, que se lo había dicho un amigo suyo que vivía por
el barrio, que si todo el mundo lo sabía y él sólo había venido a
ver si me bajaba las bragas y que a él ni siquiera le gustaba el
champán. No te jode. Un gilipollas. Él y todos los demás, al
final. Perdone que me ponga así, pero es que nos tratan como si
fueramos... anda, como si fuéramos nada. Lo demás ya lo sabe: una
cosa llevó a la otra, que yo no quería, es que me dio tanta rabia,
le di con la misma botella que acababa de comprar, aún me acuerdo,
Moët rosado. ¡Qué
clase!, pensé yo, en la caja, antes de que bajáramos al cuartito, y
luego va y era un capullo, un gilipollas, el tío. Sí, ya le he
dicho, nadie es perfecto. A veces hasta yo me equivoco.
¿Cómo dice? Sí, el cuartito está
al lado de donde preparan la carne. No, no crea que me costó tanto,
que yo también echo una mano cuando hay que descargar palets,
y piezas de ternera y costillares, de todo. ¿La ropa? Me la llevé,
sí, aún la tengo en casa, planchada, en el armario. No sé, no
sabía qué hacer con ella. Y él... él por ahí, desperdigado en
las bandejas de carne picada, de hamburguesas, mezclado con carne de
cerdo y ternera. No, con el pollo no, seguro, se hubiera notado. Soy
cajera, no tonta ¿lo ve?
Se lo irían llevando, poco a poco, de
la zona refrigerada. Quién sabe, cualquiera, todo el barrio, del
expositor, justo al lado de los quesos franceses, claro. Pero todo
eso ya lo sabe ¿no?
Sí, firmo, lo que usted diga, jefe.
¿Aquí? ¿Aquí también?
¿Cuántos
hijos dice que tiene?
viernes, 9 de marzo de 2012
LA MAQUINA
Cuando empezaron a construir La Máquina no sabían si, finalmente, funcionaría. Al principio se plantearon muchas dudas, las habituales controversias, los debates. Cuando El Problema se planteó en toda su majestad ya no hubo tiempo para los matices, para las digresiones o la complejidad, surgió, inevitable, la dicotomía. Algunos apoyaron decididamente La Resignación, pero la mayoría se decidió por El Futuro e, inmediatamente, empezó la construcción de La Máquina. Se convocaron expertos de todo el mundo. Hubo reuniones, convocatorias, conferencias de prensa. Algunos de esos expertos era la primera vez que mostraban su rostro al público. La gente tuvo la certeza de que el asunto era grave cuando hubo que destapar hasta los mejor guardados secretos. No habría otra oportunidad, si es que ésta lo era. Esto es lo que nos cuentan, al menos. Corríjame si me equivoco.
Pertenezco a la decimotercera generación de Constructores, aunque eso lo puede consultar fácilmente en los archivos. Desde su Génesis, La Máquina parece haber ido cambiando su configuración y su propósito conforme El Problema parecía, a su vez, adoptar distintos matices y dimensiones. La Máquina va formándose de acuerdo a los grados y las diferentes formas de amenaza y sutil inteligencia que manifiesta El Problema. Nadie, al menos ninguno de entre nosotros, recuerda muy bien ya dónde apareció El Problema, ni cuál fue su atribución, su forma inicial. Algunos hablan de amenazas para la salud, para el medio ambiente, para las culturas locales e, incluso, de la propia organización humana. Pero sólo los menos creyentes de nosotros pueden aceptar que, en algún momento, El Problema tuvo una dimensión suficientemente pequeña para que los hombres pudiéramos manejarlo sin ayuda de La Máquina. Ella, como de sobra conoce, representa ya nuestra única esperanza y sólo desde ella conseguiremos liberarnos de El Problema, algún día.
Como para todos los Constructores, el trabajo absorbe prácticamente todas las horas del día que paso despierto. Algunos compañeros que ocasionalmente parecen tener comportamientos ligeramente anómalos, cuentan que, en algún lugar, fuera de aquí, o quizá se refieren al pasado, o a algún otro Entorno, existen ritmos alternos de luz y oscuridad que rigen la actividad de los hombres y/o la jornada laboral. Un concepto, por lo menos, extraño. No se ría de mí si en alguna ocasión le he otorgado RT, como decían antes, a estos rumores. Supongo que eso forma parte de las estrategias o de la propia esencia de El Problema, porque no consigo imaginar por qué puede ser útil adaptarse a la oscuridad o prescindir de la visibilidad continua que tenemos en nuestro Entorno. Oscuridad ¿para hacer qué? ¿durante cuánto tiempo? No tiene ningún sentido. En nuestro Agregado se habla ya de niveles de eficiencia cercanos al 98%. Es cierto que, en ocasiones, surge un cierto sentimiento de incomodidad cuando somos realmente conscientes de que resulta probable que, en nuestra generación, tampoco podamos ver a La Máquina completamente operativa, acabada, ni a El Problema aniquilado. Surge la sospecha de que La Máquina es, en realidad, una forma de vida frente al problema, un continuo que a la vez permite y define nuestra existencia. Cuando esto sucede, cuando estos sentimientos negativos se apoderan de mi habitual entusiasmo, las pastillas de color malva que nos ofrecen –me imagino que a todos– con la comida siempre consiguen solucionar el malestar, esta especie de náusea.
Como todos pudimos advertir, en su último discurso de los Días Primos, Poder parecía bastante satisfecho de los avances durante el Periodo Noventa. En nuestro Agregado hemos conseguido un peso relativo cercano a los 2 puntos y, en todo el Entorno, la estimación se acerca a 3 puntos. Los Constructores trabajamos orgullosos y vemos cómo La Máquina es capaz de contener, a pesar de su imprescindible insuficiencia, la amenaza, El Problema –en ocasiones me cuesta nombrarlo sin sentirme atemorizado por su magnitud y sus posibles consecuencias– de una forma efectiva y sin apenas sobresaltos. Algunos de entre nosotros, sin embargo, en las comidas, o en las transiciones entre los módulos de trabajo, parecen adoptar una actitud poco entusiasta. Quizá precisen más dosis de los comprimidos de color malva. Algo no deben haber entendido bien ya que los éxitos se suceden Periodo tras Periodo y así es como ha sido siempre y como nos contaron las generaciones previas y ése es nuestro Único Propósito. Sólo el entusiasmo y la entrega en el trabajo pueden hacer que La Máquina contenga a El Problema y que, algún día, si ello es posible, lo venza. Así lo esperamos, así nos lo cuentan: ésa es nuestra visión.
Al hilo de estos ocasionales desfallecimientos que le comento, hoy, mientras intentaba concentrarme en las nanosoldaduras del módulo #44_56.0.34 el hombre que desde hace varias jornadas trabaja en la célula vecina, no ha parado de hablar. Ni siquiera estoy seguro de que se dirigiera a mi. No me miraba mientras lo hacía. No apartaba la mirada del módulo al que está consagrado. Pero no dejaba de hablar y hablar, sin pausa, con un tono neutro como algunas de esas canciones para la inducción somnica que nos recomiendan para los problemas de conciliación en los encuentros de uso habitacional del Entorno. En algunos momentos he creído entender que este hombre no confía en todo lo que Poder comunica, no sólo en el briefing que recibimos al despertar, cada jornada, o en los loops videoacústicos que se suceden en las dependencias-comedor, sino incluso en los discursos de los Días Primos. Ha utilizado conceptos que no comprendo del todo como “propaganda”, “alteración deliberada de la realidad” o “interdependencia”. Pronunciaba reiteradamente una palabra (o un nombre, parece referirse a alguien o a una idea de alguiien) que suena como “guébets” y que no he encontrado en los diccionarios de la Red de mi dispositivo. Quizá no sean términos permitidos en nuestro nivel de Constructores o no lo deletreo correctamente. En cualquier caso, se lo apunto tal como lo he oído por si supusiera una pista relevante.
Al final de la jornada, cuando he notado la vibración en el implante cervical que señala el momento del retiro al núcleo habitacional para el descanso –por cierto, aunque confío plenamente en la exactitud del sistema que lo gobierna, pero cada vez parece alargarse más la jornada de trabajo o acortarse los descansos– y después de cerrar el link con mi módulo y completar el ritual de despedida, he esperado en la confluencia de los módulos alfa y gabba-2 haciendo como si actualizara mi dispositivo móvil en la estación de bajas energías. Al poco, mi vecino de trabajo, el hombre que decía guébets, ha pasado por delante y he podido seguirle, perfectamente disimulado entre las decenas de Constructores que abandonábamos nuestros módulos y los que venían de refresco. A mitad del recorrido permitido –he empezado a oír el mensaje estándar de ofrecimiento potencial de ayuda para el itinerario hacia el descanso generado desde mi implante– el hombre se ha sentado en la sala recreativa Xanadú_66 del módulo gabba-2 en el rincón donde suelen quedar los #sudokas para relajarse en los tiempos de ocio estipulados. Eran seis hombres. Aunque parecían concentrados en los pasatiempos, se notaba fácilmente que, en realidad, mantenían una conversación sin levantar la mirada de la pantalla de plasma-retina. Me he colocado frente a la pantalla de los juegos vintage (no sólo por su cercanía a los sudokus, sino porque me gusta pensar que puedo coincidir con la partida de alguno de los Antepasados) pero he desconectado los auriculares, de forma que he podido escuchar la conversación completa.
Inicialmente comentaban aspectos de organización pero utilizaban nombres en clave numérica con alteraciones frecuentes y una especie de jerga que incluía términos como “células”, “repertorios de adscritos” y “movilización”. Uno de ellos, que se cubría todo el tiempo con la capucha de su sudadera, parecía muy nervioso y se negaba a aceptar la decisión de los demás de comenzar la “acción”. Insistía en que aceptaba que La Resignación y El Futuro eran “constructos tóxicos” (así se referían a muchas de nuestros Principios, Valores y Ámbitos) y que El Problema eran precisamente ellos, una especie de maquinaria de poder desconocida, un grupo heredero de los Expertos Primordiales, “una sombra dentro de otra sombra”, dijo otro de los #sudokas. Estuvieron debatiendo durante más de una hora. No pude escucharles más porque mi implante no dejaba de ordenarme el descanso y amenazarme con informar al Jefe de Módulo de mi alteración operativa, así que tuve que emplear los cinco minutos que me quedaban en correr hasta mi núcleo habitacional. Si quiere disponer de los detalles, los almacené todos en el dispositivo móvil. No le envío la grabación porque sé que ustedes pueden acceder a ella cuando quieran, si no lo han hecho ya.
Espero que esta descripción que le remito le sea de utilidad a la Autoridad Delegada competente para la interpretación de estos atípicos comportamientos. Cada vez es posible distinguir más de estos grupúsculos de extravagantes personajes. Como si con sus continuas dudas, con su disidencia, ayudaran en algo. Como si El Problema no fuera suficiente presión para todos nosotros. No parecen darse cuenta de que Poder ya ha pensado en otras alternativas, si las hubiera, que La Máquina se adapta continuamente como un anticuerpo a su virus. Mi compañera de esparcimiento corporal –la que, por cierto, aprovecho para recordarle, no ha sido renovada en los últimos dos meses, tal como estipula mi nuevo estatus de Constructor de nivel 2.7– asegura que son efectos secundarios de los comprimidos de color malva. Yo, sin recibir noticias oficiales, no pienso abandonar su consumo, salvo que usted/es me respondan en sentido contrario.
Aguardo cualquier instrucción por su parte y solicito que la anomalía en mi regreso al núcleo habitacional registrada por el implante sea catalogada como “en solidaridad al Poder” o bien, directamente, sobreseída. Como ustedes dicen, tan acertadamente, hice lo que había que hacer.
En el Periodo Noventa de La Máquina, línea temporal continua, Administración ##lo@25,
Atentamente,
Pat Brisbane, C 2.7., M #44_56.0.34
jueves, 1 de marzo de 2012
TOMA #
Día 1. Toma -1.
A pesar del trabajo extra que supone,
he decidido llevar un diario de la grabación de nuestro disco. Omar,
Fran, Betty y yo estamos muy ilusionados con las posibilidades de
nuestros temas. Bueno, en realidad eran mis temas, si exceptuamos la
letra de “Hombre-perro” de Omar, pero con las aportaciones de
cada uno, las canciones van siendo de todos, del procomún, parte del
proyecto, como nos gusta llamarlo. La idea es hacer de este
diario un mapa de lo que va siendo este camino, una puesta en limpio
de cómo se ha ido construyendo. Uno de esos documentos que los
críticos luego leen como una joya, donde se encuentran todas las
explicaciones, todos los detalles. A quién se le ocurrió ese
arreglo, por qué no salió esa frase, finalmente. Un documento
imprescindible. Esta tarde hemos repasado las guías de los temas.
Fran está encantado con las posibles líneas de bajo de “Recorriendo
océanos” y de “Plasma fresco”. Omar, con su habitual falta de
contención verbal y un nuevo tic facial que me pone muy nervioso, me
ha asegurado que atenuará sus frecuentes excesos de redobles y que
entiende que lo que estaba bien para su grupo de hardcore o para
nuestros posreriores directos hay que moderarlo en el estudio. Sin
embargo se ha pasado media tarde aporreando la batería y nos hemos
tenido que ir a la habitación de al lado para poder seguir hablando
(y odiándole). Por cierto ¡el grupo sigue sin nombre!
Día 8. Toma 0.
Tras varios días recolectando el
material — el padre de Fran ha sido muy amable y nos ha prestado
los micros que tiene en casa de su antigua consulta de
foniatría-logopedia — hemos cableado todo el estudio, calibrado la
placa de sonido y formateado el PC para que el programa de
grabación/edición corra mejor. He puesto un póster de los Kinks
para que sus dioses nos protejan (y para picar un poco a Betty, que
es más de los Who). He hecho copias de las letras y las
armonías para todos. La alfombra recién traída de la lavandería y
algunas fundas de mis viejos LPs de los 90 hacen el resto. He llenado
la nevera de agua mineral Evian, la preferida de Brian Eno según el
RollingStone de Abril. No podemos fallar.
Dia 12. Toma 4.
Omar sigue empeñado en destrozar la
caja o las baquetas o las dos cosas a la vez. Le he dicho ya más de
veinte veces que el tono de los temas no permite un ritmo tan
machacón ni tan presente, que intente ser más medido, más jazzy,
incluso. Me ha dado una conferencia sobre bateristas célebres, modos
de pegar, parches y maderas más adecuadas; creo que el tic ahora lo
tiene en el otro lado de la cara. Dice que la única forma de
conseguir lo que quiero tendrá que ser en la edición de las tomas,
que él no sabe o no puede o no quiere o las tres cosas, pero, por
más que me pongo con los filtros y los cambios de parámetros en el
editor no consigo que suene ni parecido a como lo había imaginado.
Fran sigue empeñado en que cambie “amígdala” por “luciérnaga”
en “Desechos el uno para el otro”. Dice que no importa que el
estribillo diga “pretendo surfear/los impulsos que transitan/ tu
luciérnaga cerebral” y que, total, las letras no las oye nadie y
antes tampoco se entendía la frase. Betty no dice nada. Ha vuelto a
emborracharse en mitad de la sesión de grabación (no ha aceptado lo
del agua mineral ni siquiera cuando le he hablado de Eno) y se oye un
eructo suyo hacia el final de “The last of the must” que no
consigo hacer desaparecer de la pista ni con detergente. Otro
delicioso día de grabación.
Dia 20. Toma 10.
Betty dice que nos podíamos llamar
“The Nada”, Fran propone “Alex & Timia” y Omar insiste
con “The Katatoniks”. A ninguno les gusta mi opción, y eso que
tardé mucho en decidirme por “Lisístrata” en lugar de “Bart's
worst idea” (que además es, creo, el mejor tema del disco, a pesar
de que Fran diga que es “un petardo, pero, además, un petardo
demasiado parecido a 'Love is in the air' y con un lamentable regusto
final a 'Fernando' de ABBA”). Una vez más retomamos y dejamos
abandonado el tema del nombre del grupo. Fran sigue dándole vueltas
al bajo canción tras canción. Nunca parece satisfecho y de algunos
temas hemos hecho más de diez tomas (y, trístemente, ninguna
demasiado buena). Lo de Fran es la psicodelia sobre un lecho de
Aerosmith, o sea y básicamente, imposible. Yo no hago más que
ponerle discos de Belle & Sebastian y el tipo impasible, como si
nada, como si no fuera con él. Mañana atacaré con algo más
canónico, quizá con los mismos Beatles, pero creo que Fran
padece una sordera pop-selectiva.
Dia 45. Toma n.
Esto no solamente es un infierno sino
que estamos en uno de sus círculos más profundos y oscuros. Betty
consigue sonar como una soprano borracha aunque no lo esté, lo que
no ocurre la mayoría de las veces. Se ha disculpado por haber
vomitado sobre la cubierta del disco de los Waterboys que me
regaló Ana, mi primera novia. He aceptado las disculpas pero por mi
mirada debe haber entendido que, por supuesto, no la perdonaré
nunca. Hoy ha insistido en cantar desnuda, y, aunque la guitarra
acústica le tapaba, parcialmente, el pubis, no he conseguido prestar
atención a su afinación hasta la sexta toma. No hay que negar que
la chica pone todo lo que tiene en el empeño, y que, de alguna
forma, todo lo que tiene resulta excesivo. Y, por cierto, no es
rubia. Para nada.
Día 56. Toma n + 30.
Omar ha decidido que tiene que grabar
todas las baterías de nuevo. Yo no sé cómo decirle que he
sustituído la mayoría de sus tomas por loops y ritmos que me
he bajado de Internet. Incluso he metido un ritmillo con el teclado
MIDI que queda de coña. He hecho como que me interesaba mucho
la propuesta aunque he conseguido convencerlo de postponer las nuevas
grabaciones de baterías hasta la semana que viene, si a Betty le dan
el alta ya en el hospital y sus padres la dejan salir de casa. La
verdad es que no me había dado ni cuenta de lo de las pastillas. Ni
de la cocaína. Fran está muy preocupado por la gira después del
disco, dice que Betty es muy inestable y que él podría hacer las
voces si hiciera falta. Me ha hecho una demostración (sin
desnudarse, gracias a Dios). Después de oír eso que Fran llama
“falsete” he llamado inmediatamente a Betty y le he hecho que me
prometa una rápida recuperación y me dé garantías de su
profesionalidad y disposición a la rehabilitación total. Me he
ofrecido incluso a pagarle alguna raya. Creo que cuando me ha dicho
“que te jodan” sus padres debían estar presionándola. De algún
modo.
Día 72. Toma 60.
Después de reponerme de mi crisis
nerviosa cuando he visto que en mi último intento por acelerar la
velocidad de proceso del PC he borrado los ficheros de grabación
desde el día 20 en adelante (con lo que, prácticamente, me he
quedado sólo con las bases rítmicas —¡Omar, dioses, qué golpes!
— y las dos primeras tomas de la ¿voz? de Betty en “Lost for
lust”) he decidido que la mayor parte de las guitarras, coros,
vientos, ruidos eléctricos, sonidos de ambiente, efectos, entradas
MIDI, filtros, samplers y todos los miles de arreglos
que había grabado estaban, en realidad, de más. Me he convencido de
que es una señal de los dioses del pop, y que sonamos mejor cuanto
más simple y más desnudos (y no lo digo sólo por Betty, que
también). He grabado de nuevo algunos de los riffs que
recordaba (aunque eran tantos que creo que ahora algunos están en
los temas que no estaban) y algunas camas de teclado para las subidas
antes de los estribillos, sobre todo en “Bart's worst idea” y en
“Desechos, etc.”. He llamado a Betty y me ha prometido que por la
mañana estará bien y vendrá a grabar de nuevo los temas que he
borrado. He decidido tomarme otro Orfidal antes de irme a la cama
pero creo que me he confundido y me he tomado el antiparasitario del
perro. La experiencia me ha servido para cambiar el puente de “Fuck
them all at last, you, Cinderella” y queda mucho mejor, aunque el
picor que tengo en las ingles no me va a dejar dormir. ¿Qué mierda
le ponen a las cosas estas para chuchos?
Día 100. Toma indeterminada.
No veo el final. Ellos tampoco. Les
digo que las canciones, como decía Valery de la poesía, no se
terminan, se abandonan. Me dicen que soy un capullo y un redicho y
que Valery nunca consiguió un Grammy. Ahí tienen razón. Omar ha
descubierto los ritmos MIDI que he camuflado de nuevo en
algunos, bueno, en la mayoría, de los temas, en un plano algo,
bueno, ligeramente, está bien, quizá algo, no, muy, superior a sus
baterías originales. Me ha dicho cosas con palabras que mi madre
nunca conocerá y que no puedo repetir en este diario. Ahora tiene
más tics, apenas hay músculo de su cara que no se mueva al hablar y
creo que yo también empiezo a notar algo en mi párapado derecho.
Cuando me ha mandado a la mierda después de amenazarme con diversos
tipos de muerte lenta y dolorosa, he pensado que quizá, es posible,
tal vez debería haberle consultado alguno de estos cambios antes.
Luego he reflexionado sobre la responsabilidad del líder y esas
cosas y se me ha pasado. Todo excepto el tic.
Día 120. Toma final.
Como sorpresa para el grupo he grabado
un tema extra, un bonus-track en el que he construido todas las
pistas, todas las voces, todos los instrumentos. Se llama “All is
back again”. Se lo he presentado después de que oyeran las
versiones, por fin, definitivas de todos los temas. Por resumir,
“Bart's...” les ha parecido pretencioso, más glam que rock, pero
menos glam que cursi sin más; “Desechos...” dice Betty que suena
como si quisiera ser otra canción y no pudiera; De “Farmacias en
guardia” les ha gustado, sobre todo, que no tenga estribillo (pero
la verdad es que sí que tiene, así que no sé qué les ha gustado,
realmente); en “The last of the must” me insisten en que
pronuncie mejor “consistence” y “evanescence”
(y me veo, sinceramente, incapaz: yo siempre he sido de francés ;
sobre “Lost for lust” han guardado un, diría, luctuoso silencio
(y se miraban); “[...]Cinderella” les parece insuficientemente
distorsionada y no entienden lo del pizzicato de violines en
el puente (ni por qué me rasco las ingles cuando la oigo). De
“Hombre-perro” dicen que sería un gran tema si lo tocase otro
grupo, lo que no va a ocurrir nunca; de “Plasma fresco” y
“Recorriendo océanos” insisten en que son de esos temas para
desechar (y avergonzarse de haberlos siquiera intentado). Y esos han
sido los comentarios elogiosos. Cuando les he puesto “All is back
again” me han dicho si se la quiero vender a Melendi o si es un
regalo para el cumpleaños de mi abuelo o las dos cosas. Hoy ha sido
uno de esos días en mi supergrupo. Otra vez.
Día D. Toma #
Lo de Betty se veía venir. Y en su
nuevo grupo post-post-neo-punk la chica queda bien, para que nos
vamos a engañar. Nunca pensé que se pudiera escupir así, tan
seguido y estando borracha. Fran, en cambio, parecía bastante
contento con sus bajos y sus aportaciones en las letras, así que su
deserción me ha sorprendido más. En el mail que me ha
escrito pone que lo deja “por razones de dignidad musical”. La
verdad es que parecen palabras muy gruesas sólo porque en cinco de
los doce temas llamara finalmente a mi sobrino que, entre nosotros,
solucionó la papeleta mucho mejor y en apenas dos tomas. Pero lo que
no entiendo, para nada, es lo de Omar. Además se ha llevado el ride
y el crash porque dice que son suyos (a pesar de que quedamos,
desde el principio, que todo lo que entraba en el estudio sería del
grupo). Las baterías quedaron tal cual, quizá un poco menos
elocuentes con el filtro y el compresor, una ayuda con Cubase por
aquí y algún loop electrico discretamente entretejido. Pero, qué
quiere, es lo que se lleva, ¿no? Bueno, ¿qué importa? Todos los
grupos han pasado por estas fases. Y, algún día, el único rastro
que quedará de éste (que nunca tuvo nombre) será mi diario. Lo que
no sé cómo explicarles, si los vuelvo a ver, es que el disco duro
se jodió definitivamente y se perdieron los archivos de las pistas
originales. Espero que, por lo menos Betty tenga la copia en CD que
le regalé el día de la fiesta de fin de grabación. Y que recuerde
dónde la ha puesto, entre tanta cerveza y todos esos escupitajos.
En el fondo, me importa un huevo. ¡Qué
les den! Haré una gira en acústico. Yo sólo: “Groin's itch”,
unplugged.
Mola ¿no?
viernes, 24 de febrero de 2012
LAS POSIBILIDADES
Para HH (para todos ellos)
Desde
aquí nada parece ser completamente real. Como si los asuntos que se
tratan sucedieran en una dimensión diferente. Este es el lugar de la
observación, el lugar de los informes, de los formularios, de la
planificación, el reino del papel y de la tinta; un mundo perfecto,
analítico, definitivamente ordenado y, como toda perfección, como
todo intento de perfección, un mundo ficticio.
La
Organización: imponentes edificios, estatuas, recuerdos de los
grandes discursos, placas conmemorativas, los lugares exactos donde
alguien decidió cambiar la Historia, una vez más. Un complejo para
la Letras Mayúsculas de la Diplomacia y la Alta Política construido
con cristal, acero y cemento por los mejores arquitectos del momento;
un foro romano puesto al día y sin los rastros –visibles, al
menos– de la sangre de los cónsules caídos en desgracia. Un lugar
para la negociación y la acción, un mundo de alfombras por las que
se deslizan cientos, miles de hombres y mujeres llenos de ideas
contradictorias y cambiantes y que suelen calzar zapatos de un cuero
inmaculado.
Por
un dudoso y seguramente olvidado motivo, quizá sólo por la
costumbre de acercar la naturaleza al cemento y así hacerlo más
humano (como si el cemento no fuera definitivamente humano),
los monumentales edificios donde sucede toda la acción –acción de
papel– están rodeados, enmarcados, por macizos de flores, árboles,
parterres, jardineras, arriates y pequeños estanques. Las plantas,
las flores, tampoco son exactamente reales: seleccionadas por
generaciones de exigentes jardineros, en busca de una especie de
Punto Omega
que nunca llega, que nunca se aparta de su propia naturaleza; flores,
también, de ficción. Y ficciones que tienen un autor, un
responsable.
Ése
soy yo.
El
último balance distribuido por el departamento de prensa cifra los
rosales del jardín que rodea los edificios donde se alberga la
Organización y su frenética y desordenada actividad, en unos
1.500, superados, muy de lejos, por los 30.000 bulbos de narciso. El
listado alude también a las distintas especies de árboles, los
paisajes dedicados, los setos perfectamente recortados (se agradece
el adverbio, pero exageran: les aseguro que no es lo más difícil),
la calidad del agua de los estanques, los espléndidos nenúfares e
incluso se mencionan unos inexistentes peces de colores. Quizá
alguien liberó en su día un presupuesto y debería haber peces aquí
o tal vez pertenecen a ese ideal platónico que parece contagiar todo
el entorno.
Los
funcionarios de la Organización pasean en su tiempo libre –en las
tan mal llamadas horas muertas–, en esos momentos más o menos
breves que suceden entre una reunión y la siguiente, entre un
expediente y el próximo informe, por este jardín, por mi estimado y
cuidado jardín, arropados por todas estas neuróticamente
catalogadas plantas y muchas otras que no menciona el departamento de
prensa (la verdad es que nunca me preguntan directamente: deben
pensar que el jardín surge de forma espontanea, como el fruto
necesario de una estricta y anónima planificación). El jardín
ocupa sus buenas dos hectáreas, serpenteando en unos lugares y
abriéndose en otros, a los pies (y a la sombra, eso no estuvo muy
bien diseñado) de los grandes edificios. Intento cuidarlo con toda
mi dedicación y profesionalidad. Algunos de los funcionarios me
conocen o, al menos, me saludan por mi nombre. Eso sólo significa
que son suficientemente antiguos (además de medianamente amables).
Yo, en mi particular y excéntrico puesto, paso por ser uno de los
funcionarios más estables en este singular complejo de edificios
donde cada puerta tiene un acrónimo cuyo origen y función muchos ya
no recuerdan con claridad. Tenemos el COPUOS, el PNUD (que incluye el
UNV y el UNIFEM, por no mencionar el UNCDF), el UNFPA, etcétera.
Hubo
un tiempo en que todo esto me interesaba mucho, creo.
Ahora
vivo en la periferia, la cuido. Soy un experto de la periferia, un
habitante de la Organización desaparecido en el suburbio, el
fantasma de esta ópera de cantantes desafinados. Ahora tengo
suficiente con mis hermosos y fragantes narcisos, particularmente
estos 'Grand Soleil d'Or': estrellas amarillas de seis
pétalos, con una simetría imposible. Esta primavera han vuelto a
florecer elegantes y obstinados, ajenos a tantas corbatas, dossiers y
conflictos confinados en portafolios. Sólo hay que acolchar bien la
tierra alrededor de sus frágiles tallos para que, año tras año,
sus bulbos vuelvan a florecer. No soportan el exceso de humedad, el
terreno debe estar bien drenado. Unos centímetros más abajo de su
tallo, los escombros de la obra original, los ladrillos machacados,
los que no pudieron formar parte de la leyenda de los edificios
principales, también hacen su papel: permiten que las raíces de los
narcisos no se pudran, alivian el exceso de agua. Así los bulbos,
con muy poca ayuda, viviendo sobre la ruina, sobre los desechos,
sobre lo poco que les dejan, se multiplican. Cada primavera.
– ¿No se cansa?
Me lo
han preguntado demasiadas veces. Hoy se trata de un hombre joven
vestido con un traje azul marino (demasiadas veces también es un
traje azul marino), corbata desajustada. Se acaba de sentar en el
banco, a la sombra de una acacia que se mece al ritmo de vals de la
brisa que viene desde el río. Lo miro cuidadosamente porque su
pregunta idiota me ha obligado a girarme y a abandonar la tarea.
– Para nada –respondo – Nunca. Usted lo sabría si alguna vez
hubiera cultivado algo. La tierra es de las pocas cosas agradecidas
en este mundo. Tú haces diez, ella devuelve cien, decía mi padre.
– ¿Cómo sabe que yo no...?
– La pregunta lo delata –me sincero–. A usted y a todos. Son
ustedes demasiado parecidos unos a otros. Demasiado ocupados para
agacharse y tocar la tierra con sus propias manos. Además se les
caería, inmediatamente, la blackberry. Y eso siempre es un desastre
¿no?
– ¿A quién se refiere? – seguía el hombre azul marino mientras
terminaba su sandwich
– A ustedes, los que gestionan las posibilidades. ¿Se dice así?
¿Gestionar?
– Ni idea. Además, usted también se equivoca: lo mio es un
iPhone.
Ellos
también aparecen y desaparecen, como las plantas, primavera tras
primavera. Parecen distintos pero provienen de un mismo lugar. Tienen
la misma fragancia. Las mismas anónimas corbatas, las mismas ojeras.
Creen que pueden cambiar el mundo, siempre están con eso, siempre
traen entre manos un nuevo proyecto, otra gestión. No es que no les
aprecie. Son como estos narcisos, demasiado parecidos unos a otros
para tomarles cariño.
– Parece conocernos muy bien – siguió el hombre –. ¿Hace
mucho que trabaja aquí?
– Desde el principio, podría decir. ¿Ve ese roble de allí? El
tronco apenas tenía veinte centímetros cuando me contrataron. Ya
existían estos bancos. Entonces no había, generalmente, tipos con
sandwiches, eran tiempos más para una petaca de whisky. Tiempos
duros. Muchas posibilidades. Muchas fueron reales.
– ¿Posibilidades? – el hombre no acababa de entender; ni yo de
explicarme, desde luego.
Pero
yo sé que uno no debe ser demasiado claro si quiere sobrevivir en
este jardín. Eso lo aprendí hace tiempo. Ellos hablan con
sutilezas, insinúan lo que ni siquiera están seguros que se pueda
decir. Dejan caer pistas, carnaza para ver si el otro, el oponente,
porque siempre hay un oponente, deja salir ese fragmento de
información con el que construirán más y más posibilidades: la
posibilidad de otra hambruna, la posibilidad de un cambio de gobierno
más o menos favorable, la posibilidad de una guerra. Elaborarán sus
informes llenos de posibilidades, de escenarios, hojas de ruta, notas
de prensa que se anticiparán a lo que aún no ha sucedido. El
edificio entero supura pasta de papel mojado, la pasta densa y
urticariante de la versión oficial, como las plantas lechosas cuando
son cortadas, la savia de la Organización. Su sangre, mejor dicho.
– Ustedes siempre llevan entre manos la posibilidad de que algo
suceda, de hacerlo suceder, algo siempre muy importante. Cuentan en
cientos de miles, por lo menos – seguí, echando también algo de
carnaza en el anzuelo; tenía curiosidad por averiguar lo que era
esta vez.
– ¿Cientos de miles? No, mi departamento no maneja tanto dinero,
se equivoca. Para nada.
– No, me refería a personas.
– Ya –balbuceó– Sí, ahí lleva razón. Son muchos, demasiados
¿Se imagina? Miles de personas a punto de empezar una guerra cuyos
objetivos son unos miserables pozos de agua. Y, sólo un poco más
abajo, gas natural. Aunque este último extremo lo ignoran, aún.
– Lo imagino, perfectamente. La sed es una fuerza poderosa –mis
plantas también matarían por ella, si pudieran moverse, pensé.
Así
que las migajas del sandwich caerían otra vez sobre un informe
completo, lleno de detalles y de mentiras, sobre la mejor estrategia,
sobre los generales, sus debilidades, sus ambiciones, los políticos,
las posibles salidas, las honrosas y las menos honrosas, las bajas
estimadas. Las fluctuaciones en el precio del gas natural. La
posición oficial levemente manchada de gotas de mayonesa y trazas de
espinaca.
– Así que desde el principio –siguió el hombre, interrogándome:
al parecer la guerra del agua o del gas podría esperar.
– Aproximadamente.
– Habrá visto mucho.
– Muchas flores, cada año las mismas, cada año diferentes – sí,
lo reconozco, a veces me pongo demasiado ¿zen?, sí, como en una
conversación-haiku; a estos tipos les sienta bien, les recuerda la
decoración de su casa.
– Ya. Ahora el mundo es mucho más complejo. Ni se lo imagina.
Ahí
tenía razón. Los buenos tiempos, cuando todo estaba tan claro,
quién era quién. Los comunistas a un lado, queriendo conquistar el
mundo; occidente al otro lado, también queriendo conquistar el
mundo. Comics de superhéroes o de supervillanos. Y el mundo
desordenado, inasible, todavía hoy pendiente de ser conquistado.
Pero siempre están ahí, la Organización, los despachos, los
archivadores, la esgrima de la diplomacia, el superior arte de la
transacción, la política de lo posible, la posibilidad de transigir
con los hechos consumados. Si estas paredes hablaran, pensé, nadie
las entendería.
– Es posible, todo es mucho más complejo. Usted es el experto. Yo
sólo sé de plantas – confirmé.
Sí,
un jardín no es más que naturaleza acotada, predecible, humanizada.
Un laboratorio de belleza, pero un laboratorio después de todo.
Acacias, plátanos de sombra, robles palustres, todo perfectamente
planificado, durante años. Un orden que nos ayuda a disculparnos. Un
reflejo perfecto donde inspirarnos, donde perdonarnos. Lo veía cada
día. Ahora era este hombre disfrazado de experto. Probablemente
hasta él mismo creía en su disfraz. Como mis bulbos, con unas
flores que son sólo una excusa, decoración, casi una burla. Otras
veces eran tipos angustiados por amenazas de insurrección, sequías,
epidemias, genocidios más o menos disimulables. Gente que se tragaba
la realidad como este hombre se había tragado el sandwich,
inexorablemente, sin otra salida, sin necesidad de que te sepa bien.
En esta esquina, la realidad, con sus ochenta kilos de peso y sus
cicatrices y sus deformidades; en la otra esquina, el jardín, peso
pluma, con la improbable fortaleza de su levedad.
Las
posibilidades, al final, con su puño de acero.
“Adelante,
suba, acabe su informe: sólo será una guerra más. Usted no ha
decido la sequía, ni el gobierno corrupto, ni las fronteras. Su
departamento no dispone de fondos suficientes y, seguramente, no le
cae bien al tipo que tienen que aprobar el programa. Usted, ustedes,
nadie puede hacer mucho, ya sabe”, creo que le quise decir, pero
estoy seguro que no le dije, mientras ahuecaba un poco más la tierra
donde empezaba a verse aparecer una yema entre verde y blanquecina.
La posibilidad de una flor, ahora mismo. En un par de semanas, me
dije. El hombre se alejaba ajustándose la corbata y mirando el
narciso que le había colocado en la solapa.
– ¿Y ustedes? ¿No se cansan? ¿No se cansan nunca? – le grité,
pero el tipo ya estaba demasiado lejos.
Yo
sí. De eso hace ya demasiado tiempo. También tuve que contarlos por
miles. También hacía mis inventarios, pero en ellos no había
acacias, robles palustres, juncos. Casi he olvidado las iniciales de
la puerta de aquel departamento pero aún no he olvidado algunas
fotografías, los expedientes, las personas, tantas entrando y
saliendo del despacho, la desesperanza, la burocracia, la lentitud.
La injusticia. Ni siquiera cuando veo toda esta delicadeza, la
perfección de los estambres, la sencillez de las hojas acintadas, su
suavidad. Ni siquiera cuando el departamento de prensa me recuerda
que son más de treinta mil.
Los
narcisos. Ahora son solo narcisos. Me repito.
Como
un mantra.
sábado, 18 de febrero de 2012
STATU QUO(TIDIANO)
Primero pasa siempre un Audi A3
gris oscuro. Creo que hace años este color se llamaba “gris
marengo”, pero a los colores de los coches consiguen ponerles
nombres cada vez más idiotas, así que ahora se llamará de
cualquier otra forma, gris nubarrón, gris aburrimiento o gris
cotidiano. Pero el caso es que el automóvil gris-lo-que-sea pasa
puntualmente a las 7,20 AM y su rumor de ruedas deslizantes y frío
lo anuncia, lo anticipa, superando la esquina de la casa que hay
junto a la parada del autobús y que impide verlo llegar hasta que
pasa ya por delante de nosotros. Su ruido suave, como un ronquido, me
recuerda que la secuencia completa está aún por llegar. Pero
sucederá, inexorablemente, toda ella, la misma secuencia, día tras
día.
La mañana, antes del amanecer
—estamos en Febrero— y junto a la parada del autobús,
transcurre como una escena digna de aquella película, de “Atrapado
en el tiempo”: un statuo quo infinitamente repetido, un
ritual coreografiado por todos los que nos movemos al ritmo que
marcan nuestros relojes, nuestros trabajos, al ritmo del blues de lo
ordinario. Todo resulta civilizadamente previsible: primero el Audi
A3 gris que acaba de pasar,
luego llega el chico regordete, un estudiante camino del instituto
que viste de forma crónica una sudadera blanca con capucha y unas
Nike azul eléctrico, después el joven flaco y nervioso que
vive apenas dos casas más allá de la parada y que siempre se ha
olvidado algo: otra vez volverá a mirar si viene el autobús,
comprobará la hora en su móvil, dudará si le da tiempo a volver a
casa a por el objeto olvidado (nunca consigo averiguar qué es, quizá
unas llaves, un cuaderno, decirle algo a su madre); no siempre lo
hace, a veces sólo se queda mirando, inquieto, hacia su casa;
probablemente tampoco puede permitirse perder el autobús a esta
hora, como cualquiera de nosotros. Pero hoy ha vuelto a arriesgar: se
ha ido corriendo y ha vuelto sonriente, satisfecho de no perder el
autobús. Habrá cogido eso que siempre se le olvida, mejor dicho,
eso de lo que siempre se acuerda un poco tarde. Y no es un riesgo
pequeño: en caso de perderlo, de un mínimo error de cálculo, una
demora en recoger lo que sea tan importante y el siguiente autobús
pasará treinta minutos después (y eso, en nuestra civilizada
rutina, ya es demasiado tarde, insosteniblemente tarde).
Para él y para todos nosotros.
Después pasa un pequeño camión
adaptado para la limpieza ciudadana, con cepillos bajo el parachoques
delantero, un depósito de agua a la espalda, mangueras y unas alas
móviles en todo el perímetro de su chasis que se agitan con el aire
que produce al aspirar. Un automóvil extraño, mutante, muy ruidoso.
Expulsa agua hacia el suelo que, al vaporizarse, crea una nube sobre
el suelo que disimula sus ruedas hasta hacerlas prácticamente
imperceptibles. Parece que flotara, a veces, en las mañanas más
frías.
Sólo un minuto más tarde suena el
mecanismo eléctrico que abre la cancela de la antigua casa cuyo
jardín vallado y todavía oscuro conforma la esquina y, gracias a
ella, la pequeña plaza que sirve de parada al autobús. Al poco
aparece el dueño, abre y cierra la verja, apresuradamente. Es un
hombre de unos cincuenta años, de pelo cano y abundante, siempre el
último en llegar hasta que completamos el grupo de cuatro hombres,
como cada mañana. Saluda, como habitualmente, con un enérgico
“buenos días”, al que sólo yo parezco responder. Lleva una
bufanda mal colocada que apenas le abriga y carpetas y papeles que
sostiene con dificultad en una mano. Nunca lleva una cartera que le
ayude a trasportar todo eso. Parece un profesor o un abogado o quizá
un médico y siempre sonríe mientras maneja sus papeles. Debe ser un
profesor, sí.
Por último llega ella, la única
mujer del grupo, que queda, por fin, completo. Un perfecto equilibrio
cotidiano. Quedan exactamente dos minutos para que llegue nuestro
autobús. La chica, unos veinte años, quizá menos, maneja un móvil
que se acerca frecuentemente a su oído, el izquierdo, con la misma
mano con la que lleva el bastón blanco y largo que ha traído
haciéndolo oscilar, casi arrastrándolo, por el callejón que llega
a la plaza. Nos dice hola y ahora sí que respondemos todos. Toda su
cara sonríe excepto sus ojos que miran, como cada día, a ninguna
parte.
El ceremonial se completa cuando pasa
frente a nosotros un veloz todoterreno rojo y, en sentido contrario,
por nuestra misma acera, se acerca una mujer despeinada y ¿vestida?
con una bata entre rosa y salmón —y yo me pregunto, como cada
día, qué nombre le pondrían a ese color si fuera un coche y no una
bata— paseando a dos pequeños yorkshires que pelean entre
ellos por ver quién orina antes la siguiente farola. La chica ciega
se guarda el móvil en el bolsillo y ya sabemos todos que el autobús
está a punto de llegar. Al poco se oye el característico sonido
entre neumático y de gasóleo y un leve chirrido del freno con el
que evita un árbol que le dificulta el paso por la pequeña calle
que desemboca en la plaza.
Cuando el autobús abre la puerta, el
chico nervioso y desmemoriado es siempre quien la ayuda a subir. Ella
entra primero mientras los demás sacamos nuestros bonos y la
calderilla. Nunca tropieza. Sonríe al conductor, que le responde por
su nombre cuando saluda. Los otros cuatro la seguimos, el chico
delgado siempre detrás de ella, cuidando de que no tropiece con
ninguna otra persona, con una barra o un escalón. A veces parece que
quiere guiarla y está a punto de tocar su hombro y dirigirla hacia
un asiento vacío, pero finalmente no lo hace. Ella nunca duda y él
nunca llega a tocarla. Los pasajeros ya sentados son los habituales,
en los mismos asientos, las mismas posiciones de siempre. Supongo
que en sus paradas sucede lo mismo que en la nuestra, apenas unos
minutos antes. La mayoría ya manipulan sus gadgets,
smartphones, reproductores de música o pequeñas radios
portátiles. Algunos leen un libro convencional. Es todavía de noche
y no hay posibilidad de entretenerse mucho con el paisaje semioculto
por la oscuridad. Nadie nos mira al entrar. Saben que también somos
los habituales de esta parada y que nos sentaremos, como siempre, en
los asientos libres del pasillo, evitando levantarles, molestarles en
su concentrado entretenimiento.
Todas las mañanas, su protocolo
estricto: Como rellenar un formulario.
Sin embargo hoy, este frio día de
Febrero, algo está a punto de decirnos, de mostrarnos, la
diferencia. Cuando ya llegamos al centro de la ciudad y enfilamos la
avenida que la cruza desde el sur, delante de nosotros, perfectamente
visible en el gran escaparate que es la ventanilla delantera del
autobús, sobre el cielo azul intenso inmediatamente antes del
amanecer, una luna enorme y amarilla ocupa prácticamente todo el
horizonte visible, todo el espacio entre las dos filas de edificios
que delimitan la avenida. Por encima de los semáforos, un disco
magnífico y cercano, mucho más cercano que nunca, inmenso, como
debe ser esa luna
de la cosecha, la que cantaba Neil
Young, totalmente inesperada, innecesariamente espectacular y
bella. Un adorno excesivo sólo para otro día más. Un derroche,
inútil, mucho más allá de las pequeñas pantallas que iluminan con
su luz idiota la cara de los pasajeros. Una maravilla, un cambio, que
nadie va a apreciar.
Y es entonces cuando caigo en la
cuenta, cuando una breve ráfaga, sutil, de aire me lo hace llegar,
mientras la puerta se abre en la parada previa a la mía y el chico
delgado y olvidadizo abandona el autobús y mira brevemente hacia la
chica del bastón blanco que bajará dos o tres paradas más allá.
Ella sonríe de nuevo. Sin mirar a ninguna parte, de nuevo. Ambos
somos ciegos, cada uno a nuestra manera, aunque ahora yo, con mi cara
de idiota, la misma de Bill
Murray, probablemente, por fin me doy cuenta que ya sé, que creo
que lo sé o que siempre debería haberlo sabido: lo que el chico
delgado olvida y recuerda todas las mañanas antes de que ella acuda,
tan puntual.
Sí, perfume. Lavanda, creo.
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