martes, 29 de junio de 2010

POP FICTION (V): AIR(PORT) ODDITY





—David Robert Jones. ¿Para Amsterdam? Correcto. ¿Equipaje de mano?

La azafata de la línea de facturación de equipaje había sido exquisitamente amable. Mantenía, permanentemente, esa sonrisa amplia que provoca saberse propietario de un buen sueldo y/o de un contrato demasiado precario. Se había demorado lo suficiente en acariciar su billete con esas manos recién salidas del paraíso de las manicuras. Con unas uñas perfectas y afiladas —las uñas postizas que probablemente hubiese deseado Ziggy Stardust que le regalaran al llegar a la Tierra— había separado las cintas adhesivas que después colocó con la delicadeza y la precisión de una experta en bondage en las asas del exclusivo juego de maletas —Lona Damier Gèant— de David. A continuación, una sonrisa y una mirada afectuosa, perfectamente profesional. Sólo que demasiado… ¿cómo decirlo?, sí, demasiado estable. Ni un temblor, ni el más leve atisbo de desfallecimiento.

Evidentemente no lo había reconocido.

David optó por quitarse las gafas de sol. Sus particulares ojos, con pupilas de distintos tamaños e iris de diferente color, se iluminaron cuando respondió.

—Sólo este bolso, querida.
—De acuerdo —dijo la azafata mientras seguía con su tarea burocrática.

La mujer debía tener unos veintitantos años, incluso quizá más allá de los treinta, si se atendía a las apenas perceptibles arrugas sobre el labio superior. Así que tenía necesariamente que haber oído hablar de él. Su cara —la de David— era un icono de la cultura popular. Sí, es cierto, sus constantes cambios camaleónicos podrían despistar al público poco informado, pero su esencia —y, desde luego, sus ojos— permanecía inalterable desde incluso antes del ya mítico Space Oddity.

—Querida ¿te suena lo de «Major Tom»? —insistió, dándole una pista.
—No sé… —su sonrisa le hizo pensar por un momento que ya había caído en la cuenta— ¿En qué compañía vuela? ¿Es ese tipo… australiano?

David no podía creer que alguien no lo reconociera. Se pasaba la vida ocultándose de fotógrafos, de fans y de músicos aficionados que lo asaltaban incluso en lugares remotos. Recordó a aquel tipo que se hizo el encontradizo silbando Life on Mars? mientras orinaba a su lado en los aseos de un bar de Toronto. Sin embargo, había que darse por vencido: aquella mujer no sabía quién era. Y los demás de la cola parecían impacientes por facturar su equipaje.

Contrariado, David se dirigió a la entrada del área de embarque. Como uno más se desembarazó del cinturón, el teléfono móvil, las monedas. Dejó el bolso en la bandeja de plástico. Dentro, en su iPod, estaba la maqueta del nuevo disco. Un disco-homenaje con sus canciones versioneadas por Soulwax, MGMT, una versión en español de Sound and Vision y un tema, Absolute Beginners, cantado por ¡Carla Bruni! La verdad es que el productor había ido demasiado lejos. Solo faltaba una versión de Changes cantada por ese tipo de los rizos que salía tanto en el canal latino de la MTV. Pero así eran los nuevos tiempos. La música cambiaba a más velocidad de la que incluso él mismo —el mayor de los mutantes surgido de los ‘60— era capaz de soportar.

La alarma del arco detector de metales se activó cuando lo atravesaba. Le hicieron apartarse a un lado. Desde allí no podía ver a John ni a Bob ni a los otros dos guardaespaldas nuevos que debían acompañarlo a cierta distancia. Un tipo uniformado lo puso contra la pared y lo escaneó con una especie de micrófono de ambiente. Todo parecía estar correcto. El tipo con el extraño micrófono en la mano sonrió cuando lo miró directamente. Él sí que parecía haberlo reconocido, seguro. David también sonrió, de medio lado.

—Adelante. Todo correcto. Siento haberle importunado. Los arcos ahora saltan por nada—dijo el de seguridad—. Pase y que tenga un buen viaje. Lo siento. Seguro que ha sido el adorno metálico de sus gafas de sol.
—Oh, cuánto lo siento. No debí dejármelas puestas —se explicó David, condescendiente—. Pero es que a veces genero problemas de seguridad en los aeropuertos. Ya sabe, avalanchas de fans y esas cosas. Creo que los chicos se han puesto en contacto con vosotros antes de que entrara ¿no es así? Siempre lo hacen.
—¿Pero qué…? ¿Qué dice? ¿Qué avalanchas de fans? ¿Quién debería habernos llamado? Perdone ¿debería conocerle?
—No, claro que no —balbuceó David— Por supuesto que no. Perdone…Creí que…

Mientras se volvía a colocar el cinturón y recuperaba sus objetos de mano tuvo tiempo para pensar sobre lo efímero de la fama. Pero, ¡por Dios!, estaba en el aeropuerto de Heathrow. Aquí deberían reconocerlo hasta las ratas del sótano, si es que hay sótanos en los aeropuertos. Aunque la vieja Inglaterra ya no era aquélla donde él fue Aladdin Sane, Ziggy o el Gran Duque Blanco. Otros, definitivamente, fueron los años dorados.

—¡Eh! —le dijo un niño, junto a la tienda de tabaco del Duty-Free
—¡Eh! ¡Hola! ¿Qué hay? —David se acercó. Por fin alguien parecía interesarse por él.
—¿Eres David? —le dijo con esa desvergüenza de sus poco más de doce años
—Sí chaval. El auténtico. Me has reconocido.
—Pues claro —se giró hacia las sillas que miraban a las pistas—. ¡Papá! ¿Mira! ¡Es David!

La verdad es que, después de todo, le sorprendía que fuera aquel niño el que lo hubiera reconocido. No era sólo la azafata o el de seguridad: hasta ese momento nadie, en todo el trayecto desde la limousina hasta el embarque, nadie en absoluto se le había acercado para pedirle un autógrafo. Ni tan siquiera le habían dirigido una mirada de complicidad. Ni un guiño de una mujer. Ni de las maduritas. No dejaba de ser más cómodo, de algún modo. Pero, en cualquier caso, era bastante sorprendente.

—¿Me firmas la camiseta? —el niño le extendió un rotulador mientras se señalaba la espalda de su camiseta del Manchester United.
—Está bien. Aunque no suelo firmar en muchas camisetas de fútbol. ¿Qué te pongo? ¿Cuál es tu canción favorita? A los niños de tu edad les suele gustar Under Pressure, la que grabé con los Queen.

El niño se revolvió antes de que David pudiera firmar. El padre se había acercado con un periódico en la mano. Ahora les miraba a ambos. La cara del niño mostraba cierta confusión. O, mejor, frustración.

—Oh, lo siento, disculpe —dijo el padre—. Lo confundió. Desde que nos lo encontramos en el aeropuerto una vez que íbamos hacia España, de vacaciones, cree verlo en todas partes donde hay aviones.

David no entendía nada. El padre seguía con su discurso, esta vez dirigiéndose a su hijo.

—¿Ves, Adam? No es él. Beckham es mucho más…corpulento. Más joven y más musculoso. Deja en paz a este pobre hombre.
—No, no se preocupe. No es nada —dijo David, mientras se daba la vuelta y miraba alrededor.

Muchos se habían levantado de los asientos alertados por el niño que no dejaba de gritar «¡Es él! ¡Sí que es él, papi!, ¡sí que es él! ¡Es Beckham!». Algunos se reían por la ingenuidad de aquel chaval que había confundido a ese hombre de aspecto enfermizo con el héroe deportivo nacional del momento.

Michael apuraba el segundo sándwich de pepino y mantequilla en el cuarto de los monitores sin dejar de mirar los movimientos de aquel tipo al que seguían las cámaras de seguridad desde que los de los mostradores habían advertido sobre el extraño comportamiento de «un tipo muy raro, pálido, casi en los huesos, con un ojo de cada color». Sí, seguramente las sospechas eran ciertas. Aquel individuo debía llevar un cuelgue de tres pares de narices. Después de haberse insinuado con la de equipajes y de haberle dicho esas idioteces sin sentido a Bart cuando lo registraba, ahora se había subido al expositor de Johnny Walker y cantaba algo así como «This is not America, sha la la la la».

—Joder, cada vez hay más colgados —dijo Michael mientras tragaba el último bocado y llamaba a los de seguridad—. ¿Quién se habrá creído éste tío que es? ¿El puto David Bowie?




martes, 22 de junio de 2010

POP-FICTION (IV): Suedehead




—No tan corto, macho, no tan corto.


En Manchester no se podía encontrar otra peluquería como la de Pat y Sam. Las peluquerías así, genuinas, de caballeros, con sus navajas y brochas, con los sillones reclinables de escay levemente ajado, el respeto a las tradiciones, la conversación justa —fútbol y cosas del barrio—, las bromas pesadas, la radio siempre en un rincón, con el volumen muy bajo. Lo demás son mariconadas, peluquerías pijas, unisex y todo eso. Mozz recordaba aquella vez en Los Angeles: lo primero que hicieron fue sentarlo en un dispositivo de masaje, es decir, un sillón que vibraba. Cuatro horas más tarde, durante el concierto de esa misma noche aún podía sentir el cosquilleo en el culo mientras cantaba Something is squeezing my skull.


—Como te lo digo, tío.

—Te creo, Mozz

—Sí, pero America no es el mundo, Pat. Aunque ya tengan un presidente negro.


Aunque en la bendita Inglaterra ya es tres cuartos de lo mismo. Cuando ves el establecimiento, no sabes ni siquiera que se trata de una peluquería. Podría ser un salón de masajes, un restaurante japonés o una sucursal de banco. Todas tienen esa misma pinta minimal con los peluqueros vestidos de negro riguroso, muy maquillados, con flequillos que les tapan media cara y que se tienen que ir apartando mientras te cortan el pelo.


—Resoplando todo el rato. O dando cabezadas como bueyes en un cercado.

—Y que lo digas, Mozz.


Pat y Sam llevaban en aquella peluquería de Kings Lane —junto a las vías, no demasiado lejos de Old Trafford— toda la vida. O al menos desde que Mozz y su familia se trasladaron a Stretford, en el 65.


—Fue en el 65, ¿no, Pat?

—Puede ser Mozz, puede ser.

—No tienes memoria, cerdo irlandés.

—Tan irlandés como tus padres, Mozz —se río Pat—. Y menos cerdo que tú.


Mozz era un tipo coherente. Vegetariano militante. Y estricto observador del tupé que lucía desde antes incluso de la época con The Smiths. Lo cierto es que aquel tupé se le había ocurrido a Pat para intentar disimular sus entonces incipientes y precoces entradas.


—¿Lo ves, Pat? A eso me refiero. En cualquier otro lugar me hubieran dicho «alopecia».

—Y te hubieran mandado a un especialista.

—Ya he estado en un especialista. Me recetó unas pastillas. Y lo cierto es que se me caía menos el pelo.

—Pero ya no se te empinaba, Mozz ¿recuerdas? Me lo dijiste.


Esa es otra de las cosas que sólo suceden en una peluquería de tíos: que se rían de ti. O de lo que más quieres —en este caso era prácticamente lo mismo—. Y a carcajadas.


—Recuerda, Pat, te lo advierto, vas a ser el primero de la banda en morir.

—Yo no soy de tu banda, Mozz. Ya quisiera. Para tener tanta pasta como tú.


Otra diferencia: en una peluquería trendy, el peluquero suele ganar más dinero que tú. Y tu lo sabes justo después de haber aceptado su recomendación sobre unos reflejos o cuando insiste en que consideres unos implantes artificiales —que ahora quedan guay, tío, en serio— para esas entradas que ya amenazan con conectarse una con otra dejando un islote aislado del resto. Pero lo peor es que, además, utilizan unos productos que deben ser la hostia de tóxicos. Veneno, en serio. Si te cae apenas una gota de esa mierda en la camisa ya la puedes dar por muerta. Te disuelve cualquier color. Es como la sangre fluorescente de Alien.


—Una vez tuve que deshacerme de mi mítica Harrington roja. Me la jodieron en una peluquería en Londres.

—Joder, tío. ¿Te cortaste el pelo con la chaqueta puesta?

—Fue culpa mía. Debajo llevaba el pijama. Iba con prisa aquel día. Y la noche había sido demasiado larga.


Pero lo peor es la manía esa de querer cambiarte de pelo continuamente. Y el pelo es casi como tus ojos, como tu mirada, como tu sonrisa. Si lo cambias te cambia la jeta. Bueno, quizá no tanto. Pero es importante. Muy importante. Mozz lo sabía, por eso era fiel a la peluquería de Sam y Pat. Bueno, en realidad a Pat. Porque Sam nunca le había cortado el pelo. Mozz consideraba que era demasiado creativo. Una vez vio cómo convencía a un tipo que un mes antes llevaba el pelo de un marine en medio de un desembarco de que se dejara un flequillo suedehead. A las pocas semanas al tipo no le faltaba de nada: loafers, Levi’s sta-prest y jersey Fred Perry de pico. No puedes dejar que te cambien el pelo así como así. Y Pat lo sabía.


—No hagas eso: ya sabes que si me cortas demasiado la coronilla se me pone el pelo de punta. Tengo un remolino. Lo he tenido siempre. Y lo deberías saber, Pat.

—Bueno, ahora del remolino ya no queda demasiado, Mozz.

—Vete a… ¿Cómo que no queda remolino?

—Apenas un leve arroyo, por ser generoso.


La edad es triste también para un hombre. Estragos en forma de calvas, barrigas, papadas colgantes. Y lo peor: las tetas. ¿A qué Dios vengador se le ocurrió eso? ¿Tan grave fue el Pecado Original para que Dios Nuestro Señor nos condenara a que nos salieran tetas a partir de los sesenta? ¿Pero no fue culpa de ella?


—Perdona Mozz, tú ya tenías tetas a los cuarenta.

—¿Qué? ¿Cómo qué…? ¡No jodas!

—Exceso de estrógenos —apuntó Sam, que leía un Esquire caducado en un rincón de la peluquería.

—¿Qué coño dices? ¡Yo no tengo esa mierda! ¿Cómo dices?

—Estrógenos —insistió Sam—, exceso de hormonas femeninas. Al menos intenta dejar de beber. Eso ayuda.


Mozz estaba exultante. Jodido, pero exultante. Nadie te habla así en una peluquería pija de Los Angeles, Londres o París. Ni siquiera en Bristol. Había sido todo un acierto viajar adrede a Manchester para visitar a los viejos Sam y Pat. Ellos mantenían las esencias, la auténtica fibra viril de la clase trabajadora de Manchester, las calles sucias de donde tantos como él habían salido. Aquellos días sencillos de los chicos del barrio. Sam y Pat eran una referencia. Un testigo de aquellos viejos tiempos, cuando cualquier día parecía domingo. Y todavía tenían el toque para su magnífico tupé. Y mantenían los precios.


—¿Qué te debo, Pat?

—Lo de siempre: ocho libras

—¿Lo de siempre? No mientas: eres un bastardo escocés. O quizá en el fondo seas judío.

—Pero menos bastardo que tú, Mozz. Paga y pírate antes de que mi mujer venga a por mi. Ya son las cinco.


Salió convencido de que aquel viaje había valido la pena. Tendría que pensar en volver a tener una casa en Manchester. Aunque sólo fuera por disponer de una barbería decente cerca. Una auténtica barbería. Con su poste blanco, rojo y azul en la puerta. Aunque ya no funcionase.


—Dime Sam ¿desde cuándo somos una peluquería unisex? —dijo Pat, mientras Mozz se alejaba con ese andar de pandillero que nunca le había abandonado.

—Desde los ochenta, más o menos. Sí, en el 82. Nos acaban de mandar a casa en la segunda ronda del mundial de España.

—Pues este tío no se ha enterado.

—Ya sabes, Pat: Mozz es una estrella, un divo. Está en su burbuja de estrella. Además, siempre que viene entra por esta puerta. Ni siquiera sabe que tenemos la entrada de las mujeres por la otra calle. Ni que el salón de belleza está detrás de esa cortina.




Mozz le dijo al taxista que pasara por delante del Trafford Hospital —el Park Hospital— antes de dirigirse al aeropuerto para coger su avión privado.


—Ahí trabajó mi padre —le dijo al taxista, señalando .

—¿Médico?

—No. Portero. Era el portero.

—Mejor —dijo el taxista—. No me gustan los médicos.

—Ni a mi las peluquerías pijas, tío —dijo Mozz mientras se revisaba el tupé en el retriovisor—. Pero, tío, créeme, a veces, son necesarias. ¡Vaya mierda de pelo me ha cortado ese inútil! ¡No aprenderá en su puta vida!





viernes, 18 de junio de 2010

POP-FICTION (III): Galaxia Moondog





— Base llamando a Keith, base llamando a Keith ¿Me copias?
— Yo no he copiado a nadie en mi vida, base. Yo soy el original. El único. El genuino. Pero te oigo perfectamente. Y llámame Sir Richards
— OK, Sir Richards. Recibido. ¿Has detectado movimiento?
— El scanner de proa detecta actividad enemiga. Los pavos de Nosinmiaudi atacan con su blandipop de mierda. De nuevo. Son incansables.
— Dele duro, Sir Richards.
— Sin piedad. Por cierto ¿Ha llegado ya Mick? No me vendrían nada mal sus morritos para distraer a las naves enemigas.


Keith —Sir Richards— se movía rápido entre los asteroides del tercer cinturón de la estación orbital Les Paul. Su nave patrulla —una clásica Tumbling Dice con reactor de Itrio modulado— vigilaba las incursiones de músicos advenedizos, indies renegados y cuatreros de estribillos en la Galaxia Moondog. El trabajo era incesante. Continuas amenazas se cernían sobre la Galaxia. Los Guardianes de Wentworth, como les gustaba que los llamaran, constituían la primera y más eficaz de las líneas de defensa. La Quintaesencia del rock estaba —ha estado siempre— amenazada. Nadie podría invadirla sin pagar caro su atrevimiento.

Keith sabía lo que hacía. No le hacían falta los informes de Los Grandes Críticos que quemaban sus grises días en la estación Beta, adormilados frente a las pantallas, tras sus gafas de pasta —pasta negra como la baquelita de los primeros discos analógicos, siglo XX—, analizando (o diseñando) la nueva subetiqueta con la que clasificar a esos grupos que entraban subrepticiamente en Galaxia Moondog. Keith (y Mick y Charlie y Ron) tenían la intuición necesaria, como a ellos les gustaba decir, tenían simpatía por el diablo, sabían donde estaba el rock, qué es —exactamente— el rock. Tras años de batallas habían prácticamente derrotado las hordas del folk-rock (hasta Dylan se dedicaba a hacer discos de canciones de Navidad), las brigadas del blues-rock, destacamentos de jazz-rock, de latin-rock, de glam, las divisiones acorazadas del heavy, el rock progresivo, punk, grunge, new wave, alternativo, britpop… las múltiples razas mutantes, degeneradas y proteicas derivadas del Gran Padre Blues.

Pero hoy Keith lo veía todo pintado de negro. Y no era por el espacio vacío, el eterno vacío, la materia oscura. No, no era eso: Keith adoraba la materia oscura. Desde hacía años había intentado escribir una canción donde saliera la expresión “p = ωρ, donde p es presión y ρ densidad”. Podría tener la base de aquel Wee Wee Hours.

Quintaesencia. Éter. Fuego, Agua, Tierra, Aire… y rock.

Keith tebía un presentimiento. Algo que le decía que la Quintaesencia se desvanecía, se difuminaba. Pero los guerreros no tienen tiempo para dudar. Lo primero, primero: y lo primero era darles una buena tunda a esos indie-blandengues. Los Nosinmiaudi había irrumpido en Moondog saltándose, una vez más, todas las barreras. Con el atrevimiento de los novatos, con la falta de tacto de los que lo ignoran todo. Ellos no tenían background, tradición. No tenían nada, ninguna buena historia que contar. No había ninguna verdad —y eso en rock se traduce por necesidad de supervivencia— detrás. Nada parecido a Keith, cuya familia, y él mismo, habían huido de Londres al caer en su casa una V2 alemana. Eso te da resistencia. Eso es rock. Una Guerra Mundial es rock. Y eso fue sólo el principio. Mucha historia. Keith incluso había discutido una vez con Chuck Berry por un par de notas en Oh Carol, así que los Nosinmiaudi no iban a pasar tan fácilmente por allí. A la Galaxia no se ingresaba con tres acordes —puede que fueran dos— desmayados y mirándose a las zapatillas mientras se ¿canta? una letra insulsa sobre que te arrepientes de haberte comido un Donette la misma —pero la misma, misma ¿qué te parece?— mañana en que ella te rechazó en facebook después de haberte agregado. ¡Por Dios bendito! Merecían un buen láser doble loop de alta frecuencia por su culo de indies.

—El problema es el sonido, tíos. Es ese puto sonido. ¿Quién inventó esa mierda? ¡Base! ¿Me oís?
—No sé, Keith, digo Sir Richards. Es posible que no lo inventara nadie. Simplemente es fácil. Ya sabes: cuatro por cuatro, do, sol, la menor y así…
—¿Hasta la extenuación?
—Hasta el infinito y más allá
—¿Y la pinta?
—Actitud, Keith, le llaman actitud.
—Que les den por donde más duele con la Telecaster. ¿Esta gente ha oído alguna vez Cocaine-blues, versión Su Majestad, o sea yo mismo?
—No Keith, digo, Su Majestad. Fijo que no.


Keith no esperó. Programó su Tumbling Dice para dirigirse hacia el sector donde los Nosinmiaudi seguían programando su caja de ritmos y bebiendo Fantas. Los reactores aumentaron la frecuencia de su rumor hasta instalarse en un interesante fa sostenido menor. Giró el potenciómetro y subió el instalador de precarga hasta el doble del límite legal. Seleccionó Brown Sugar. Con eso bastaría para ahuyentarlos de allí. Igual les daba por apuntarse a un curso de guitarra. La Bamba y todo eso primero. Sí, Brown Sugar sería suficiente. Si les disparaba Casino Boggie igual les daba un ataque de asma.

—No te acerques tanto Keith. Tienen sus armas. Desconfía.
—Y una mierda.


Notó como la expresión de su cara cambiaba. Los Nosinmiaudi se habían refugiado en el Megapuerto exterior de la estación. Disparaban una extraña melodía. Una versión —perdón, un cover— de algo que sonaba como el bobo de Lou Reed mezclado con vapor de algas. Disparaban con un Marshall de diez pomonios capaz de atravesar el vacío y el blindaje de su Tumblig Dice y hacer que Brown Sugar pareciera una canción infantil. En su nave penetró el mantra: Thinkin' of blue thunder/ Singin' to myself/ Thinkin' how fast it moves / Feelin how it turns/ I was singin' somethin…

—Keith. ¿Keith? ¿Estás ahí?
—Sí, base. Sigo aguí.
—¿Has podido con ellos?
—Sí. Por supuesto. Por un momento…
—¿Eran buenos?
—No sabría decirte. Eran…
—¿Hipnóticos?
—Algo así. Habrá que estar alerta. ¡Putos indies!
—Sí, Keith, sí.
—Nada de Keith para ti: ¡Sir Richard! ¡Joder! ¿Lo pillas, base? Es fácil.
—OK. Te copio, Sir Richard. Cambio y corto.

Keith se metió un tiro de polvo azul de la bolsita que sacó de la guantera. La Tumbling Dice había sufrido algunos desperfectos pero los sistemas principales parecían intactos. Y la bolsita también. Programó el regreso. Quizá era la edad, aunque ya le había ocurrido otras veces. Había dudado. Sólo eran tres tipos. Guitarra, bajo y batería. Y una buena idea. Y ganas, claro, entusiasmo amateur. Sí, quizá eso suficiente. Quizá eso es rock. Sólo eso. Quizá Lou tenía razón. Pero, de momento, los había mandado de un solo disparo —tuvo que emplearse a fondo con una dosis completa de Jumpin’ Jack Flash, ¡en directo!— a los confines.

A la Galaxia 500. O más allá.

¿Dónde se habría metido Mick? Nunca está cuando lo necesitas.

Torn and frayed. Eso bastaría para el regreso.




miércoles, 9 de junio de 2010

POP-FICTION (II): Sidney the hamster.



Fragmentos de algunas notas encontradas en el domicilio de Anne Ritchie (née McDonald)


[…]


La mordedura fue limpia. Johnny había retirado la mano y no dejaba de mirarse el dedo mientras se lo apretaba y conseguía hacer caer unas cuantas gotas de sangre sobre la mesa. Había dibujado —bastante mal, por el temblor— un corazón.


—Mira tío —le dijo a Lydon—: el puto animal es un vicioso. Primero me muerde y ahora se acerca a lamer mi sangre.

—Sid, no hagas eso —dijo Lydon retirando al ratón de la mesa—. Todo ese speed de la sangre de Johnny te va a volver loco.


El hamster llevaba en casa de Lydon un par de semanas. Lo trajo una yonqui que se dejaba caer por allí dos veces por día, como las mareas. Así que Lydon le puso Sydney. Lo alimentábamos con sobras de comida pero, como no parecía suficiente, yo solía darle hierba o hebras de tabaco cuando me liaba un porro. Así que Sid cada vez tenía menos pelo, más huesos y más vicio. Como nosotros.


—Mira mami. Se ven las dos heridas, los dos dientes aquí clavados. No voy a poder tocar más el bajo —insistió Johnny mientras manchaba la “A” de “Anarquía” de su camiseta con sangre.

—Tampoco será una novedad —sonrío Lydon mientras seguía acariciando al hamster en su brazo, como haría un vampiro con su bebé mutante.

—Lydon, deja en paz a Johnny —intervine—. Si no te gusta como toca, haber llamado a McCartney.

—Mami, no te metas. Ya sabes, está podrido[1].


Ese día Lydon, a.k.a. Johnny Rotten, le cambió el nombre a mi hijo. Gracias al mordisco de esa especie de rata yonqui, mi Simon John Ritchie pasó a llamarse Sid Vicious. Para vosotros. Para la leyenda. El caso era joder al pobre Johnny. No faltó mucho tiempo para que desenchufaran su ampli en los bolos. Y no es que los demás sonaran como la puta filarmónica, precisamente. Cada concierto de los Sex Pistols era como tener una batidora en la cabeza que acababa licuando las dos o tres neuronas que te quedaban en funcionamiento en ese baño de ácido y anfetaminas con el que habíamos sustituido nuestra sangre mientras nos golpeábamos y escupíamos en esas salas que olían a sudor, orina y vómitos de heroinómano. Por cierto ¿os he dicho ya que fue mi Johnny el que inventó el pogo?


Johnny era todo actitud.


[…]


Luego vino todo aquello de Nancy, la chica con la mirada fija en la muerte. Los demás no la querían cerca. Pero Johnny la adoraba. No tenían miedo de nada y todo el mundo les tenía miedo a ellos. Creo que es la pareja que más ha viajado (sin moverse de la cama) de la Historia. Por eso yo estoy segura de que no la mató él. Y no es que me lo dijera. Johnny no recordaba nada de aquélla noche en el Chelsea. Pero él no era del tipo de bastarle una puñalada limpia. Si hubiera querido matarla la hubiera machacado con una botella, con una sartén o con una silla. No sólo una puñalada. No creo.


[…]


Yo tampoco le quería ver pasar por el trago del juicio y todo eso. Ni siquiera teníamos dinero para un abogado, a pesar de que la discográfica hubiera pagado la fianza para sacarlo de la cárcel y lo del disco-homenaje y el concierto para recaudar fondos. Y, a lo peor, el abogado podía no ser suficiente. La actitud de Johnny nunca ayudó mucho. Ya sabéis, hasta los hamsters iban a por él.


Sí, esa noche celebrábamos la libertad —provisional— de Johnny. Decía que venía limpio. Que en la cárcel se había sometido a un rehab y toda esa mierda que sueltan continuamente los yonquis. Él sabía que yo sabía que mentía. Su padre y yo ya pasábamos mercancía en Ibiza veinte años antes. La escondíamos en su cuna. Entre nosotros no había engaño posible. Pero esa noche estábamos en casa de su nueva novia, Michelle, con toda esa gente de Virgin, periodistas y cien desconocidos más y había que disimular.


Así que cuando él me pidió un poco, yo pensé que dos veces más dosis habitual de caballo serían suficientes. Incluso para Johnny.


[…]


Al día siguiente un tipo de la funeraria me preguntó si yo sabía qué era esa pequeña herida que tenía en el segundo dedo de su mano izquierda.


—Preguntadle a la rata de Rotten —les dije yo.


Aunque nunca supe por qué esa herida nunca cerraba.


Ni qué fue de aquel hamster.


[…]


[1] He’s Rotten, en el original





domingo, 6 de junio de 2010

POP-FICTION (I): NEWPORT, Rhode Island





El hacha ensangrentada temblaba en las manos de Pete mientras la gente continuaba aullando allá afuera, e incluso algunos seguían escupiendo y tirando objetos al escenario.

Festival de Newport, Rhode Island.

Agosto de 1965.

Nadie sabía si lo que acababa de ocurrir, el concierto, había sido un éxito memorable o un fracaso rotundo. Sin embargo era evidente que Seeger lo había considerado clara y esencialmente intolerable. Con esa mirada, desencajado, parecía como si alguien hubiera confesado ser el amante de su madre, su mujer y su hija simultáneamente. El resultado era que el chico que había causado la penúltima revolución del folk, el que había cantado hacía un par de años en el Lincoln Memorial justo antes del famoso discurso de Martin Luther King, convulsionaba en un charco de sangre con su tórax abierto y el cuello prácticamente partido, por sólo citar las dos heridas más destacables. El sonido de los rítmicos golpes del hacha al caer sobre Bob se había quedado flotando en el aire. «¿Un compás de tres por cuatro?» dudó Sam, el batería.

— ¿Para qué coño tienen un hacha en el backstage? —preguntó Mike, con su eléctrica todavía colgando del hombro.
— Yo que sé. Cosas de Pete. Ya sabes… un festival folk: leñadores y toda esa mierda, tío —dijo Al, que mantenía los ojos muy abiertos tras las gafas de sol que no se pensaba quitar bajo ningún concepto.
— Pues no creo que Bob se pueda recuperar para el bis
— ¿Qué bis tío? ¿No oyes los abucheos?
— Ya, como en Inglaterra. Aunque ahí no le cortaron la cabeza. Sólo gritaban.
— No había hachas en aquellos teatros tío, no había hachas. Era la puta Inglaterra.


Reconstruir a Bob no fue sencillo. Claro que lo normal hubiera sido llamar a los periódicos y a la policía y todo eso, pero había que resucitar de algún modo a un tipo capaz de haber revolucionado la música popular sólo con unas pocas canciones. Bob estaba machacado, loncheado. Absolutamente muerto rodeado de ese charco creciente de color púrpura. Pero el color del dinero es más brillante que el de la sangre. Y yo podía ser cualquier cosa menos ciego.

—Bueno chicos, traed una alfombra. La que usas para la batería bastará, Sam. Y recordad la cláusula de confidencialidad con la que os tengo cogidos por los huevos. Ni una palabra. Nunca. Y a ti, Pete Seeger, no hace falta que te diga nada: ayuda a recoger toda esta mierda o eres carne de silla eléctrica. ¡Menuda carnicería!—les dije con completa determinación mientras comenzaba a extraer la ensangrentada armónica del cuello Bob y ese extraño aparato ortopédico con el que al sujetaba.
—OK, Albert. OK, entendido —dijo alguien.

Y así se hizo. Lo cierto es que resulta curioso. Más que eso: increíble. Aunque también está lo de Elvis: nadie lo ha visto desde el 77 pero hay quien cree que está vivo en esas habitaciones del piso de arriba de Graceland, las que nunca dejan visitar a los turistas. La gente se inventó lo del hermano gemelo de Elvis, hizo un mundo porque en la lápida pone Aron y no Aaron y todas esas historias sobre John Burrows, lo del cantante enmascarado. Basura. Magia para niños, historias de campamento Scout. Lo que nadie imagina, lo que pocos sabemos, es que el que verdaderamente tenía un hermano gemelo era Bob: el bueno de Francis Zimmermann, el hermanito del genio. La verdad es que era algo más delgado, más huesudo. Quizá por las drogas y las noches locas en las que se hacía pasar por su hermano en el Village, cuando los dos vivían. Bob nunca permitió que los vieran juntos, aunque se hacía cargo de Francis. Le proporcionaba alojamiento, comida, mercancía de la buena. Y, cuando Francis se ponía encima de un escenario era difícil distinguir el original de la copia: los dos cantaban como el culo. Pero a la gente le iba ese rollo. Le sigue yendo ese rollo.

Tal como han ido las cosas quizá hasta Seeger nos hizo un favor. Al hermano de Bob desde luego. Por lo menos se hizo con un trabajo estable y lo sacamos de la clandestinidad. El resto fue fácil: contratamos negros que compusieron la música, mucha gente distinta, nadie sospecharía. nadie sospechó. Nunca. Aprovechamos retales de las letras de Bob, que había sido sumamente prolífico en apenas tres o cuatro años. ¿El resto? pues un poco de Biblia, alguna ayuda de los poetas beat —que probablemente ni se enteraron de los textos robados entre pastilla y copa y viceversa— , canciones de repertorio de la Columbia. Imaginación y oficio. Fuimos cambiando de compositores y el nuevo Bob de estilo una y otra vez y hasta eso resulto interesante para sus fans. ¡El poliédrico y proteiforme Bob! Unos primeros años eléctrico, otros godspell, después rythm & blues… Un solo Bob y tres personas distintas: él, su hermano Francis y yo.

La verdad es que no sé cómo se las arregló el Coronel para organizar lo de Elvis y sacarle bien el jugo, pero a mí me ha costado lo mío. He tenido que ir buscando las modas, las corrientes, engañando a periodistas y músicos, inventando leyendas. Algunas no cuadraban mucho, así que inventamos lo de que Dylan es un mentiroso compulsivo, que se reinventa cada cierto tiempo. Y lo del accidente de moto: eso nos sirvió para desintoxicar al gemelo y que Francis aprendiera de una vez a tocar la guitarra. En fin, detalles, anécdotas. Las tengo a miles.

Lo cierto es que Bob sólo fue un buen comienzo. Una estrella fugaz que se hizo pedazos —siento el chiste fácil— en aquel backstage, en Newport, Rhode Island, justo después de encender al público con aquélla incandescente Like A Rolling Stone. Por supuesto que después no habido nada comparable a esa canción. Ahora ya sabéis por qué. Pete os podría corroborar el resto de la historia. Seguramente ya ha prescrito el crimen. Por cierto, os preguntaréis por el cuerpo: Al y los chicos de la banda lo enterraron aquella noche en el jardín de la sinagoga de Touro, en atención a su origen, a pesar de que Bob —el Bob que yo conocí— nunca se mostró muy religioso.

En fin, ya ha pasado tiempo: veintitrés años. Y Dylan —Francis Dylan, si me permitís, ahora que conocéis la historia— ya no es negocio en 1986. Mañana salgo hacia Londres en el Concorde. Los aviones me siguen poniendo nervioso a pesar de todos los que he usado en estos años y la noche antes, esta noche, otra vez, el insomnio me obliga a escribir en este diario para combatir la ansiedad y el miedo.

El miedo, gran aliado de la verdad. Y del engaño. Como aquella tarde de verano en Newport, Rhode Island.


Nota: destruir todo esto a mi vuelta. Por si lo del nuevo músico británico resulta ser, de nuevo, un fiasco.

Albert Grossman
24 de Enero de 1986