(Me recueda a la ya mítica San Silvestre en Manzanera del año pasado)
Suerte y salud para todos
El lugar donde decir todo lo que no nos cabe en las canciones. Quizá no sea mucho.
Tengo un sueño frágil que se deshace con el más mínimo sonido. Así es que, en esta nueva casa que prometía el espacio y la comodidad que nuestra familia por fin se pudo permitir después de tantos años ahorrando mi modesto sueldo, apenas descanso. Quizá sea, paradójicamente, porque, como dijo el tipo aquel que nos vendió la casa, “aquí es que hay un silencio sepulcral”, utilizando —y disculpen si con esta queja revelo mi ignorancia en algún terreno de la gestión inmobiliaria— un adjetivo demasiado lúgubre para vender una casa. En cualquier caso, sólo una palabra que nadie tomó en cuenta en aquel momento.
Sin embargo, ahora, como desde hace meses, recuerdo esas palabras. Cada noche.
En medio de ese falso silencio que todo lo amplía puedo oír cada pulsación de mi corazón, el ruido que hacen mis siempre atareadas tripas y la respiración acompasada y profunda de Lola mientras duerme, ella sí, a mi lado. Todos esos sonidos de mi cuerpo que me anuncian que no podré dormir otra noche más, cuando enseguida empiezo a oír los otros, más lejanos, igual de pequeños, igual de incómodos pero que me obligan a levantarme. La casa está en plena ebullición también esta noche. Puedo oír, de nuevo, sus pequeños pasitos, sus pisaditas, su deslizarse.
Puedo oír cómo ellos no dejan de moverse, de ir de aquí para allá, con su extraña y nada pulcra actividad de seres imaginarios.
Supongo que tarde o temprano tendría que pasar. Yo sé que los libros de Cortázar no pueden permanecer demasiado tiempo sin ser leídos, que soportan mal el reposo. Y, en mi descarga debo decir que no los he olvidado, en absoluto. Periódica, irremediablemente, como si me atrajeran con su magnetismo de tinta y de papel, vuelvo a ellos, y cada lectura me parece como si de nuevo, o incluso como si por primera vez. Reconozco que a otros escritores los mantengo en esa misma estantería, junto a él, para cuando ellos o yo, les digo, estemos más preparados, empleando la metáfora —falsa metáfora, lo admito, ahora que no me oyen— del vino. Y espero que ellos lo asuman, disciplinados, engañados como buenos libros que son, intento que acepten un poco más de reposo, que no desesperen, para poder adquirir el aroma adecuado, la suavidad necesaria en el paladar que me permita, más adelante, algún día, apreciarlos mejor. Yo sé que es falso, que no volveré a la mayoría de esos libros. Tal vez porque me defraudaron o porque no supe o porque queda siempre tanto por leer. Pero el libro de Cortázar debía saber que yo siempre volvía y, por tanto, no tendría porqué desfallecer en su espera y provocar todo ese desorden. Ese desorden en el que recae, cada noche, y en el que yo, hoy, de nuevo, dilapido mi insomnio.
Porque hoy los pequeños y húmedos verdes se han comido todos los hojaldres dulces que guardo para las meriendas de los niños y sus miguitas oscuras, como pequeñas costras, aparecen por todas partes, pegajosas, adheridas a las paredes, al espejo del recibidor, al lavabo. Y por supuesto, en el sofá, donde deben haber estado otra vez saltando, dejando los restos de su desbarajuste cronopio perfectamente pegados a la tapicería de tela, como un collage azucarado, tostado, glutinoso, dibujando un mapa dulce, ininteligible, una polinesia hecha de croissants y napolitanas.
— No te preocupes, son lavables —dijo un fama que leía (y corregía al margen con un lápiz) a Savater en el sillón donde yo me suelo sentar por las tardes—. Si quieres enfadarte realmente con ellos, espera a ver lo que han hecho con los restos de sándwiches de queso que se han comido esta noche.
Los erizados cronopios —pude distinguir al menos seis en esa velada — parecían ignorarme, concentrados en su alegre desorden, como el primer día que los vi, como siempre, como si por primera vez. Bailaban catala y tregua en la habitación donde los niños guardan los juguetes y gritaban lo que parecían entusiastas consignas sobre el desarreglo en el que nuestra familia mantiene la casa, sobre la educación laxa de nuestros hijos, sobre nuestra afición por la comida rápida que inundaba el frigorífico. Efectivamente, como había advertido el fama, el suelo de la habitación estaba lleno de restos de sándwich de queso, restos que Dick, nuestra tortuga, merendaba mientras lucía un elegante símbolo ácrata pintado en tiza sobre su caparazón —graffiti de cronopio, seguro, como ayer, cuando le pintaron una S como la del traje de superman—. En cualquier caso, me pareció que Dick estaba encantada, incluso que me miraba y ¿sonreía? mientras caminaba como un elegante camarero antediluviano por en medio del baile verde y húmedo de los otros pequeños, pero imaginarios. A un cronopio con restos de queso en la cara le pregunté por las esperanzas, pero parecía no querer oírme o expresar con su indiferencia que fuera a buscarlas yo mismo. Me señaló su reloj de alcachofa, que había clavado en las rendijas de la rejilla del aire acondicionado y deshojaba cuando se cansaba de bailar catala y tregua y espera, intentando, digo yo, acelerar el tiempo, su tiempo hecho de pasar hojas de alcachofas —aunque también nuestro tiempo parece hecho de pasar páginas— con la intención de bailar de nuevo y siempre y enseguida. El fama, quizá cansado de corregirle la actitud, ahora, en lugar de subrayar, arrancaba las hojas del libro de Savater, y las arrugaba despacio, una a una, con una expresión como de infinito cansancio. Después las tiraba a su alrededor abriendo lentamente la mano y mirándolas durante el breve instante que la hoja arrugada necesitaba para detenerse. Probablemente esperaba que yo —supongo que me consideraba más como a una criada que como al dueño de la casa— fuera a recogerlas más tarde.
Pero, por encima del desorden que ocupaba la casa y que me obligaba a limpiar, a ir y venir y recolocar y buscar, por encima del cansancio que me costaría tanto de nuevo justificar al día siguiente en la oficina, me preocupaba lo que pudiera ocurrir con los niños. No es que me importara que pudieran despertarse y descubrir todo aquel panorama disperso por la casa y asustarse con la imagen de esa especie de fiesta de duendes que teníamos cada noche. Tanto Reyes como Javi tienen un sueño profundo, no suelen despertarse. Quizá Reyes, a veces, todavía para pedir un vaso de agua. Pero ella es perfectamente capaz de pasar al lado de un cronopio y confundirlo con uno de sus peluches, u ofrecerle un poco de agua de su vaso, y saludarlo y decir buenas noches señor cronopio y oír su buenas noches pequeña señora y no recordar nada al día siguiente. Los niños lo confunden todo con sus sueños y luego no recuerdan nada.
Lo que realmente me preocupa es que a algunos de ellos los veo —y son tanto cronopios como famas, nunca esperanzas— subir sigilosos las escaleras que llevan a los dormitorios y entrar en las habitaciones de los niños y asomarse y susurrar en sus oídos. Cuando descubren que los veo sólo apenas interrumpen su labor susurrante y me miran por un momento, serios, como si yo debiera saber que no conviene interrumpirlos en la importante tarea que se llevan entre manos. No sé si solo les arrullan con su murmullo inaudible o si les intentan realmente transmitir algo, algo que Javi y Reyes no recuerdan a la mañana siguiente. Sí, quizá les susurren sueños, o aún peor, quizá sean verdaderos pensamientos, auténticas razones, incluso certezas o falsos recuerdos. Quizá les anticipen el futuro. ¡Quién sabe de qué son capaces! Y me sorprende más por parte de los cronopios, ellos que ni siquiera parecen querer acercarse a sus propios hijos, a los que, de tanto miedo como les tienen, conciben gracias a los famas (son los famas los que fecundan a sus mujeres, aunque luego y como sin querer, los cronopios los educan hasta que acaban pareciéndose tanto a ellos mismos como si verdaderamente fueran sus hijos y no de los famas).
Y esto lo sé, y el libro de Cortázar debería admitirlo y no seguir con este juego de desparramar seres inventados por mi casa, porque lo he leído en sus páginas y lo recuerdo perfectamente. Así que no entiendo esta especie de venganza que surge cada día desde la estantería, con el rastro verde y húmedo que dejan los cronopios cuando salen de entre las Obras Completas, y justo por al lado, por al ladito de Faulkner —que no sé lo que pensará, tan circunspecto como aparece en la foto de la sobrecubierta—. Y tampoco sé si todo este ruido, este ir y venir y bailar y desordenar, sólo pretende entretenerme mientras ellos se dedican a lo esencial: a ese extraño susurrar a los oídos de Javi y Reyes que sonríen sobre su almohada, indiferentes a la verde viscosidad de los cronopios, al entusiasmo de funcionario de los famas. Susurros que después serán cambios sutiles en la imaginación de los niños, que revolotearan como mariposas o duendes y provocarán grandes metamorfosis o quizá nada. Pero eso es lo que me desvela y me hace dar vueltas en la cama, esperando, como cada noche, oír el rumor húmedo de su deslizarse o las advertencias de los famas sobre los peligros de alterar la estantería (que mantienen en un orden preciso, un orden que no es alfabético ni sigue las pautas de colecciones, de editoriales, ni siquiera de colores o de volumen o extensión, pero debe ser, en cualquier caso, un orden, porque ellos lo mantienen a rajatabla).
El caso es que, esta noche, una vez más los oigo y bajo desde mi dormitorio por la escalera donde ya hay un rastro como de hierba aplastada sólo para cerciorarme de que vuelven a estar allí, en el comedor, en la cocina, en la terraza, e intentar que regresen a su hogar de páginas de papel cebolla. Pero, una vez más, sólo consigo pasar el resto de la noche intentando hacer desaparecer los rastros, las migas, las hojas arrugadas, la actividad de todos estos seres que supongo que, en algún momento, han sabido cómo dejar de ser imaginarios o cómo serlo de otra manera y, aunque a veces me dejo llevar y bailo con ellos tregua —intento no hacerlo con los famas, ni siquiera catala, que ya me gusta casi más, porque luego tengo que aguantarles todos esos discursos tan racionales, tan prácticos, que, como les digo aunque se enfaden con ese enfado terrible de los famas, de puro serio no resulta real, o de puro práctico—. El problema es que, mientras me dedico a limpiar los restos de lo que los cronopios comen, los pañuelos con los que se limpian los famas, o intento que ningún cronopio salga herido por su entusiasmo —una noche tuve que bajar a la calle y, en pijama, detener a un coche que estuvo a punto de atropellar a un cronopio que se había caído, ebrio de tregua y catala, por el balcón—, no puedo dejar de ver cómo algunos de ellos suben hacia las habitaciones donde mis hijos duermen y se dedican a seguir con sus consignas, imágenes o versos o lo que sea que les susurren a sus oídos.
Y, ya por la mañana, mientras se comen los cereales —los que los otros dejaron— sin apenas mirarlos, intento ver si Reyes, o quizá haya sido Javi, si ha cambiado algo su actitud, si han sido de alguna forma intoxicados por esos leves rumores que los mecían anoche, y me parece ver, en esa forma tan precisa que tiene Javi de disponer los cubiertos o de escrutar el movimiento de la pulpa en el vaso de zumo de naranja como si en ello radicara el secreto del Universo, si no será que algo de fama se le estará ya manifestando. Pero entonces Reyes, me cuenta la excursión que tiene prevista el colegio para el próximo sábado, con un entusiasmo que hace que las palabras se le atropellen mientras Javi, impasible, la corrige o le apunta una palabra que ella no encuentra o no sirve porque frenaría su exaltación de cronopio. Y luego los dejo en el colegio y ella salta y corre y baila y saluda a las amigas y él repasa su mochila y vuelve a asegurarse de atar sus deportivas antes de entrar y pienso cómo se nos van las cosas de las manos o debería decir, cómo se nos escapan las cosas de los libros.
Más tarde, cuando salgo de la oficina y mi compañero me hace un gesto para que retire unas miguitas de hojaldre que me quedaron prendidas en la corbata y yo, en cambio, tengo un deseo irrefrenable de comprarle un ramo de rosas a mi mujer, dudo. Ni siquiera estoy seguro de ese rastro verde y húmedo que veo a veces por las mañanas como una senda delicada que llega hasta mi dormitorio. Tal vez no sea realmente verde y húmedo o quizá lo imaginé y se trate sólo de regresar, fiel, como cada noche, a las páginas de papel cebolla del libro de Cortázar.
El himno del partido
Pero parece que Miku se ha llevado el gato al agua en este mercado: protagoniza mangas y juegos e incluso ha sido objeto de cierta controversia en el ámbito político, ya que el Partido Democrático japonés quiso utilizar su imagen en las elecciones de julio, con la intención de ganarse a los votantes más jóvenes. No obtuvo el permiso, pero sí se sirvió del programa informático para que Hatsune Miku cantase su himno, si bien tenía prohibido decir públicamente que se trataba de ella: cuando uno atraviesa la puerta hacia este universo de apariencias y entes virtuales, es como si las nociones tradicionales de identidad se disolviesen.
Si uno busca 'Hatsune Miku' en YouTube, le saldrán 115.000 vídeos. Y, si opta por 'Miku Hatsune', que sería la versión occidentalizada, se encontrará con 99.000. Algunos de ellos superan los dos millones de reproducciones. Es una cantidad inabarcable de material, que la creatividad de los fans/usuarios renueva día a día, y en ese saco sin fondo caben duetos con otros 'vocaloids' o versiones de los Beatles, aunque lo más convincente son sus temas en directo, donde está acompañada por una banda de rock formada por seres humanos. Habrá quien vea en todo esto la degeneración definitiva de la música popular, un paso más allá de esos macroconciertos de grandes figuras que son pura acumulación de poses, efectos especiales y sonidos pregrabados. Pero a esos desencantados de la industria les queda un último escalofrío: evidentemente, la tecnología permite ya que Michael Jackson y demás estrellas rentables sigan editando discos y actuando en directo después de muertos. Incluso pueden protagonizar dúos y tríos holográficos. Y siempre abarrotarán los estadios, porque los espacios libres de público también se podrán llenar con entusiastas hologramas.
http://www.youtube.com/watch?v=DTXO7KGHtjI&feature=player_embedded
La banda de Liverpool, en su época dorada. :: EFE
El cantante estadounidense Solomon Burke, una de las últimas grandes leyendas del 'soul', ha fallecido este domingo a los 70 años en el aeropuerto de Amsterdam por causas todavía no anunciadas, según informan los medios holandeses.
El autoproclamado 'Rey del Rock & Soul' fue nominado al Rock & Roll Hall of Fame en 2001 como reconocimiento a una larga trayectoria nunca del todo valorada por el gran público, a pesar de haber desarrollado su carrera para Atlantic, uno de los grandes sellos del género.
Burke (Philadelphia, 1940), que jamás consiguió colocar un sólo single entre el Top 20, siempre se movió a la sombra de otros gigantes, como Ray Charles, Ben E. King o Wilson Pickett, pero su legado fue esencial para el desarrollo del rock, en especial su canción más importante, Everybody needs somebody to love, objeto de una versión por unos jovencísimos Rolling Stones.
I will not go.
Prefer a Feast of Friends.
Jim Morrison.
Pamela no era capaz de ofrecer una explicación coherente, el relato de un recuerdo: sólo pequeños fragmentos, detalles, un esbozo lleno de tachones. Pero ellos seguían insistiendo como si en su tediosa tarea de juntar pequeñas piezas que no encajan con las demás,como si coleccionando cada vez más piezas, un fragmento nuevo, brillante y distinto después de cada pregunta, pudieran reconstruir un puzzle del que no conocían la imagen final. Y la respuesta final no se parecerá a la verdad pero ¿qué importa? Si las puertas de la percepción fueran depuradas...
De la respuesta que esperan sólo aparece la bruma de una noche extraña y un cuerpo recién afeitado, inmóvil, en una bañera. ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo? Establecer una secuencia de acontecimientos, un relato, cualquier cosa que se lleve bien con las palabras entonces o luego o después de aquello. Pero para Pamela todo eso era excesivamente fatigoso, inalcanzable. Ella llevaba años sin saber exactamente lo que sucedía. En ningún momento. Las mezclas de heroína, peyote y cocaína lograban que todo pareciera el mismo momento o cada vez uno distinto o ninguno en absoluto. Cualquier sueño ahora sería bienvenido, cualquier sueño sería más coherente que todo lo demás.
Pero ahora, esta semana, ayer y mañana, en el 17 de la Rue Beautreillis, dormir resulta demasiado caro y soñar ya es imposible.
Ahora, que en realidad es ya siempre después, el primer minuto, la primera hora después del acontecimiento sobre el que todo parecía girar, ahora estaba ahí ese doctor y la gente, siempre hay demasiada gente, la gente recopilando cada vez más detalles: la muerte necesita testigos, notarios fieles. La muerte son certificados, atestados, testamentos, frases hechas, tópicos para duelos, plañideras. No basta la muerte íntima, carecería de sentido. La muerte es una criatura exhibicionista que se quiere hacer notar. Necesita espectadores.
La gente, todos ellos, ¿quiénes eran algunos de ellos?¿quién los había llamado? Ella no recordaba haber llamado a nadie. Parecían comportarse como en esas películas antiguas en las que la corte del rey que agoniza espera el momento exacto, el desenlace, el final de la obra que todos necesitan para que todo vuelta a empezar. Que el rey muera para que surja un nuevo rey. Y mientras tanto quizá podamos sacar algo de todo esto. Jim ha muerto, viva el rey. Todo sigue en esa infinita cinta de Möebius atestada de gente muriendo y naciendo y contemplando a los demás. Pero el momento, el espectáculo, ya ha pasado y ya no hay nada por lo que esperar. Ahora es el tiempo de creer que lo que ha ocurrido es real. La muerte es una certeza, nuestra Gran Verdad. Aunque el proceso cambia, cada vez. Ellos quieren saber: el proceso es muy importante, de algún modo, para toda esta gente. Debe completarse una narración adecuada, aunque los detalles se les desmoronan como madera carcomida entre sus manos húmedas. Es tiempo para comenzar la Nueva Fe, ellos necesitan otra dosis para los creyentes. La gente cree o no cree y la gente no lo iba a creer tan fácilmente. Esto no. No otra historia como las demás. ¿Qué vamos a inventar?
A Pamela la interrogaban, insistentes, querían todo eso que ella no podía recordar ¿Dónde se había ido todo aquello? Se supone que ella había estado allí, dondequiera que fuera, todo el tiempo, desde la tarde anterior o todo la noche, tal vez varios días de juerga, acompañando a Jim. Pero algo, en algún momento, se había perdido en un lugar vagamente violeta de su cerebro. Con esfuerzo parecía que llegaban algunas visiones, escenas, flashes de luces del club nocturno, ecos con la melodía de The End. Pero quizá no fue en el club nocturno, quizá fue en casa, entre todos aquellos vinilos oscuros siempre por el suelo, Jim pedía uno nuevo a la tienda cada vez que alguno se estropeaba con un golpe, una aguja en mal estado o si la raya de cocaína acababa anegando los invisibles microsurcos por donde su antigua voz del joven que aún era se arrastraba. La luces parpadeantes, las luces que Pamela entresacaba de su recuerdo imposible para alimentar la necesidad de toda esa gente, los detalles que todos seguían pidiendo... también podían ser los flashes del fluorescente del baño, ese tubo que perdió la determinación de iluminar, ese tubo que iba a seguir siempre con esa aleatoria intermitencia. O el reflejo del parpadeo de las luces de neón del club al otro lado de la calle, colándose por la ventana. Ellos parecían impacientarse. Puede que los flashes existieran sólo en su cerebro, leves descargas de energía de las neuronas tratando de conectar adecuadamente entre alucinación y despegue, entre orgasmos y vómitos y nuevos despegues y aterrizajes y vuelta a empezar.
Jim había sangrado. Eso estaba claro. La visión de la sangre resiste el efecto de cualquier droga. El rojo brillante de la sangre oxigenada. El rojo de los semáforos, de las banderas, el rojo del cuero de los asientos de un descapotable también rojo ¿por qué no?, el rojo brillante del hilo que salía por la nariz de Jim y llegaba, lentamente hasta el agua de la bañera, donde se diluía como un río deshaciéndose en un barro rosado que envolvía su pecho. Del color del sol después de cabalgar sobre la tormenta.
No, no lo van a creer. Así no. No creerán otra historia más de estrella del rock arrasada por la fama y las drogas. Esa historia ya se ha contado, ya la hemos oído. Es como si otro tipo anduviera sobre las aguas, otra perrita enviada al espacio, Alejandro conquistando, de nuevo, Asia: eso ya no vale, ya lo contaron otros. No importa si sucedió o no, pero ya ha sido contado. Necesitamos más. Quizá él predijo su muerte. No hablamos de que la planeara: la predijo. Eso podría funcionar. O quizá la simuló, seguirá siempre por ahí, pequeñas apariciones, pistas más o menos inconexas. No, eso ya se ha intentado y al final te acaban pillando. Aunque de momento dejaremos las tarjetas del banco en paz, que algunas cosas sigan moviéndose.
La gente inventará todo tipo de cosas. Es inevitable. También Jim se ha pasado la vida inventando mil historias, emborrachándose de metáforas e invitando a todos a ese licor adictivo, intoxicando mentes demasiado vulnerables con frases complicadas, adjetivos inadecuados, palabras como balas directas a la frente, entre los ojos. Toneladas de sinsentido para que todos crean oír otro Evangelio, la penúltima revelación, la nueva y definitiva Inspiración. Ahora serán, en cambio, otros cuentos, otras mentiras, rumores que nadie sabe quién inventó, como un chiste sin ninguna gracia, leyendas que rellenarán poco a poco todos los huecos, los espacios, hasta los más estúpidos. Ahora la Nueva Iglesia de Jim inventará milagros y acumulará reliquias y viejas historias tan falsas como creíbles. ¿Por qué se había afeitado esa noche antes de meterse en la bañera? ¿Había visitado realmente el cementerio de Père Lachase unos días antes de morir? ¿Había escogido el lugar donde quería ser enterrado? ¿Qué música escuchaba antes de morirse? ¿Cuál fue la última sustancia? ¿Realmente tenía fobia a las agujas? ¿Un yonqui con fobia a las agujas?
El doctor Vasille, Jaques, Agnes... todos dicen que está muerto. Ésa es La Verdad ahora. Anoche o ayer o luego estás escribiendo algo, leyendo a Baudelaire en una voz tan atronadora como confusa y después, pero quizá ya o aún siempre, estás muerto. Su poesía descarta el suicidio. Aunque también su poesía descarta la autocomplacencia, la indulgencia o la hipocresía y todos siguen ahí, haciendo cola, esperando el turno para preguntar. Ahí están todos. La muerte los ha llamado. Ellos dicen que ha muerto, otra vez, necesitan decirlo muchas veces, como un salmo, un estribillo, para creerlo. Es el fin. Su único amigo. Su demonio. Un bello final. El final de la risa y las suaves mentiras, el final de las noches en las que intentábamos morir.
Morir es dejar de morirse y, al fin, cada cual es su propio demonio.