viernes, 24 de febrero de 2012

LAS POSIBILIDADES


Para HH (para todos ellos)



Desde aquí nada parece ser completamente real. Como si los asuntos que se tratan sucedieran en una dimensión diferente. Este es el lugar de la observación, el lugar de los informes, de los formularios, de la planificación, el reino del papel y de la tinta; un mundo perfecto, analítico, definitivamente ordenado y, como toda perfección, como todo intento de perfección, un mundo ficticio.
     La Organización: imponentes edificios, estatuas, recuerdos de los grandes discursos, placas conmemorativas, los lugares exactos donde alguien decidió cambiar la Historia, una vez más. Un complejo para la Letras Mayúsculas de la Diplomacia y la Alta Política construido con cristal, acero y cemento por los mejores arquitectos del momento; un foro romano puesto al día y sin los rastros –visibles, al menos– de la sangre de los cónsules caídos en desgracia. Un lugar para la negociación y la acción, un mundo de alfombras por las que se deslizan cientos, miles de hombres y mujeres llenos de ideas contradictorias y cambiantes y que suelen calzar zapatos de un cuero inmaculado.
     Por un dudoso y seguramente olvidado motivo, quizá sólo por la costumbre de acercar la naturaleza al cemento y así hacerlo más humano (como si el cemento no fuera definitivamente humano), los monumentales edificios donde sucede toda la acción –acción de papel– están rodeados, enmarcados, por macizos de flores, árboles, parterres, jardineras, arriates y pequeños estanques. Las plantas, las flores, tampoco son exactamente reales: seleccionadas por generaciones de exigentes jardineros, en busca de una especie de Punto Omega que nunca llega, que nunca se aparta de su propia naturaleza; flores, también, de ficción. Y ficciones que tienen un autor, un responsable.
      Ése soy yo.
     El último balance distribuido por el departamento de prensa cifra los rosales del jardín que rodea los edificios donde se alberga la Organización y su frenética y desordenada actividad, en unos 1.500, superados, muy de lejos, por los 30.000 bulbos de narciso. El listado alude también a las distintas especies de árboles, los paisajes dedicados, los setos perfectamente recortados (se agradece el adverbio, pero exageran: les aseguro que no es lo más difícil), la calidad del agua de los estanques, los espléndidos nenúfares e incluso se mencionan unos inexistentes peces de colores. Quizá alguien liberó en su día un presupuesto y debería haber peces aquí o tal vez pertenecen a ese ideal platónico que parece contagiar todo el entorno.
     Los funcionarios de la Organización pasean en su tiempo libre –en las tan mal llamadas horas muertas–, en esos momentos más o menos breves que suceden entre una reunión y la siguiente, entre un expediente y el próximo informe, por este jardín, por mi estimado y cuidado jardín, arropados por todas estas neuróticamente catalogadas plantas y muchas otras que no menciona el departamento de prensa (la verdad es que nunca me preguntan directamente: deben pensar que el jardín surge de forma espontanea, como el fruto necesario de una estricta y anónima planificación). El jardín ocupa sus buenas dos hectáreas, serpenteando en unos lugares y abriéndose en otros, a los pies (y a la sombra, eso no estuvo muy bien diseñado) de los grandes edificios. Intento cuidarlo con toda mi dedicación y profesionalidad. Algunos de los funcionarios me conocen o, al menos, me saludan por mi nombre. Eso sólo significa que son suficientemente antiguos (además de medianamente amables). Yo, en mi particular y excéntrico puesto, paso por ser uno de los funcionarios más estables en este singular complejo de edificios donde cada puerta tiene un acrónimo cuyo origen y función muchos ya no recuerdan con claridad. Tenemos el COPUOS, el PNUD (que incluye el UNV y el UNIFEM, por no mencionar el UNCDF), el UNFPA, etcétera.
     Hubo un tiempo en que todo esto me interesaba mucho, creo.
    Ahora vivo en la periferia, la cuido. Soy un experto de la periferia, un habitante de la Organización desaparecido en el suburbio, el fantasma de esta ópera de cantantes desafinados. Ahora tengo suficiente con mis hermosos y fragantes narcisos, particularmente estos 'Grand Soleil d'Or': estrellas amarillas de seis pétalos, con una simetría imposible. Esta primavera han vuelto a florecer elegantes y obstinados, ajenos a tantas corbatas, dossiers y conflictos confinados en portafolios. Sólo hay que acolchar bien la tierra alrededor de sus frágiles tallos para que, año tras año, sus bulbos vuelvan a florecer. No soportan el exceso de humedad, el terreno debe estar bien drenado. Unos centímetros más abajo de su tallo, los escombros de la obra original, los ladrillos machacados, los que no pudieron formar parte de la leyenda de los edificios principales, también hacen su papel: permiten que las raíces de los narcisos no se pudran, alivian el exceso de agua. Así los bulbos, con muy poca ayuda, viviendo sobre la ruina, sobre los desechos, sobre lo poco que les dejan, se multiplican. Cada primavera.

– ¿No se cansa?

     Me lo han preguntado demasiadas veces. Hoy se trata de un hombre joven vestido con un traje azul marino (demasiadas veces también es un traje azul marino), corbata desajustada. Se acaba de sentar en el banco, a la sombra de una acacia que se mece al ritmo de vals de la brisa que viene desde el río. Lo miro cuidadosamente porque su pregunta idiota me ha obligado a girarme y a abandonar la tarea.

– Para nada –respondo – Nunca. Usted lo sabría si alguna vez hubiera cultivado algo. La tierra es de las pocas cosas agradecidas en este mundo. Tú haces diez, ella devuelve cien, decía mi padre.
– ¿Cómo sabe que yo no...?
– La pregunta lo delata –me sincero–. A usted y a todos. Son ustedes demasiado parecidos unos a otros. Demasiado ocupados para agacharse y tocar la tierra con sus propias manos. Además se les caería, inmediatamente, la blackberry. Y eso siempre es un desastre ¿no?
– ¿A quién se refiere? – seguía el hombre azul marino mientras terminaba su sandwich
– A ustedes, los que gestionan las posibilidades. ¿Se dice así? ¿Gestionar?
– Ni idea. Además, usted también se equivoca: lo mio es un iPhone.

     Ellos también aparecen y desaparecen, como las plantas, primavera tras primavera. Parecen distintos pero provienen de un mismo lugar. Tienen la misma fragancia. Las mismas anónimas corbatas, las mismas ojeras. Creen que pueden cambiar el mundo, siempre están con eso, siempre traen entre manos un nuevo proyecto, otra gestión. No es que no les aprecie. Son como estos narcisos, demasiado parecidos unos a otros para tomarles cariño.

– Parece conocernos muy bien – siguió el hombre –. ¿Hace mucho que trabaja aquí?
– Desde el principio, podría decir. ¿Ve ese roble de allí? El tronco apenas tenía veinte centímetros cuando me contrataron. Ya existían estos bancos. Entonces no había, generalmente, tipos con sandwiches, eran tiempos más para una petaca de whisky. Tiempos duros. Muchas posibilidades. Muchas fueron reales.
– ¿Posibilidades? – el hombre no acababa de entender; ni yo de explicarme, desde luego.

      Pero yo sé que uno no debe ser demasiado claro si quiere sobrevivir en este jardín. Eso lo aprendí hace tiempo. Ellos hablan con sutilezas, insinúan lo que ni siquiera están seguros que se pueda decir. Dejan caer pistas, carnaza para ver si el otro, el oponente, porque siempre hay un oponente, deja salir ese fragmento de información con el que construirán más y más posibilidades: la posibilidad de otra hambruna, la posibilidad de un cambio de gobierno más o menos favorable, la posibilidad de una guerra. Elaborarán sus informes llenos de posibilidades, de escenarios, hojas de ruta, notas de prensa que se anticiparán a lo que aún no ha sucedido. El edificio entero supura pasta de papel mojado, la pasta densa y urticariante de la versión oficial, como las plantas lechosas cuando son cortadas, la savia de la Organización. Su sangre, mejor dicho.

– Ustedes siempre llevan entre manos la posibilidad de que algo suceda, de hacerlo suceder, algo siempre muy importante. Cuentan en cientos de miles, por lo menos – seguí, echando también algo de carnaza en el anzuelo; tenía curiosidad por averiguar lo que era esta vez.
– ¿Cientos de miles? No, mi departamento no maneja tanto dinero, se equivoca. Para nada.
– No, me refería a personas.
– Ya –balbuceó– Sí, ahí lleva razón. Son muchos, demasiados ¿Se imagina? Miles de personas a punto de empezar una guerra cuyos objetivos son unos miserables pozos de agua. Y, sólo un poco más abajo, gas natural. Aunque este último extremo lo ignoran, aún.
– Lo imagino, perfectamente. La sed es una fuerza poderosa –mis plantas también matarían por ella, si pudieran moverse, pensé.

     Así que las migajas del sandwich caerían otra vez sobre un informe completo, lleno de detalles y de mentiras, sobre la mejor estrategia, sobre los generales, sus debilidades, sus ambiciones, los políticos, las posibles salidas, las honrosas y las menos honrosas, las bajas estimadas. Las fluctuaciones en el precio del gas natural. La posición oficial levemente manchada de gotas de mayonesa y trazas de espinaca.

– Así que desde el principio –siguió el hombre, interrogándome: al parecer la guerra del agua o del gas podría esperar.
– Aproximadamente.
– Habrá visto mucho.
– Muchas flores, cada año las mismas, cada año diferentes – sí, lo reconozco, a veces me pongo demasiado ¿zen?, sí, como en una conversación-haiku; a estos tipos les sienta bien, les recuerda la decoración de su casa.
– Ya. Ahora el mundo es mucho más complejo. Ni se lo imagina.

     Ahí tenía razón. Los buenos tiempos, cuando todo estaba tan claro, quién era quién. Los comunistas a un lado, queriendo conquistar el mundo; occidente al otro lado, también queriendo conquistar el mundo. Comics de superhéroes o de supervillanos. Y el mundo desordenado, inasible, todavía hoy pendiente de ser conquistado. Pero siempre están ahí, la Organización, los despachos, los archivadores, la esgrima de la diplomacia, el superior arte de la transacción, la política de lo posible, la posibilidad de transigir con los hechos consumados. Si estas paredes hablaran, pensé, nadie las entendería.

– Es posible, todo es mucho más complejo. Usted es el experto. Yo sólo sé de plantas – confirmé.

     Sí, un jardín no es más que naturaleza acotada, predecible, humanizada. Un laboratorio de belleza, pero un laboratorio después de todo. Acacias, plátanos de sombra, robles palustres, todo perfectamente planificado, durante años. Un orden que nos ayuda a disculparnos. Un reflejo perfecto donde inspirarnos, donde perdonarnos. Lo veía cada día. Ahora era este hombre disfrazado de experto. Probablemente hasta él mismo creía en su disfraz. Como mis bulbos, con unas flores que son sólo una excusa, decoración, casi una burla. Otras veces eran tipos angustiados por amenazas de insurrección, sequías, epidemias, genocidios más o menos disimulables. Gente que se tragaba la realidad como este hombre se había tragado el sandwich, inexorablemente, sin otra salida, sin necesidad de que te sepa bien. En esta esquina, la realidad, con sus ochenta kilos de peso y sus cicatrices y sus deformidades; en la otra esquina, el jardín, peso pluma, con la improbable fortaleza de su levedad.

      Las posibilidades, al final, con su puño de acero.

     “Adelante, suba, acabe su informe: sólo será una guerra más. Usted no ha decido la sequía, ni el gobierno corrupto, ni las fronteras. Su departamento no dispone de fondos suficientes y, seguramente, no le cae bien al tipo que tienen que aprobar el programa. Usted, ustedes, nadie puede hacer mucho, ya sabe”, creo que le quise decir, pero estoy seguro que no le dije, mientras ahuecaba un poco más la tierra donde empezaba a verse aparecer una yema entre verde y blanquecina. La posibilidad de una flor, ahora mismo. En un par de semanas, me dije. El hombre se alejaba ajustándose la corbata y mirando el narciso que le había colocado en la solapa.

– ¿Y ustedes? ¿No se cansan? ¿No se cansan nunca? – le grité, pero el tipo ya estaba demasiado lejos.

     Yo sí. De eso hace ya demasiado tiempo. También tuve que contarlos por miles. También hacía mis inventarios, pero en ellos no había acacias, robles palustres, juncos. Casi he olvidado las iniciales de la puerta de aquel departamento pero aún no he olvidado algunas fotografías, los expedientes, las personas, tantas entrando y saliendo del despacho, la desesperanza, la burocracia, la lentitud. La injusticia. Ni siquiera cuando veo toda esta delicadeza, la perfección de los estambres, la sencillez de las hojas acintadas, su suavidad. Ni siquiera cuando el departamento de prensa me recuerda que son más de treinta mil.
     Los narcisos. Ahora son solo narcisos. Me repito.
     Como un mantra.

sábado, 18 de febrero de 2012

STATU QUO(TIDIANO)




Primero pasa siempre un Audi A3 gris oscuro. Creo que hace años este color se llamaba “gris marengo”, pero a los colores de los coches consiguen ponerles nombres cada vez más idiotas, así que ahora se llamará de cualquier otra forma, gris nubarrón, gris aburrimiento o gris cotidiano. Pero el caso es que el automóvil gris-lo-que-sea pasa puntualmente a las 7,20 AM y su rumor de ruedas deslizantes y frío lo anuncia, lo anticipa, superando la esquina de la casa que hay junto a la parada del autobús y que impide verlo llegar hasta que pasa ya por delante de nosotros. Su ruido suave, como un ronquido, me recuerda que la secuencia completa está aún por llegar. Pero sucederá, inexorablemente, toda ella, la misma secuencia, día tras día.

La mañana, antes del amanecer —estamos en Febrero— y junto a la parada del autobús, transcurre como una escena digna de aquella película, de “Atrapado en el tiempo”: un statuo quo infinitamente repetido, un ritual coreografiado por todos los que nos movemos al ritmo que marcan nuestros relojes, nuestros trabajos, al ritmo del blues de lo ordinario. Todo resulta civilizadamente previsible: primero el Audi A3 gris que acaba de pasar, luego llega el chico regordete, un estudiante camino del instituto que viste de forma crónica una sudadera blanca con capucha y unas Nike azul eléctrico, después el joven flaco y nervioso que vive apenas dos casas más allá de la parada y que siempre se ha olvidado algo: otra vez volverá a mirar si viene el autobús, comprobará la hora en su móvil, dudará si le da tiempo a volver a casa a por el objeto olvidado (nunca consigo averiguar qué es, quizá unas llaves, un cuaderno, decirle algo a su madre); no siempre lo hace, a veces sólo se queda mirando, inquieto, hacia su casa; probablemente tampoco puede permitirse perder el autobús a esta hora, como cualquiera de nosotros. Pero hoy ha vuelto a arriesgar: se ha ido corriendo y ha vuelto sonriente, satisfecho de no perder el autobús. Habrá cogido eso que siempre se le olvida, mejor dicho, eso de lo que siempre se acuerda un poco tarde. Y no es un riesgo pequeño: en caso de perderlo, de un mínimo error de cálculo, una demora en recoger lo que sea tan importante y el siguiente autobús pasará treinta minutos después (y eso, en nuestra civilizada rutina, ya es demasiado tarde, insosteniblemente tarde). 

Para él y para todos nosotros.

Después pasa un pequeño camión adaptado para la limpieza ciudadana, con cepillos bajo el parachoques delantero, un depósito de agua a la espalda, mangueras y unas alas móviles en todo el perímetro de su chasis que se agitan con el aire que produce al aspirar. Un automóvil extraño, mutante, muy ruidoso. Expulsa agua hacia el suelo que, al vaporizarse, crea una nube sobre el suelo que disimula sus ruedas hasta hacerlas prácticamente imperceptibles. Parece que flotara, a veces, en las mañanas más frías. 

Sólo un minuto más tarde suena el mecanismo eléctrico que abre la cancela de la antigua casa cuyo jardín vallado y todavía oscuro conforma la esquina y, gracias a ella, la pequeña plaza que sirve de parada al autobús. Al poco aparece el dueño, abre y cierra la verja, apresuradamente. Es un hombre de unos cincuenta años, de pelo cano y abundante, siempre el último en llegar hasta que completamos el grupo de cuatro hombres, como cada mañana. Saluda, como habitualmente, con un enérgico “buenos días”, al que sólo yo parezco responder. Lleva una bufanda mal colocada que apenas le abriga y carpetas y papeles que sostiene con dificultad en una mano. Nunca lleva una cartera que le ayude a trasportar todo eso. Parece un profesor o un abogado o quizá un médico y siempre sonríe mientras maneja sus papeles. Debe ser un profesor, sí.

Por último llega ella, la única mujer del grupo, que queda, por fin, completo. Un perfecto equilibrio cotidiano. Quedan exactamente dos minutos para que llegue nuestro autobús. La chica, unos veinte años, quizá menos, maneja un móvil que se acerca frecuentemente a su oído, el izquierdo, con la misma mano con la que lleva el bastón blanco y largo que ha traído haciéndolo oscilar, casi arrastrándolo, por el callejón que llega a la plaza. Nos dice hola y ahora sí que respondemos todos. Toda su cara sonríe excepto sus ojos que miran, como cada día, a ninguna parte. 

El ceremonial se completa cuando pasa frente a nosotros un veloz todoterreno rojo y, en sentido contrario, por nuestra misma acera, se acerca una mujer despeinada y ¿vestida? con una bata entre rosa y salmón —y yo me pregunto, como cada día, qué nombre le pondrían a ese color si fuera un coche y no una bata— paseando a dos pequeños yorkshires que pelean entre ellos por ver quién orina antes la siguiente farola. La chica ciega se guarda el móvil en el bolsillo y ya sabemos todos que el autobús está a punto de llegar. Al poco se oye el característico sonido entre neumático y de gasóleo y un leve chirrido del freno con el que evita un árbol que le dificulta el paso por la pequeña calle que desemboca en la plaza. 

Cuando el autobús abre la puerta, el chico nervioso y desmemoriado es siempre quien la ayuda a subir. Ella entra primero mientras los demás sacamos nuestros bonos y la calderilla. Nunca tropieza. Sonríe al conductor, que le responde por su nombre cuando saluda. Los otros cuatro la seguimos, el chico delgado siempre detrás de ella, cuidando de que no tropiece con ninguna otra persona, con una barra o un escalón. A veces parece que quiere guiarla y está a punto de tocar su hombro y dirigirla hacia un asiento vacío, pero finalmente no lo hace. Ella nunca duda y él nunca llega a tocarla. Los pasajeros ya sentados son los habituales, en los mismos asientos, las mismas posiciones de siempre. Supongo que en sus paradas sucede lo mismo que en la nuestra, apenas unos minutos antes. La mayoría ya manipulan sus gadgets, smartphones, reproductores de música o pequeñas radios portátiles. Algunos leen un libro convencional. Es todavía de noche y no hay posibilidad de entretenerse mucho con el paisaje semioculto por la oscuridad. Nadie nos mira al entrar. Saben que también somos los habituales de esta parada y que nos sentaremos, como siempre, en los asientos libres del pasillo, evitando levantarles, molestarles en su concentrado entretenimiento.

Todas las mañanas, su protocolo estricto: Como rellenar un formulario.

Sin embargo hoy, este frio día de Febrero, algo está a punto de decirnos, de mostrarnos, la diferencia. Cuando ya llegamos al centro de la ciudad y enfilamos la avenida que la cruza desde el sur, delante de nosotros, perfectamente visible en el gran escaparate que es la ventanilla delantera del autobús, sobre el cielo azul intenso inmediatamente antes del amanecer, una luna enorme y amarilla ocupa prácticamente todo el horizonte visible, todo el espacio entre las dos filas de edificios que delimitan la avenida. Por encima de los semáforos, un disco magnífico y cercano, mucho más cercano que nunca, inmenso, como debe ser esa luna de la cosecha, la que cantaba Neil Young, totalmente inesperada, innecesariamente espectacular y bella. Un adorno excesivo sólo para otro día más. Un derroche, inútil, mucho más allá de las pequeñas pantallas que iluminan con su luz idiota la cara de los pasajeros. Una maravilla, un cambio, que nadie va a apreciar.

Y es entonces cuando caigo en la cuenta, cuando una breve ráfaga, sutil, de aire me lo hace llegar, mientras la puerta se abre en la parada previa a la mía y el chico delgado y olvidadizo abandona el autobús y mira brevemente hacia la chica del bastón blanco que bajará dos o tres paradas más allá. Ella sonríe de nuevo. Sin mirar a ninguna parte, de nuevo. Ambos somos ciegos, cada uno a nuestra manera, aunque ahora yo, con mi cara de idiota, la misma de Bill Murray, probablemente, por fin me doy cuenta que ya sé, que creo que lo sé o que siempre debería haberlo sabido: lo que el chico delgado olvida y recuerda todas las mañanas antes de que ella acuda, tan puntual. 

Sí, perfume. Lavanda, creo.





viernes, 10 de febrero de 2012

NADA DEL OTRO MUNDO







Apenas un roce, nada del otro mundo. El tipo de la chaqueta gris probablemente no lo ha notado. Parece pasear sin un trayecto planeado, quizá se desplaza de la oficina a un bar para comer algo o regresa de nuevo, en un movimiento furtivo, al apartamento donde lo espera su amante ¿quién sabe? Pero ha sucedido: al pasar junto a tu moto, esa scooter de color azul marino, 125 centímetros cúbicos de fabricación coreana que descansa levemente inclinada en mitad de la acera no es para tanto, todo el mundo lo hace no ha calculado bien. Seguramente va distraído pensando en el paisaje urbano o en el trabajo o en que debería, por fin, decírselo a su mujer: esto no puede seguir así, tenemos que hablar, pasó casi sin que nos diéramos cuenta, ya sabes cómo son estas cosas. No importa realmente. 

El caso es que el tipo de la chaqueta gris ha golpeado, no, ha rozado, sí, ha sucedido así, ha sido sólo un roce lo que ha desviado, levemente, el espejo retrovisor derecho de tu scooter azul. El momento, efímero, el movimiento, mínimo, pero el ángulo ya es otro. Si estuvieras sentado en esta acera que yo estoy ahora imaginando, quizá no te habrías dado cuenta tampoco, pero el reflejo del sol que el espejo de tu moto proyectaba sobre la pared roja del edificio de enfrente se ha desplazado más de un metro. Aquí un cambio de ángulo mínimo y, del otro lado, más de un metro. Trigonometría. Nada del otro mundo. 

Así que, cuando llegas junto a tu moto, satisfecho de haber comprado un libro de Vila-Matas que habla de cómo Vila-Matas escribe un libro o de cómo un personaje de un libro de Vila-Matas reflexiona sobre cómo escribir un libro, no percibes esa corrección, esa desviación, ese mínimo ángulo más abierto. Abres el cofre trasero y dejas caer el bolso que atesora ese libro tan nuevo y tan metaliterario que te has regalado ¿quién si no te lo iba a regalar? y, en una maniobra automática que casi no percibes por repetida, cien veces, mil veces repetida, te colocas el casco, te ajustas los guantes, te abrochas el anorak. La moto se pone a rodar y te desplazas con ella ya sin prisa, tienes todo el día por delante, una jornada libre del trabajo, la empresa te la debía después de esa espantosa campaña navideña. Disfrutas —aunque tampoco pareces darte cuenta— de un precioso sol de invierno, de un día claro donde todo parece enfocado, esculpido, trazado línea a línea, detalle a detalle. Todo es nítido para ti, aunque no prestas mucha atención: todo resulta espectacularmente visible salvo ese pequeño detalle, la mínima desviación del espejo retrovisor, nada del otro mundo.

El tráfico es torpe, lento, como tantas veces. No se trata del habitual atasco de las nueve, cuando las calles se llenan de coches y autobuses donde los niños son transportados hacia sus colegios, de la cama al desayuno, del desayuno al pupitre. Como si todos los niños, o todos los padres, hubieran escogido el colegio más alejado, la posibilidad más incómoda. Quizá deba ser así. Pero tú no tienes niños, nadie te espera en casa. Juani no volverá hasta el Viernes, estará en Madrid toda la semana. No, no hay ningún niño, no hay ningún atasco, son más de las once aunque parece que todo el mundo ha decidido moverse por la ciudad. No importa, serpenteas entre los coches, siempre llegas el primero al siguiente semáforo en rojo, siempre sales, después, también el primero hasta el siguiente semáforo otra vez en rojo. Para eso te compraste la scooter, no soportas esperar. Aunque podrías haberte estirado más. Te lo podías permitir, aquella Triumph, como la que llevaba Dylan te dijeron, vintage, precisaron en el concesionario, sí, pero tecnología a la última, azul celeste, ¿un poco hortera? No, bien pensado: eres sensato, no te dejas llevar por el primer impulso, la scooter es más cómoda. No hay que darle más vueltas. Total, sólo es para ir de casa al trabajo y del trabajo a casa. Viajar en moto debe ser tan incómodo, cuando menos lo esperas te sorprende la lluvia, aunque aquí, en esta ciudad, parece que no llueva nunca, pero si no es la lluvia será el frío o una ventolera. Calla, calla. Para nada. Para los viajes largos ya está el coche. Y es más seguro. La gente parece que no sabe conducir, coño. Mira ése. ¿Les cuesta tanto poner el intermitente? Y luego están las rotondas, joder, que parece que siempre hay que circular por el carril del medio y empezar a cruzarse y a cerrarte, como si todo diera igual, que se creen que van solos por la calle. Pero bueno ¿qué hace ese tío? ¿Te has fijado?

Es cierto, lo del espejo apenas ha sido un desplazamiento mínimo. Nadie lo ha visto. Nadie ha podido ver al tipo de la chaqueta gris moviendo el retrovisor derecho de tu moto. Él tampoco se ha dado cuenta. Pero ha sucedido. Lo ha movido de dentro hacia fuera, ha tropezado del lado de su propio reflejo —podríamos decir que ha tropezado consigo mismo— de modo que el ángulo se ha abierto quizá 5 o 10 grados, nada del otro mundo. De hecho llevas ya un buen rato conduciendo y has mirado varias veces hacia ese espejo sin haber notado que no mira (¿miran, los espejos?) en la dirección habitual, en el ángulo con el que tan cuidadosamente lo habías colocado. Eres bastante ordenado con estas cosas, corriges la posición del espejo a menudo, lo mantienes siempre limpio. No eres como esos jovencitos que incluso los desmontan para que su moto luzca más agresiva, para demostrar que no tienen miedo, que están dispuestos a cualquier cosa, un motivo a juego con sus desafiantes, consecuentes, vagamente inconscientes “¿te llevo?”. No, tu espejo sigue reflejando fiel y escrupulosamente la calle, el tráfico que vas dejando atrás, los peatones que han empezado a cruzar por el semáforo que has pasado en ámbar, casi te ve el policía en prácticas que ordenaba el cruce. El cambio de orientación del reflejo es tan leve que no lo puedes percibir fácilmente. Son estas cosas, los detalles, ya sabes, el demonio está en los detalles, dicen, y nadie ha visto al tipo de la chaqueta gris, nadie te lo ha podido advertir, ese minúsculo cambio, el movimiento irrelevante que se ha producido del mismo modo que el viento desplaza una bolsa de plástico por el suelo, o una hoja, del mismo modo que una mota de polvo retrasa la manecilla de un reloj hasta ese momento tan preciso, tan exacto, tan reloj. Nada del otro mundo, por supuesto.

Claro que, si pudieras calcularlo en este instante, la sutil modificación del ángulo hace que lo que ocurre apenas dos metros atrás, a tu derecha, no se vea correctamente reflejado en la pequeña y limpia sí, es cierto, eres muy meticuloso con estas cosas superficie del espejo ovalado. Resulta gracioso cómo la vibración del motor hace que la imagen se vea casi como en esas películas de cine mudo y, sin embargo, todo es perfectamente reconocible. Nuestro cerebro corrige el error. Te hace reflexionar sobre la imagen: la imagen la pensamos (se trata de una reconstrucción, una ficción, al fin y al cabo) y se impone, superior, a la realidad, temblorosa, impracticable. Sí, podemos seguir con la comparación: como en esas películas subtituladas que, en cuanto llevas quince minutos, ya no te das cuenta de que estás leyendo. Un poco más tarde ni siquiera es una película; es tan mentira y tan real a la vez. A Juani le encantan esas películas antiguas. No, las mudas no, las de los años cuarenta y cincuenta, cualquiera en blanco y negro, con esas historias trabadas, espesas como el barro, las de Bette Davies sobre todo. La verdad es que antes la llevabas más al cine, incluso a la filmoteca cuando ponían una de ésas, pero ahora casi no salís de casa. Nos hacemos comodones con la edad, pero ¿qué edad? ¡si apenas has cumplido cuarenta y cinco! ¡si estás como un chaval! ¿quién adivinaría tu edad?: ágil, sin una cana, reflejos rápidos, movimientos precisos, un magnífico ejemplar de adulto joven urbano en su scooter azul. Te ríes, envuelto en tu casco; nadie lo ve.

No, no puedes saberlo. Tampoco es tu especialidad (lo tuyo es “Comercial y Promociones”) pero si supieras algo más de esto, estarías pensando que la calidad de un sistema complejo se puede deducir del elemento más débil, del objeto peor ensamblado de la cadena. El mejor equipo de música reproducirá un sonido desastroso si los altavoces son baratos o incluso si tan sólo uno de los tweeters se ha estropeado, quizá también por un leve golpe, también sólo un roce. Esas cosas de los especialistas de la calidad, siempre persiguiendo metáforas industriales. Podrías también haberte dedicado a eso, nada del otro mundo, desde luego. 

Alguien que pudiera describir la escena desde el aire, una cámara que te siguiera a todas partes en tu pequeño viaje en moto de la librería hacia casa ¿porque vas a casa, verdad?, alguien así, digamos, un narrador omnisciente, diría que ahora mismo, en tu scooter, formas parte de un sistema complejo: eres un elemento más ensamblado al tráfico de una ciudad mediana, en cualquier día laboral del año. Señales, transeúntes, bicicletas, semáforos muchos, demasiados semáforos, vehículos a motor de variadas cilindradas, tipos, configuraciones, conductores de distintas edades, podríamos hablar de una horquilla entre los 18 y los 83 años, con una media de 35,7, algunos distraídos, otros preocupados, muchos llevan música, incluso algunos que conducen en una especie de “modo inconsciente” y no recordarían los detalles del trayecto si les preguntaras al llegar, dondequiera que vayan. Desde luego, así es: un observador independiente podría tratar de describir este sistema complejo, un conjunto de demasiados factores para poder ser controlados de forma independiente y que genera un flujo discontinuo, pero un flujo al fin y al cabo que es fácil de analizar desde una perspectiva física, desde las teorías de la dinámica de fluidos, como la sangre que se desplaza por nuestras venas. Lo habrás experimentado alguna vez, seguro, aunque no hayas sido del todo consciente: se produce un accidente en el carril contrario y todos disminuimos levemente la velocidad, se ralentiza el tráfico en ese segmento y se genera un efecto de onda, un pulso, todo el tráfico queda irremediablemente condenado a enlentecerse en ese punto, obligando a frenar incluso a los raros conductores que no quieran curiosear en el desastre que ha ocurrido del otro lado, en dirección contraria. Desde el cielo parecería una ola, una única ola inmóvil compuesta por cientos de coches en movimiento. Junto a una pequeña mancha roja y algo de humo y las luces intermitentes y llamativas de la policía, de la ambulancia, los bomberos.

Porque ignorabas todo esto, pero eso es lo que ha ocurrido, nada del otro mundo. Nada que pudieras anticipar. Algo propio de estos sistemas complejos, disculpa que sea tan insistente. El ángulo de un espejo apenas desviado, un detalle más entre millones de gestos, objetos, trayectorias, diseños, planes, pensamientos que te rodean. Eso, únicamente eso, es lo que, realmente, ha pasado. Podrías llamarlo azar si no hubiera sido por el tipo de la chaqueta gris, al que ni siquiera conoces y, desde luego, ya no conocerás. Para ti sólo era otra maniobra más, casi automática, apenas consciente, de las miles que has realizado desde que has cogido la moto, desde que has cargado tu libro de Vila-Matas en el cofre, quizá Juani lo lea un día de estos, aunque a ella no le gusta Vila-Matas. Una maniobra sencilla pero en la que no has visto —la trigonometría ¿recuerdas?— no podías, el coche que iba, sí, es cierto, demasiado rápido, por el carril de tu derecha cuando te has desviado, me atrevería a decir que un poco bruscamente ¿en qué estabas pensando? y has invadido su trayectoria. Se ha oído el frenazo y el grito de una mujer que esperaba para cruzar la calle. Tú, probablemente, ya no has oído nada pero ha sido un grito terrible, te lo aseguro. Algo realmente inesperado. Y eso que a Juani se lo has dicho muchas veces, cuando te llevaba en el coche —ella nunca cogería una moto— : le has hablado de todo eso, del azar, del tráfico, de los sistemas complejos y del “ángulo muerto”.
Trigonometría, decías. Nada del otro mundo.