jueves, 26 de abril de 2012

iDream





Brillaba.

Brillaba tanto como en el sueño. El dependiente de la joyería la dispuso con un movimiento elegante –las uñas tan cuidadas, las manos moviéndose casi como para una caricia– , sobre un fragmento de terciopelo negro. La cadena parecía desplazarse por sí misma, reptar. El oro tiene algo vivo, algo líquido en su interior o en su memoria. Como los sueños. Nos miramos (la cadena, el dependiente y yo). Había algo pornográfico en todo eso, una especie de satisfacción íntima que, además, debía ser a la vez pública, comercial. Pagué con la tarjeta de crédito. No me fijé en el precio al firmar, no importaba. Brillaba exactamente como en aquel sueño y era suficiente con eso. El dependiente se extrañó de que me la llevara puesta. Disculpe, por supuesto, faltaría más, cosas así, dijo, mientras la colocaba alrededor de mi cuello con un exquisito cuidado para no rozarme, aséptico, muy profesional. Salí de la joyería. Notaba el peso de la cadena, su calor, en mi pecho. La densidad del oro nuevo y antiguo a la vez. Pero ninguna satisfacción. Nada. Nada parecido al sueño.

No sé cuándo lo noté, pero en algún momento, o de alguna forma, se hizo evidente. Yo nunca he soñado mucho. Siempre he envidiado a mi mujer cuando me cuenta sus sueños, unas historias llenas de simplicidad o, todo lo contrario, de una exquisita complejidad extrañamente tejida, argumentos a veces absurdos pero siempre con una cierta chispa, un sentido último, una fuerza propia. Ella abre los ojos con una sonrisa y me dice (siempre empieza así, casi todas las mañanas): no te lo vas a creer. Pero a lo que iba, mis sueños, mis sueños son, quiero decir, eran, antes, cuestiones simples, a veces sólo una sensación, lo típico: caer desde una altura enorme (o hacia un precipicio enorme, no sé decir) y despertar, repentinamente, asustado, incorporado en la cama; o estar en el trabajo y que todos se comporten sabiendo cómo eres, en realidad, mientras intentas cubrir tu cuerpo, desnudo, en el que nadie repara. Esas cosas. Tonterías. Algo incluso infantil, naive.

Algo cambió.

Fue como conectar un televisor nuevo, alta definición, una programación exclusiva llena de directores de primera línea: películas de acción, grandes aventuras, documentales sobre la vida submarina, animales exóticos. Y cine erótico, claro. Bastantes sueños eróticos. De una semana para otra, toda una nueva cartelera, parrilla de alta calidad, un estreno cada día, cada noche, quiero decir.

Pero había un problema, una anomalía. Tal vez parezca imposible, pero no eran míos: aquéllos no eran mis sueños. Definitivamente.

Desde luego, no sabría decir cómo pero lo notaba, prácticamente desde que apareció el primero, desde la toma uno, desde el primer travelling lateral, fundido en negro, sólo faltaban los créditos finales. No eran, no podían ser mis sueños. Sí, estaban en mi cabeza, se desplazaban en ese espacio justo antes del despertar, duraban segundos o quizá fueran horas –quién sabe cuánto dura un sueño, realmente– se infiltraban en mi habitación, entre las sábanas, se colaban desde las páginas del libro que se caía encima de mi nariz, cada noche. Estaban ahí, dondequiera que estén los sueños, pero no eran míos, no salían de mí, eran una infección, una interferencia, una invasión, de alguna forma. Y yo estaba allí, sentía que estaba allí, en mitad de ese sueño ajeno, tan bien construido. Como otras veces, como en mis viejos y mediocres sueños, a veces podía verme, desde fuera, como una cámara, como un soñador omnisciente, si eso existe, y otras simplemente sabía que estaba allí, que participaba de aquella historia, aunque no me viera. Era el cazador, el soldado, el hombre que se escondía de los caballos monstruosos, el amante o el amado, el paseante, el muerto al final de la caída (seguía habiendo caídas al infinito, supuse que ese argumento hiperbreve debía ser como la telebasura de la TDT de los sueños). En cualquier caso era yo, pero no era mi historia, no era mi vértigo al caer, no eran mis deseos ni mis miedos, no era mi otro lado de la puerta. No era el desván donde guardo –siempre los hay– mis demonios. Era la habitación de otros, y otros los demonios.

El caso es que –ocasionalmente, no quiero exagerar la nota– estos sueños alienígenas, extranjeros, también me conmovían. Me despertaba con la ansiedad de querer revivir esa sensación, esas experiencias soñadas: sí, vaya tontería, cómo va a ser una experiencia si es un sueño, lo sé. Pero así me vi, al poco, atrapado por el deseo de emular estos nuevos sueños, estos, al fin, sueños intensos, poderosos y en pantalla panorámica, 16:9. Traicioné mi indolencia habitual comprando ropa deportiva, iniciando una absurda (y fatigosísima) serie de carreras ciudadanas para sentir el vértigo dulce de llegar el primero a la meta mientras todos aplauden, de notar la tensión de los músculos fatigados, el sudor del esfuerzo bien dosificado. Pero nada, absolutamente nada. No era posible encontrar de nuevo la sensación soñada. Eso sólo sucedía en aquel otro territorio, el sueño. Fuera de él, me sentía disfrazado, como un niño con una capa absurda y una máscara de plástico intentando emular a su superhéroe favorito y frustrándose al no poder volar, saltar, expulsar rayos de energía cósmica. Frustración, una vez tras otra.

Hubo esto, las hazañas deportivas, pero también compré libros de cocina para convertirme en cocinero de éxito (me entrevistaban, incluso, para Cook-on-Time en aquel otro sueño) y aprendí baile de salón, yo que siempre he odiado la salsa, la cumbia, el mambo. Me matriculé en un curso rápido para ser guía de arte para excursionistas y deslumbarles/deslumbarme con mi exhibición de cultura y sensibilidad arquitectónica, aprendí técnicas de composición fotográfica, los rudimentos del piano, me uní al Rotary Club –no pude encontrar masones en la ciudad como los de aquel otro argumento soñado– , compré (aunque confieso que no pude acabar) textos sobre creación literaria para convertirme en el patético Hemingway (con suéters de cuello alto y todo eso) que ocupó en otra ocasión mis sueños. Lo peor, sin embargo, fue intentar las hazañas eróticas. Mis compañeras de trabajo, que siempre me habían tenido por un colega más bien insulso e inofensivo empezaron a pensar que me estaba demenciando con la edad o que me había dado la típica crisis del madurito-ligón. Alguna llegó a soltarme un muy desagradable ¿pero estás bien? ¿te pasa algo? ante mi sincera oferta de que nos escapáramos, inmediatamente, hacia la costa azul en un descapotable que íbamos a comprar ex-profeso en el concesionario más cercano y que iba a ser idéntico, pero idéntico, en serio, al de la película aquélla, ¿cómo se llamaba?, sí, Chacal.

Y al final, nada. Siempre nada de nada. Ni una leve aproximación a esa magnífica sensación que se promete cada noche en mis nuevos sueños, deslumbrantes, tuneados por ¿quién? Como esta mañana, cuando he salido de la joyería con la gorra de los Nicks y la cadena de oro al cuello, dispuesto a notar esa energía del bling-bling que prometía inspirar mi revolucionario, mi único, tan cool, con tanto flow, mi hip-hop de alcance universal, ¡tiembla 2pac! Pero no, otra vez no. Nada es igual. Nunca sucede.

Como tantas cosas que no entiendo, he terminado contándoselo a Lola, mi mujer, que, por supuesto, ya sospechaba algo (quizá lo de la gorra ladeada y la cadena –la devolveré, te lo prometo– ha acabado por hacer la situación excesivamente explícita). No le he ahorrado ninguno de los sueños, al menos ninguno de los más relevantes, por decirlo de alguna forma. Bueno, sí, he omitido algunos aspectos de los sueños eróticos en los que aparece alguna de nuestras vecinas, eso me ha parecido superfluo, además de especialmente difícil de justificar. Y no llevaba ni la mitad de las historias, ni la mitad de los sueños, cuando ella se ha llevado las manos a la boca y ha suspirado y reído a la vez, esas cosas que sólo pueden hacer bien las mujeres.

Ella me ha creído, desde el principio. Bueno, no sólo me ha creído, está segura de que, efectivamente, no se trata de mis sueños, dice que yo no soy capaz ni por asomo de imaginar todo eso. Ni en sueños, claro, me dice. Le ha costado unos cuantos días organizar toda la información pero finalmente lo tiene, lo ha averiguado: ha ido recopilando cada detalle en un cuaderno, ha establecido unas jerarquías, ha dibujado unos esquemas y por fin me lo ha mostrado. Una investigación exhaustiva. Me ha revelado, digámoslo así, la topología de mis sueños, la procedencia de cada infección, de cada interferencia, caso a caso, puerta por puerta. Porque así es, dice Lola: puerta 4, Miguel, el profesor de educación física –sueños deportivos, ¿lo vés?–, puerta 8, Julián, el que nos ofrece todos los fines de semana una nueva creación culinaria (unos blinis con salmón, el sábado pasado, exactamente) y su mujer, Marga, exquisita anfitriona, madre ejemplar, elegante aunque algo distanre –si yo te contara, Lola, aquel sueño–, ático B, Luisma, turbolover vocacional, amante incansable, al menos tres chicas/semana, descapotable Mercedes vintage –ahí estaba, Chacal, correcto–, Wilson, el chico ecuatoriano que da clase de guitarra a los hijos de Julia, puerta 6, siempre con su gorra de baseball ladeada, de blanco riguroso y Nike fosforescentes, OK, bling-bling, bingo, Lola, me rindo. Ahí lo tienes, todo, perfectamente expuesto, coherente, sólido. Tocado y hundido. Todo cuadra, todo es correcto, ya, pero ¿cómo? Eso queda, el cómo, cómo llegaron, cómo es posible.

– Bueno, ya sabes, ondas electromagnéticas, interferencias, ruido que se cuela, como una red wi-fi sin seguridad ¿por qué no? – dice (o piensa, quién sabe ya a estas alturas).

¿Por qué no? Una simple interferencia, un hackeo involuntario de los sueños de otros.

Pero, sea como sea, ahora salgo de casa con muchas más precauciones. Sigo soñando esos sueños extranjeros pero intento no involucrarme. Programo el despertador cada pocas horas para que no sea, nunca, demasiado tarde, para que el deseo injertado en el sueño no me atrape, de nuevo. Intento también, a pesar del cansancio, levantarme antes y no cruzarme con mis vecinos. Porque lo he visto en sus caras, y ellos en la mía, aunque ya ni me quito las gafas de sol e intento esquivarlos en el zaguán, en el garaje, siempre que puedo. Me miran y me siento (un poco más, cada día) desnudo.

Ellos también me sueñan. Me han visto, me ven, en sus sueños. Todo este tiempo. Ahora lo sé.




lunes, 16 de abril de 2012

LA OTRA MUJER



Hay una mujer, otra mujer, en mitad de la sala del museo, de pie, a la distancia exacta para que, probablemente, el cuadro ocupe toda su visión, una mujer inmóvil, demorándose más de lo habitual –¿cuál será la media de tiempo?, piensa–, lo suficiente para que atraiga su atención, para que, hacia el final de otra jornada de completo aburrimiento –y Antonio sin llamar– , a su cerebro le toque mover, resolver lo que sea que esté pasando allí. Para eso le pagan.

Sí, la cámara con la que vigila la sala se puede manipular desde su puesto de control: centra el plano, enfoca, multiplica la escena en tres monitores, apunta en el libro de registro: la mujer se ha detenido frente al cuadro –consulta– 594 (1977-110), viste una gabardina beige, bolso color camel de asas largas –una preciosidad, piensa– y un sombrero, cómo decirlo, vintage, años treinta, le suena haberlo visto en el suplemento de moda del periódico, el que le pasó Antonio el lunes pasado antes de que se despidieran. ¿Era ése? Sí, sin duda: la cinta, el ala algo caída hacia el lado. Ella está atenta a esas cosas. La gente cree que los de seguridad, los seguratas, dicen, son tipos toscos o, si eres mujer, debes ser hombruna, de espalda ancha y más bien malencarada, por no mencionar los prejuicios sobre tu orientación sexual. La gente, los arquetipos, así les va. Pero ella es una mujer delgada, de piel clara y pelo castaño tirando a rubio, precioso, eso le dice siempre Antonio, precioso, dice. Y lo lleva bastante corto –desde la academia– pero monísimo. Aunque eso no importa ahora. Hay una mujer detenida frente a un cuadro. Así se planifican algunos robos, o quizá un ataque, una persona trastornada. No sería la primera vez.

Los demás visitantes siguen su marcha desordenada por la sala, desdibujados, fantasmales, en los monitores. Se detienen en algún cuadro, titubean, pero la mayoría pasea por el museo como por un centro comercial, esperando la oferta, algo que les capte la atención a pesar de ellos mismos sólo para poder decir «bueno, no es para tanto, me gustó más aquel otro en París» o, quizá, «¿viene la baronesa por aquí, alguna vez?». Muchos pasan más tiempo en la tienda del museo buscando souvenirs, libretitas con la estampa de Los Girasoles o abanicos con la firma de Sorolla o de algún otro pintor de los que exhibe el museo. Y son muchos, muy distintos; ella, la verdad, no entiende de arte, nunca le ha interesado mucho, no, para nada: a ella le pagan por observar y proteger. Y eso es lo que toca ahora.

La mujer a la que apunta con su cámara, la otra mujer, medirá un metro setenta, con tacones. La gabardina tres cuartos deja ver sus pantorrillas, sin medias, sin una mancha ni una variz. Qué envidia, piensa. Lleva las manos en los bolsillos. Parece que haya entrado directamente desde la calle a ver ese cuadro. Quizá llueva afuera; en la sala de seguridad no hay una ventana, sólo esa luz artificial levemente parpadeante. Puede ver el reflejo de su cara en la pantalla del monitor superpuesto a la mujer estática que sigue en su actitud rígidamente contemplativa frente al cuadro. La luz fluorescente no favorece nada, piensa, da un tono como pálido y verdoso a la piel. Sí, bueno, tiene mala cara últimamente. Menos mal que al final no han quedado, Antonio no podía, tampoco hoy. Hasta el miércoles no puede, no, hasta el jueves tarde, cambió el turno, sí, eso le dijo. Tiene que llevar a su hijo a la ortodoncia. Dice que le ilusiona el aparato, los brackets, al chaval.

Pero esa mujer, la otra mujer, hay algo raro, igual es una loca de esas que saca una navaja y rasga el cuadro. Hay gente así. Tendrá que estar atenta. Observar con detalle, quizá con la otra cámara, desde otro plano. No: bajará a la sala, quiere verla de cerca, quiere estar más cerca, no vaya a ser.

Cuando llega, en un par de minutos, no más, seguro, la mujer de la gabardina ya no está. Falsa alarma. Se habrá aburrido, por fin, habrá salido del trance que la atrapaba al cuadro. No puede evitar mirar hacia la pared que ella, que la otra mujer, miraba. Aunque ella no entiende, Antonio también se lo dice. En el cuadro hay una mujer sentada en el borde de una cama vestida con un bañador de color rosa o salmón, quizá sea lencería. Lee, o estaba leyendo: sí, el libro parece querer caerse de sus manos, un libro de bolsillo y sin embargo muy grueso, empezado hace poco, ese mismo día, probablemente. Ha dejado sus zapatos sobre la moqueta verde, junto a una maleta oscura y un bolso de viaje sin abrir. Podría estar en la habitación de una pensión, en un hotel sencillo: no hay decoración, no hay nada familiar, nada que haga pensar en un hogar. Le llama la atención su rostro, precisamente porque no se ve: su mirada, sus rasgos, están ocultos por una sombra que invade toda la cara.

Se gira, mira a su espalda: la otra mujer no vuelve, definitivamente.

Es un cuadro feo, bueno, no sabe, algo tendrá para que la gente pague por mirarlo, para estar aquí, en este museo. Pero da mal rollo, piensa, no sabría decir exactamente, tiene algo como esas tardes, como sucederá hoy mismo, en un momento, cuando Antonio le llame por teléfono, para decirle que el jueves no va a poder ser, otra vez, que su mujer no le deja escaparse, y todo, piensa, se quede así, frío, desapacible, como en sombra.

Sí, hay algo desagradable, algo violento, en ese cuadro. Hay demasiada tristeza. Sí, es eso. Una tristeza que atrapa, que aturde, en la otra mujer. Aunque ella qué va a saber, piensa: ella no entiende. Ella no entiende nada.