sábado, 26 de marzo de 2011

HERMENÉUTICA DE LA PRÁCTICA CLÍNICA


Los problemas de las personas surgen de sus propias experiencias cotidianas; en consecuencia no procede descubrirlos ni describirlos al margen de cómo se viven y como se interpretan dichas experiencias. Probablemente, si aceptamos este supuesto, el conocimiento relativo a lo que hemos llamado “beneficiar al paciente” deberá emerger de la propia práctica clínica y no de una teoría que, mal utilizada, compromete la acción e impone unos fines y un modelo de práctica donde desaparece el paciente y sus dolencias imponiéndose “la enfermedad”. Los profesionales se encuentran atrapados por un dilema. La definición de conocimiento objetivo y riguroso que se les ha enseñado excluye, precisamente, lo que durante su práctica intuyen como importante. Es el dilema “rigor o relevancia”. El profesional suele buscar un terreno elevado y sólido para hacer uso efectivo de la teoría y las técnicas basadas en la investigación. La dificultad es que los problemas del “terreno elevado” suelen carecer de interés para los pacientes, para la sociedad. Para que el profesional encuentre problemas relevantes debe descender a los terrenos bajos y pantanosos donde las situaciones son oscuros revoltijos sin posible solución técnica. Este terreno es la práctica clínica.

Los intentos de construir una hermenéutica de la práctica clínica en esta época en la que el conocimiento circula con tanta profusión y el cientificismo campa por sus respetos tienen una relevancia que puede resultar radicalmente transformadora: desplazar el interés desde la explicación, esto es, la predicción y el control de los fenómenos mediante teorías derivadas de la investigación clínica, al interés por su comprensión. Pero un tipo de comprensión alejada de la especulación racionalista oscurantista del pensamiento clásico clínico; una comprensión, por el contrario, intersubjetiva. En esta perspectiva, el sujeto activo, el profesional sanitario, debe quedar revalidado, no solo por su cualidad de productor de acciones, sino en tanto que además interpreta dichas acciones generando conocimiento, es por tanto, un investigador práctico. La investigación así entendida no solo entraña hablar sobre el mundo sino actuar sobre él. El objetivo de esta investigación-acción sería mejorar la práctica a través de un proceso de reflexión crítica abierto y compartido con otros investigadores pertenecientes a la misma comunidad crítica, el paciente, la comunidad, etc…



Gadamer en su monumental obra Verdad y Método pretende precisamente “rastrear la experiencia de la verdad, que franquea el ámbito del control de la metodología científica, allí donde se encuentre, e indagar su legitimación”. Advierte que el cientificismo contemporáneo conduce inevitablemente a un “debilitamiento de la phronesis” y continúa: “Quien crea que la ciencia puede sustituir con su innegable competencia a la razón práctica y a la racionalidad política desconoce la fuerza conformadora de la vida humana, que es la única capaz, a la inversa, de utilizar con sentido e inteligencia la ciencia como cualquier otra facultad humana y de garantizar esa utilización” La filosofía hermenéutica es una teoría de la experiencia real cuya forma específica es la comprensión como respuesta a los problemas planteados por la hegemonía de la ciencia y los problemas que la absolutización de sus procedimientos plantea. La comprensión no sería solamente el modo cómo estamos en el mundo sino también el modo como lo configuramos.


Gadamer escribió El estado oculto de la salud ya muy mayor. Diferencia entre experiencia cotidiana y experiencia científica. A la primera la llama práctica, surge de la experiencia que todos tenemos de nosotros mismos y de nuestro prójimo y genera un conocimiento subjetivo e inestable. Sería el conocimiento práctico que el profesional adquiere mediante la experiencia. Este conocimiento es integrado en la conciencia práctica de quien actúa, esto es, solamente mediante la acción este conocimiento alimenta la experiencia. La experiencia científica, por el contrario, surge del método científico y se caracteriza por “su fundamental independencia respecto de cualquier situación práctica y de cualquier integración en un contexto de acción”. Al estar, este conocimiento, basado en un procedimiento metódico, se ha constituido, de alguna manera, en “la única experiencia segura y en el único saber capaz de legitimar cualquier experiencia”.

El problema para Gadamer, surge en la definición de práctica clínica ¿Toda práctica es una aplicación de la ciencia? O expresado de otra manera, ¿Es suficiente conocer “las mejores evidencias” para que el profesional realice una buena práctica clínica, tenga buen juicio? Para Gadamer, “aunque toda práctica implique la aplicación de la ciencia, ambas cosas no son idénticas”. Es cierto que la ciencia moderna se caracteriza, en contra del concepto clásico, “no tanto por ser un “saber” sino que, más bien, posibilita un conocimiento orientado hacia el “poder-hacer”, un dominio de la naturaleza fundado en su conocimiento, es decir, una técnica” Pero no es estrictamente una práctica ya que ésta se desarrolla sobre casos y circunstancias concretas. Práctica, de este modo, no significa “hacer todo lo que se puede hacer”, hacer lo que la evidencia científica nos muestra que es mejor hacer, sino que “es siempre, también, elección y decisión entre posibilidades. Siempre guarda una relación con el ser del hombre”.

Para Gadamer, existirían claras diferencias entre práctica y ciencia: “La ciencia tiene, por su esencia un carácter inconcluso o inacabado; la práctica, en cambio, exige decisiones en el instante... La práctica reclama conocimientos; pero esto significa que se ve obligada a tratar el conocimiento disponible en cada caso como algo concluido y cierto. Y el saber de la ciencia no es un saber de esa naturaleza... consiste en un estado momentáneo de la investigación”. Sin duda, toda la enorme cantidad de información que la ciencia moderna proporciona acerca del hombre no puede ser excluida de la práctica, es decir, las decisiones clínicas van a depender del conocimiento general del profesional, de las mejores evidencias científicas extraídas de la investigación empírica controlada. Sin embargo, la aplicación concreta de ese conocimiento presenta una dificultad: “es cuestión de discernimiento... el reconocer la conveniencia de la aplicación de una regla general a una situación dada”. El problema es que “este discernimiento”, no se ve favorecido por la concepción moderna de la medicina que “cultiva las virtudes de la acomodación y el ajuste...(dejando) de lado la independencia de juicio y la acción... Cuanto más se racionaliza el terreno de la aplicación, tanto más decae el verdadero ejercicio de la capacidad de juicio”.

Es decir, que el enorme auge que el desarrollo de la medicina basada en la evidencia o mejores pruebas está teniendo es, sin duda, ciertamente beneficioso para que el paciente pueda acceder a una atención verdaderamente contrastada y eficaz pero, como advierte Gadamer, podría existir un efecto paradójico ya que esta racionalización de la práctica puede tener consecuencia negativas sobre la capacidad de juicio del profesional: podría parecer que el buen juicio consiste solo en la “acomodación y ajuste” de la acción a dichas evidencias, a la teoría, ignorando que el juicio es mucho más exigente, ya que requiere, siempre, “discernimiento”, esto es, capacidad para saber cuándo es o no conveniente aplicar una regla general a una situación concreta.

Aunque, dice Gadamer, “todo lo que llamamos diagnóstico es, desde un punto de vista formal, la subordinación de un caso dado a la norma general de una enfermedad... para lo que se requieren conocimientos médicos generales y especiales”, esto no basta: la acción profesional equivocada no suele tener que ver con falta de conocimiento (que también) sino con el mal juicio y “el conocimiento se puede aprender pero, el juicio solo puede adquirirse a través de la propia experiencia y del propio razonamiento, que va madurando con lentitud”

También se puede enseñar. Veremos cómo

Abel Novoa (MAbel)

martes, 22 de marzo de 2011

LOS FINES EN LA PRÁCTICA CLÍNICA


Como hemos visto en las tres últimas entradas, la práctica clínica se escapa a la posibilidad de establecer un marco definido y estable para la aplicación de una metodología de razonamiento. La práctica de una profesión sanitaria no es una ciencia objetiva pero tampoco puede renunciar al conocimiento obtenido a través de la investigación clínica. El cientificismo médico ha intentado resolver la anomalía epistemológica de la práctica estimando que el pensamiento clínico debe ser el conocimiento de la relación entre medios y fines. Dado el acuerdo acerca de los fines de la acción profesional, la pregunta “¿cómo debería actuar?” se reduce a una cuestión meramente instrumental: decidir qué medios son más adecuados para lograr dichos fines. El desacuerdo sobre qué medios son los más adecuados se resolvería mediante referencia a los hechos y, en último caso, recurriendo al experimento. De esta manera estableceríamos científicamente qué medios deben utilizarse para conseguir ciertos fines. Así, la práctica profesional no sería más que un proceso de solución de problemas. Dados unos fines establecidos previamente, la ciencia nos señala los medios más pertinentes para alcanzarlos, que son los que el profesional, que tiene el conocimiento, debe poner en marcha.

El primer problema para aceptar este enfoque es el acuerdo acerca de los fines de la práctica clínica. La perspectiva cientificista asume que los fines están objetivamente establecidos social y profesionalmente y que no existe ambigüedad respecto a ellos: prevenir, reparar/curar y aliviar. Pero sabemos que, en realidad, nada hay más difícil que poder establecer los fines a conseguir con un paciente individual. Los fines, siguiendo a Dewey, para ser relevantes, deben establecerse durante la propia acción clínica; cuando se “imponen” externamente al proceso de acción, son siempre rígidos y, debido a ello, no poseen una relación activa con las condiciones concretas de la situación. Puede que no haya muchas dificultades para establecer los fines de una gastroscopia; pero establecer los fines de la acción clínica en un paciente con cáncer gástrico ya es otra cosa. Cuanto más general es el campo de acción, más conflictivo es el establecimiento de los fines del proceso clínico, es decir, ningún ámbito tan difícil, en este sentido, como la medicina general. Creo que asumimos con demasiada facilidad que los fines de nuestra práctica están claros; por el contrario, nada más problemático. Una de las claves para evitar a la traidora sobreconfianza es mantener problemáticos los fines. Siempre problemáticos.

Estas serían las reglas para el establecimiento de los fines de la práctica clínica:

1) El fin establecido para la acción profesional debe ser una consecuencia de las condiciones existentes; debe basarse en una cuidadosa consideración de lo que ya está ocurriendo, de los recursos existentes y de las dificultades de la situación; deberá, por tanto, ser flexible, ser capaz de adaptarse a las circunstancias, ya que las condiciones de la asistencia existen independientemente de los propósitos del clínico

2) Los fines no pueden establecerse por completo antes de comenzar la acción. El fin emerge, inicialmente, como un bosquejo aproximado. La propia acción clínica sacará a la luz nuevas condiciones (clarificación de valores del paciente, condicionantes socio-sanitarios, nuevas posibilidades diagnósticas, etc…) que pedirán la revisión del fin originario

3) No es posible separar fines y medios. Todo medio es un fin temporal hasta que lo hayamos alcanzado. Todo divorcio entre fines y medios disminuye el significado de la acción y tiende a reducirla a una «faena», esto es, a una mera acción técnica


Este proceso de establecimiento de fines es lo que Shön llama “encuadre del problema”: “proceso mediante el cual definimos la decisión que se ha de adoptar, los fines que se han de lograr, los medios que pueden ser elegidos”. El “encuadre del problema”, es decir, el establecimiento de los fines de nuestra acción, no es una decisión técnica sino más bien hermenéutica, un acto de comprensión en donde la calidad de la relación clínica es una de las claves. Las otras son nuestra experiencia previa, nuestro conocimiento de la disciplina y nuestro “hábito intelectual”, es decir, nuestra manera de integrar la complejidad. Una vez que la situación clínica ha sido enmarcada, elude las categorías de la ciencia aplicada ya que el caso se presenta como único e inestable, confuso y conflictivo y, por ello, necesariamente abierto.
Abel Novoa

sábado, 19 de marzo de 2011

LA SOBRECONFIANZA EN EL JUICIO CLÍNICO

Tanto las características del médico humanista-artista -con su práctica clínica basada en un pensamiento racional y especulativo, que confía en su especial sensibilidad para la comprensión de los problemas de sus pacientes y que desprecia íntimamente los resultados de la investigación clínica por considerar que no aporta conocimiento válido para ser aplicado a los pacientes individuales-, como las características del médico cientificista -que basa su práctica en un tipo de pensamiento racional-determinista y que plantea la resolución de problemas clínicos como un proceso basado en conocimiento objetivo (observación, exámenes complementarios, resultados de la investigación clínica) en el que el clínico asumiría un rol semejante al del científico (libre de sesgos, neutralidad afectiva, simplificación y control de variables), despreciando íntimamente los aspectos humanistas de la profesión- estarían presentes de manera tácita en la práctica clínica. Y actuarían como lo hacen las creencias.

Kant afirmaba que una creencia es “una cosa intermedia entre opinar y saber”. Para Ortega esta “cosa intermedia” sería un tipo de idea básica, eminentemente implícita o tácita, en la que viviríamos: “nuestras creencias más que tenerlas, las somos” Para Dewey, una creencia sería “una idea que el individuo ha heredado de otros y que acepta porque es una idea común, pero no porque haya examinado la cuestión, no porque su propia mente haya tomado alguna parte activa en el logro y plasmación de la creencia”; serían pensamientos acogidos e insinuados en nuestra mente y que conformarían nuestra estructura mental.

Estas creencias clínicas, las ligadas a los arquetipos “médico humanista-artista” y “médico cientificista”, en mi opinión, conviven, en mayor o en menor medida, en nuestro inconsciente individual y colectivo, y serían activadas, dependiendo del contexto o de la situación, para defender el status quo del profesional; la autoimagen que queremos tener y proyectar socialmente y que responde, en gran medida, a las propias expectativas sociales. Siguiendo a Claxton serían: (1) La gente que vale no comete errores: el valor de alguien es proporcional a su competencia; la incompetencia carece de valor y debe pagarse con culpa, vergüenza o una pérdida de autoestima; (2) La gente que vale siempre sabe de qué va todo: el valor de alguien es proporcional a su claridad; la confusión y la sensación de pérdida de control deben pagarse con una pérdida de autoestima; (3) Las personas que valen viven conforme a la imagen que tienen de sí mismas: el valor de alguien es proporcional a su coherencia; actuar de manera impredecible, impropia o en contradicción con los principios o antecedentes de uno, es indigno y debe pagarse con una pérdida de autoestima; (4) La gente que vale no se siente preocupada, aprensiva, temerosa o frágil; el valor de alguien es proporcional a su tranquilidad, calma y sosiego; sentirse nervioso, abrumado o frustrado deberá pagarse con una pérdida de autoestima

Esta carrera desesperada tras la “competencia”, pero en el fondo, tras esta imagen idílica de "gente que controla" (cuando el escenario clínico es básicamente incontrolable, ya lo veremos) tendría unas consecuencias terribles en nuestra práctica; la peor de todas, la sobreconfianza en nuestros juicios clínicos. Por confianza en un juicio entendemos el grado de seguridad que el sujeto que emite el juicio posee acerca de la corrección de dicho juicio. Por precisión entendemos el grado de correspondencia entre el juicio del sujeto estudiado y el juicio tomado como criterio. Cuando el grado de precisión es mayor que el grado de confianza, diremos que el juez experimenta infraconfianza. Cuando el grado de precisión es menor que el grado de confianza diremos que experimenta sobreconfianza. Cuando la precisión y el grado de confianza coinciden diremos que el juez está bien calibrado. Pues bien, la sobreconfianza es el principal problema cognitivo encontrado en la toma de decisiones de los clínicos (Godoy, 1996)

Las consecuencias de la sobreconfianza en nuestros juicios clínicos son:

a) Se deja de recoger información que resultaría relevante para el juicio final. Si pensamos que en el diagnóstico el clínico no establece su juicio de una vez por todas sino que normalmente lo va perfilando, modificando y corrigiendo conforme recaba nueva información, cabe esperar que si el clínico cree que su juicio es ya correcto, deje de recoger información y lo dé por definitivo (Einhorn, 1980).

b) Se desestima la información no concordante con el juicio formado inicialmente (Friedlander y Phillips, 1984)

c) Se tiende a tomar decisiones basadas en el juicio clínico individual o la propia experiencia que quizás no se tomarían si el grado de confianza fuera menor (Garb, 1986)

d) Las tareas de dificultad media o alta producen más sobreconfianza que las de dificultad baja (Ferrel y McGoel, 1980; Lichtenstein et al, 1982)

e) Es poco probable que se corrijan los propios errores, que los sujetos se presten a recibir entrenamiento o que intenten recabar feedback acerca de sus decisiones, dado que posiblemente creen que ya actúan de manera adecuada sin ningún tipo de ayuda o control (Arkes et al, 1988).
f) La confianza aumenta conforme aumenta la cantidad de información aun cuando esa información no aumente la exactitud de los juicios por ser redundante, altamente consistente con la hipótesis o con valores extremos (Oskamp, 1965). Estos factores se relacionan negativamente con la precisión. Este aumento de la confianza se ha llamado “ilusión de validez” (Tversky y Kahneman, 1973)

g) Los clínicos que demuestran más sobreconfianza son los que menos conocimientos tienen acerca del tema (Arkes et al, 1987)

h) Los clínicos que emiten un juicio siguiendo los heurísticos “hacer lo que es costumbre hacer”, “hacer lo que todo el mundo hace”, “hacer lo que siempre se ha hecho”, supone un procesamiento de la información escaso y, consecuentemente, un alto grado de sobreconfianza” (Godoy, 1996)

Abel Novoa




martes, 15 de marzo de 2011

EL CIENTIFICISMO EN MEDICINA



En las dos entradas precedentes analizábamos como la tardía llegada del método experimental a la práctica clínica fue fruto de dos importantes posicionamientos profesionales. El primero, explícito: el humanismo médico tradicionalista que prohibía la experimentación con seres humanos y la posibilidad de aplicar conocimiento general a individuos particulares; este humanismo defendía una práctica clínica basada en un pensamiento racional-especulativo, la experiencia no controlada y los valores del artista (emoción, intuición, talento, etc…). La segunda razón para que la clase médica rechazaba la aplicación del método experimental en la práctica clínica era más implícita: la defensa de un terreno exclusivo, oscuro, arcano; un campo reservado a “los elegidos” que debía seguir siendo incomprensible para el resto de los humanos: la toma de decisiones clínicas. En la medida en que la investigación fuera aportando conocimiento que permitiera juzgar como más o menos adecuada una decisión clínica, el poder del médico-chamán-artista disminuiría porque se le podrían exigir cuentas públicas de su desempeño. Por tanto, que la clase médica haya admitido que su práctica deba basarse en “las mejores evidencias” es un cambio de paradigma absolutamente revolucionario en una profesión con más de 2000 años de historia y un ejemplo del poder democratizador del conocimiento científico, de su capacidad para iluminar territorios en los que hasta hace poco reinaban discrecionalidad, autoridad paternalista y esoterismo (no digo que ahora no lo hagan, pero ahora se disimula...)

Claro que entre el primer ensayo clínico en 1946 y nuestros días los cambios han sido muy paulatinos; tenían que resolverse, tras los epistemológicos, los problemas éticos. El nacimiento de la bioética principialista contemporánea, con el famoso Informe Belmont, de hecho, se relaciona con la necesidad de poner en marcha un sistema de reflexión moral que se adaptase, mejor que el rígido código deontológico, a los continuos retos que el avance de la investigación clínica y el desarrollo tecnológico suponían. El enfoque tradicionalista en relación con la investigación clínica, como nos recuerda Diego Gracia, ha pervivido en las declaraciones de la Asociación Médica Mundial hasta ¡¡1989!!

Sin embargo, la medicina había cambiado de manera definitiva: 1) Sus fines: ya no solo curar enfermos y prevenir enfermedades sino también avanzar en conocimiento; 2) Sus medios: nada puede ser considerado clínico, ni por tanto diagnóstico ni terapéutico, si antes no está validado (medicina basada en pruebas vs medicina basada en la intención); 3) Sus valores: ya no puede ser el principio de beneficencia el que regule la práctica médica sino que los de autonomía y, más tardíamente, el de justicia deben entrar en la ponderación.

Así pues, definitivamente, la investigación cuantitativa transparente y enjuiciable había contribuido, junto con la instauración del principio de autonomía, a la democratización de la asistencia. Como dice Mathews: “Frente a los detractores de la comparación numérica, que engrandecían un tipo de conocimiento privado o basado en la disciplina, aquellos que la apoyaban siempre recalcaron la naturaleza esencialmente pública de sus métodos, y el hecho de que el empleo del número permitió que sus resultados fueran sometidos a examen… en última instancia el ensayo clínico adquirió legitimidad al comprender la sociedad en general que las decisiones que tomase la profesión médica debían regularse.. A este respecto, el éxito del ensayo clínico refleja adecuadamente la íntima conexión existente entre la objetividad procedimental y la cultura política democrática”

A pesar de los cambios evidentes, el atractivo del paradigma tradicionalista y la retórica que lo acompaña (la especulación, el aprendizaje supersticioso, la imposición paternalista, el vulgar "practiconismo", la cómoda parálisis en la adquisición de nuevo conocimiento) está muy presente, de manera tácita, en nuestra práctica cotidiana. Pero ahora, junto con otro paradigma que también es muy socorrido, el cientificismo. Ahora la anomalía epistemológica (segunda) se debe, paradójicamente, a la asunción acrítica del paradigma cuantitativo: la práctica clínica ha pasado de especulativa a cientificista.

El término cientificista aplicado al campo médico sería aquella teoría según la cual: (1) las enfermedades y todos los aspectos relacionados con la atención sanitaria a las personas se pueden conocer mediante la ciencia tal y cómo son realmente; (2) la investigación cuantitativa bastaría para satisfacer las necesidades de conocimiento de la práctica clínica; (3) los únicos conocimientos válidos serían los adquiridos mediante los métodos de investigación cuantitativos; (4) los resultados de la investigación son objetivos y siempre ciertos.

El cientificismo se ha constituido en otra ideología capaz de proporcionar una visión totalizante de la realidad y de procurar una serie de aplicaciones inmediatas a la conducta práctica, comunicando a la misma un marco implícito de referencia y justificación. Exactamente igual como lo hacía el paradigma racional-especulativo



Los médicos cientificistas suelen ignorar la epistemología contemporánea y su crítica hacia esta visión de la ciencia y el paradigma positivista reductor que encierra. Sobre todo desde la publicación de la obra de Thomas S. Kuhn, La Estructura de las Revoluciones Científicas y su definición de paradigma como “modelo o patrón aceptado por los científicos de una determinada época, que ha llegado a ser vigente tras imponerse a otros paradigmas”, sabemos que los científicos no buscan desinteresadamente la verdad sino que van tras una verdad que se corresponda con el marco de comprensión del paradigma dominante.


El paradigma positivista y su correlato, el modelo mecánico de la medicina, establecerían el ideal, ahora en crisis, de médico cientificista:

- Es posible concebir a un médico neutral, libre de sesgos, capaz de objetivar la dolencia mediante la observación de la misma a través de sus sentidos o de instrumentos de medición
- Un médico neutral verá la realidad tal y como es, objetivamente. El “hecho” objetivo, libre de concepciones valorativas, es posible. Por tanto, la acción médica objetiva, libre de concepciones valorativas, es posible, si se consideran solo las cuestiones objetivas de la clínica


Como expresan Wulff, Pedersen y Rosenberg: “No debemos olvidar que la gente busca consejo médico porque se siente enferma y que el demostrar la existencia de un defecto mecánico carece de importancia, a menos que afecte al bienestar de la persona o que sirva para predecir que dicho bienestar se verá afectado en algún momento futuro... Resulta poco afortunado cuando los médicos que están pasando visita consideran la normalización de los valores del laboratorio como un fin en sí mismo, en vez de un medio para aliviar los síntomas del paciente y mejorar su calidad de vida”.

El concepto de salud y enfermedad está cargado inevitablemente de juicios valorativos puesto que el adecuado funcionamiento de la especie, no es un fin en sí mismo sino un medio para conseguir unos objetivos vitales. El modelo biológico mecánico puede ser adecuado para las plantas o algunos animales inferiores cuyos fines vitales coinciden con los biológicos, como sobrevivir y reproducirse, pero es inadecuado cuando el fin (telos) de la vida es una decisión individual y, por tanto, subjetiva: “La medicina biológica es extremadamente importante, dado que constituye la base de la mayoría de las cosas buenas que pueden hacer los médicos por sus semejantes, pero, el concepto de enfermedad no solo ha de incluir la disfunción biológica, sino también los síntomas subjetivos que produce dicha disfunción y el sentido que da el paciente a estos síntomas en el contexto de su propia vida... Comprender el sufrimiento del paciente no es lo mismo que conocer las características de la enfermedad y los efectos secundarios del tratamiento... Los conceptos de salud y enfermedad traspasan los límites de la medicina científica"

Es paradójico ciertamente que la crítica al cientificismo médico positivista nos conduzca a posiciones más cercanas al modelo que creíamos superado de Risueño de Amador cuando en su alocución en la Academia Francesa de Ciencias exhortó a rechazar el método numérico porque creía era deber del médico reconocer la idiosincrasia de cada paciente concreto y administrarle un tratamiento individualizado. Es decir, con las “críticas postmodernas”, como las denomina Mathews, al objetivismo de la modernidad, se cierra el círculo: “Al reaparecer el punto de vista de que el diagnóstico médico debiera tener en cuenta las impresiones subjetivas del paciente individual se cierra el círculo: Francois Doble y Risueño de Amador demostraron ser “postmodernos” avant la lettre” (comillas en el original)

¿Entonces?
Abel Novoa

sábado, 12 de marzo de 2011

EL DURO CAMINO HASTA LA INVESTIGACIÓN CLÍNICA

Hablábamos el otro día del pensamiento especulativo médico, esa manera de razonar basada en la experiencia individual y el razonamiento deductivo, sustentada en artefactos cognitivos tan poco fiables como la analogía y que fue preponderante en la academia médica hasta hace menos de 100 años. Este paradigma racional-especulativo impidió durante dos siglos que las nuevas herramientas del método científico, puesto a punto por Newton, pudieran aplicarse a la generación de conocimiento válido en medicina. Esta anomalía epistemológica primera (hay una segunda) se debió, en gran medida, a la importancia que el humanismo tenía en la práctica clínica. El humanismo ilustrado médico prohibía la experimentación con seres humanos (solo admitía aquélla que se desarrollaba per accidents) y rechazaba visceralmente que pudieran extraerse conclusiones aplicables a los pacientes individuales a través del estudio, mediante las leyes de la probabilidad y la estadística, de grandes poblaciones. Este humanismo médico se encarnaba en un médico-chamán, poseedor de un poder espiritual e intelectual (“una facultad privativa”) que le permitía llegar a conocer la causa de las dolencias, su pronóstico y su tratamiento de una manera más cercana al artista o al sacerdote (intuición, emoción, comprensión, empatía…) que al científico.





Las escuelas médicas experimentales de finales del siglo XIX, la fisiológica y la bacteriológica, rechazaban, por causas distintas a la escuela humanista, la posibilidad de conocimiento objetivo en la práctica clínica. Claude Bernard estaba en contra del empirismo clínico que se desarrollaba en los hospitales franceses porque solamente el enfoque de la fisiología experimental de los laboratorios garantizaba el control de las condiciones que influyen en un determinado proceso: “Considero los hospitales tan solo como la puerta de entrada a la medicina científica; son el primer campo de observación en el que penetra un médico, pero no deja de ser cierto que el verdadero santuario de la ciencia médica es el laboratorio”. Bien es verdad, que Bernard se encontraba todavía más alejado de la corriente humanista especulativa: “Es necesario abandonar todas las pretensiones de que el médico ha sido un artista. Son ideas falsas que solo sirven para animar, como he dicho, la pereza, la ignorancia y la charlatanería. La medicina es una ciencia y no es un arte. El médico debiera aspirar a convertirse en científico, y es solamente debido a la ignorancia… que haya que resignarse al empirismo de manera transitoria”.

En cualquier caso, tanto humanistas especulativos como deterministas experimentales, rechazaban la inferencia probabilística, en el fondo, por razones semejantes: la defensa por parte del estamento profesional de una especial y privativa cualificación del médico para interpretar las observaciones clínicas o los datos fisiológicos y poder extraer conclusiones (la perspectiva médica): todo recurso a reglas formales y cuantitativamente objetivas que pudieran significar control público de la actividad clínica conllevaba el riesgo de poner en entredicho su autoridad exclusiva y legitimidad profesional. Puro corporativismo.



El impulso inicial protagonizado por los médicos empiristas franceses con la oposición de humanistas y experimentalistas necesitó, sin embargo, de una clase médica menos metafísica, más pragmática y quizá, más democrática: la británica. Francis Galton, Karl Pearson y, sobre todo, Pearl y Greenwood (en la foto) pelearon duramente contra la perspectiva médica oscurantista-corporativista y defendieron la necesidad de trabajo cooperativo entre investigadores experimentales básicos, clínicos y el médico especialista en estadística. Pearson escribiría en una carta a Greenwood: “Lo que actualmente sirve como prueba en medicina no merece el nombre de razonamiento científico” y más tarde ya en 1911, en Biometrika: “¡Por favor, pongan las estadísticas sobre la mesa! Puedo estar plenamente equivocado pero, de todos modos, las pruebas en las que se basan mis conclusiones se aportan aquí para ser criticadas y enmendadas”. En 1909, Greenwood dirigió la primera Unidad de Bioestadística en el Lister Institute for Preventive Medicine y desde esta atalaya profesional publicó un importante artículo en The Lancet, On Methods of Research Available in the Study of Medical Problem en el que criticaba definitivamente esta “la perspectiva médica”: “la afirmación de un médico experto de que tan solo él es competente para decidir qué es lo que sus experimentos prueban no resulta meramente acientífica sino incluso anticientífica… la esencia de la ciencia consiste en revelar los datos sobre los que está basada una conclusión y los métodos mediante los cuales se han obtenido” Es la primera vez que el argumento de la transparencia y la publicidad hacía su aparición en el debate científico médico. Estamos hablando de 1913. Antes de ayer.


Pearl y Greenwood desarrollaron la epidemiología experimental (estudio de la presentación de una enfermedad en una población, utilizando luego los métodos de la correlación estadística para determinar el efecto de determinados factores como edad, sexo, peso, etc.. en la evolución o diseminación de la misma) y pusieron las bases de la moderna investigación clínica controlada. Sería Austin Bradford Hill, uno de los protegidos de Greenwood y autor del primer libro de texto de bioestadística para médicos, Principles of Medical Statatistics (1937) quien diseñara el primer ensayo clínico aleatorizado con el fin de estudiar el efecto de la estreptomicina para la tuberculosis y que fue realizado en 1946. Hill, un bioestadístico, gracias a la apuesta institucional del Medical Rereach Council dirige el primer ensayo clínico de la historia. Se había conseguido aunar la tradición clínica, la experimental y la bioestadística para generar el modelo de investigación canónico que desterraba el pensamiento especulativo y el mero empirismo al menos en el desarrollo de nuevos fármacos. El viejo sueño de Laplace, Louis, Gavarret y Greenwood se había hecho realidad.

¡Qué duro! Cuando critiquemos en entradas sucesivas el actual paradigma cientificista médico no debemos olvidar este legado. La lucha por una clínica capaz de dar razones públicas de sus decisiones es una lucha democrática y, por tanto, luminosa. No debemos caer en las tentaciones del oscurantismo especulativo en nombre de la postmodernidad.
En este equilibrio se encuentra la excelencia.
Y este equilibrio, como veremos, es ciertamete inestable.
Abel Novoa (MAbel)

sábado, 5 de marzo de 2011

MEMES Y PENSAMIENTO ESPECULATIVO



Es interesante como a veces confluyen los temas. Comenzamos a hablar de pensamiento crítico o reflexivo, destacándolo como el elemento distintivo de la actividad verdaderamente profesional, cuando buscábamos un lugar desde el que generar y estimular cambios en una clase profesional, en general, escasamente autocrítica, empapada de una ideología cientificista (aunque no solo como veremos más adelante) que está favoreciendo posiciones autistas y autorreferenciales, cuando no irresponsables, en relación con los problemas socio-político-sanitarios más acuciantes. Algunos, especialmente relevantes como el papel del profesional ante el peligroso, inútil e insostenible gasto farmacéutico; su pérdida progresiva de independencia respecto a los meros intereses comerciales e incluso su rol activo en la medicalización de la salud. Me ha encantado la entrada en otro blog analizando lo mismo desde una perspectiva más psicológica.

Pepe Martínez, en el estupendo espacio del Centro de Salud de La Flota, destacaba también recientemente su agradable sorpresa al encontrar en el preámbulo del borrador del Real Decreto de Troncalidad, entre los objetivos de la formación médica especializada, el desarrollo del pensamiento crítico. He indagado en el Ministerio, con los contactos que todavía mantengo de mi etapa de Director General de Calidad, Formación e Investigación, de dónde venía esa aportación al borrador de la Ley, porque recuerdo haberla trabajado mucho durante los dos años y medio que estuve en la Consejería. Pues bien, mi sorpresa ha sido mayúscula cuando me dijeron que ésta es una aportación de la Región de Murcia, a través del técnico que nombré para que nos representara en las deliberaciones que concluyeron en el borrador presentado. El nombre de ese técnico es Francés Molina, médico de familia con una larga trayectoria en distintos ámbitos relacionados con la formación médica al que desde aquí quiero agradecer y reconocer por su trabajo siempre prudente en las formas pero nunca complaciente en sus objetivos. Gracias Francés por esa y muchas otras aportaciones. Creo que es un lujo de esta Región que sigas trabajando en este ámbito. Seguro que nos irá bien.


En esa entrada, Pepe Martínez se preguntaba cómo formar el pensamiento crítico de los profesionales. Daré mi opinión al respecto. Advierto que no va a ser fácil simplificarlo y que antes tenemos que viajar hasta el siglo XVII y la Revolución Francesa para encontrar los orígenes de nuestros memes epistemológicos especulativos y cientificistas. Un meme es una unidad teórica de información cultural transmisible de un individuo a otro. La epistemología, es la rama de la filosofía que se ocupa del conocimiento, de su adquisición, creación y justificación. Pues bien, la tesis es que los profesionales sanitarios del siglo XXI hemos heredado dos concepciones epistemológicas antagónicas que influyen poderosamente en nuestra manera de pensar y que hemos integrado en nuestra práctica clínica de una manera peligrosamente inconsciente.




La ciencia moderna es uno de los mayores logros del ser humano pero, en sus orígenes, necesitó de la simplificación para poder desarrollarse. Bacon, mientras Galileo forjaba la nueva práctica científica, proclamaba en Inglaterra el nacimiento de una nueva era en que la ciencia natural traería al hombre su redención material. El método tenía que ser fundamentalmente empírico: la verdadera base del conocimiento era el mundo natural y la información que éste suministraba a través de los sentidos. Para Bacon, el pensamiento del hombre tenía que liberarse de supercheherías metafísicas y religiosas, de supuestas causas finales (Aristóteles) o de esencias divinas inteligibles (Platón); eso era oscurecer la auténtica comprensión que el hombre podía alcanzar de la naturaleza sobre la sólida base del contacto experimental directo y el razonamiento inductivo a partir de particulares.





Por su parte, el joven Descartes, imbuido del racionalismo crítico de su formación jesuítica, vivía con particular intensidad la continua pérdida de pertinencia de la revelación religiosa para la comprensión del mundo empírico y, como era un hombre de fe, se lanzó en busca de una base irrefutable de conocimiento seguro. Descartes empleó la distinción de Galileo entre las propiedades primeras de los objetos, cuantificables, y las propiedades secundarias, más subjetivas. Al tratar de entender el mundo, el científico debía prestar atención únicamente a las cualidades más objetivas, aquéllas que podían percibirse clara y distintamente y analizarse en términos cuantitativos: extensión, forma, número, duración, peso, posición, etc. Así, estableció su radical separación entre ego cogitans y res extensa, necesaria en ese momento como camino para poder emancipar el mundo material de su larga asociación con las creencias religiosas, de modo que la ciencia quedaba en libertad de desarrollar su análisis del mundo en términos no contaminados por cualidades espirituales o humanas, y sin la limitación del dogma teológico. Bacon y Descartes proclamaron las bases epistemológicas del pensamiento moderno y establecieron los cimientos del método científico que Newton puso a punto a partir del uso sistemático del empirismo inductivo (Bacon) y el racionalismo matemático deductivo (Descartes).



Sin embargo, ese nuevo paradigma científico no llegó a la medicina hasta dos siglos más tarde y con muchas dificultades. En el año 1794, en la etapa de la Revolución Francesa conocida como Termidor, cuando la burguesía entiende que no es posible ni prudente mantener indefinidamente posiciones extremas y violentas y “acaban” con Robespierre, es cuando se sitúa la frontera entre la nueva y la vieja medicina; en este lapso se gesta la “moderna escuela de la observación médica”. En esta época, los avances alcanzados en el campo de las Ciencias de la Naturaleza contrastaban vivamente con los parcos logros de la ciencia médica. Es entonces, en este contexto revolucionario, cuando, en Francia, algunos médicos sienten la necesidad de pensar seriamente en los principios que sustentan la medicina, sus métodos y el grado de certidumbre que, como ocurría en otras esferas del saber, era razonable alcanzar en los juicios clínicos. Para ello había que recurrir al pensamiento matemático y, en concreto, a la estadística. Laplace fue el teórico inspirador. Decía: si queremos que la inducción y la analogía, los principales medios para conocer la verdad, sirvan, hemos de utilizar las leyes de las probabilidades, y en pocas ciencias como en medicina es tan necesario hacerlo. ¡Anatema!



Pierre Charles Alexander Louis (1787-1872) es uno de los abuelos de la MBE. Practicó medicina en el contexto de los grandes e innovadores hospitales parisinos creados en esta época donde la formación del médico se basaba en la exploración física y su combinación con la anatomía patológica. Animado por el éxito de la obra de Laplace, Louis defendió que el médico podía convertirse en científico sin dejar la clínica a través de su método basado en la observación cuidadosa, la conservación sistemática de las anotaciones, el análisis riguroso de múltiples casos, la elaboración prudente de generalizaciones, la verificación mediante autopsias y la terapéutica basada en el poder curativo de la naturaleza. Louis aplicó su metodología al estudio de la fiebre tifoidea y fue el primer gran crítico de la flebotomía, en ese momento defendida fervientemente por Victor Broussais, médico jefe del Hospital Militar y de la Facultad de Medicina de Paris, quien mediante su tratado “Estudio de la doctrina médica habitualmente aceptada” le había dado rango de práctica científica mediante razonamientos especulativos que denominó pomposamente “doctrina de la medicina fisiológica”.


La mayoría de la clase médica de aquel tiempo se defendió de manera inusitadamente virulenta contra esta intromisión del pensamiento matemático en su disciplina: “la medicina no puede reducirse al cálculo” dirá el insigne médico de la conservadora escuela de la Universidad de Montpellier, Jean George Cabanis (1757-1808). La idea que defendía Cabanis era que el diagnóstico y el tratamiento deben basarse en una forma de juicio informado/profesional más que en la precisión cuantitativa, que la conducta profesional adecuada del médico al diagnosticar y tratar la enfermedad consiste en casar las características idiosincrásicas de cada paciente en particular con los ambientes a los que éstos pertenecen. Cabanis defendía que el médico adquiría conocimiento más bien a través de la práctica concreta de la medicina y que ésta era la que le facultaba para juzgar casos individuales en toda su singularidad. Vamos, el típico y peligroso, “según mi experiencia”, baluarte del pensamiento especulativo clínico y sostén del aprendizaje supersticioso. Francois Joseph Double (1776-1842), de la escuela de Montpellier como Cabanis, también defendía una especia de superioridad intelectual del médico de la que emanaba una “facultad privativa” para diagnosticar la enfermedad y aliviar el sufrimiento humano individual. Double mantenía que el diagnóstico médico era más bien una forma de arte y “no resultaba oportuno elevar el espíritu humano hasta el tipo de certeza matemática que únicamente se encuentra en la astronomía”.
En esta batalla tuvo mucho protagonismo un médico cartagenero. El avance de la estadística con conceptos como el de “hombre medio” de Quetelet o la “ley de los grandes números” de Poisson” motivaron una intervención en el seno de la Academia de Ciencias, del catedrático de Patología y Terapéutica General de la Universidad de Montpellier, Benigno Juan Isidoro Risueño de Amador (1802-1849), nacido en Cartagena y exiliado a Francia por sus ideas liberales. El 25 de abril de 1837, Risueño de Amador dictó una famosa conferencia acerca del papel del cálculo de probabilidades y su aplicación a la medicina. Siguiendo la tradición de Montpellier trazada por Cabanis y Double, sostuvo que la principal preocupación del médico debiera ser la de sanar a cada enfermo individual. La teoría de la probabilidad era tan solo una curiosa abstracción lógica. Risueño negaba su utilidad en la clínica por dos razones. La primera, práctica: la probabilidad no nos ayuda a decidir ante un paciente individual ya que nos habla de poblaciones; la segunda, ética: para poder extraer conclusiones estadísticas sobre la utilidad de determinada terapia se necesitaría dejar morir a varias personas.
En efecto. Hasta 1900, la investigación con pacientes solo era admisible si se realizaba con una finalidad beneficente, esto es, se aplicaban nuevas terapias y procedimientos diagnósticos con la finalidad primera de favorecer al paciente y solo en segunda instancia, con la finalidad de obtener conocimiento. Es la investigación que Diego Gracia denomina “per accidens” basada en la regla del doble efecto o del voluntario indirecto y, al no poder hacerse con grandes series, sustentada en procedimientos de razonamiento tan poco sofisticados como la analogía. Este tipo de investigación favorecía el pensamiento especulativo capaz de justificar la flebotomía hasta hace bien poco.
Risueño de Amador no estaba en contra de elaborar analogías a partir de la experiencia pasada que sirvieran como guía para la práctica de la medicina; lo que negaba era que estas conclusiones pudieran llegar a representarse en el formalismo matemático del cálculo de probabilidades. Para Amador, el médico era como un artista y, aunque un artista conozca las características generales de la apariencia humana, con todo tiene que pintar a un individuo en particular, en lugar de componer un montaje estadístico. Del mismo modo, el médico conoce la apariencia general de las entidades mórbidas; sin embargo lo que tiene que hacer es tratar al paciente individual. Haciéndose eco de Laplace y refutándolo, Risueño de Amador declaró: “El cálculo de probabilidades ha sido calificado como sentido común reducido a cálculo, pero… uno quizá pueda preguntarse si el sentido común es calculable, al igual que la inteligencia, las pasiones, los afectos personales…y todo lo que pertenece a la vida moral e intelectual y tiene su influencia en los seres humanos”
En 1840 aparece la obra pionera de Jules Gavarret, Principios generales de estadística médica, formado en matemáticas, ingeniería y médico. La primera parte de su estudio iba dirigida a las críticas de Risueño de Amador señalándole las incongruencias de apoyar la inducción y la analogía como fuente de conocimiento y no la estadística que simplemente expresaban los resultados del pensamiento inductivo de una manera más formal; de igual modo diferenciaba entre el estudio de un paciente individual y el estudio de enfermedades que requerían de generalizaciones. Fue duramente atacado por la clase médica francesa.
La cuestión era, por tanto, si la medicina debía seguir los métodos cuantitativos que tanto éxito habían tenido en las ciencias físicas o los métodos más intuitivos de las denominadas ciencias morales y, por ende, cuál era la metodología de adquisición y avance de conocimiento: especulativo o experimental. De hecho, este enfoque científico de la medicina tendría que esperar al empuje que le dieron destacados galenos británicos, los padres de la epidemiología clínica durante los siguientes 80 años. Sin embargo, el meme epistemológico especulativo continua muy vigente en la práctica clínica actual y es utilizado cuando conviene, como cuando se argumenta, por ejemplo, en contra de los medicamentos genéricos por que “van peor” o a favor de determinadas innovaciones terapéuticas que “según mi experiencia, van muy bien”

Es decir, la introducción de ciencia en la práctica clínica ha costado sangre, sudor y lágrimas y, junto con ciertos tics de pensamiento especulativo en nuestra práctica, ahora, nos hemos pasado a otro extremo. Nos hemos convertido en cientificistas, es decir, creemos que somos científicos y que la ciencia es capaz de dar cuenta de toda la complejidad de la práctica clínica. Error. Ni tanto, ni tan calvos

Continuará
Abel Novoa

jueves, 3 de marzo de 2011

Un niño de 88 años deja la pesca

Así era mi tío GUSTAVO TERRER, un niño de 88 años muy cerca de cumplir los 89.
Hoy me siento triste, muy triste.
Se ha ido un gran tipo, un hombre generoso que solo sabía trabajar y disfrutar del momento sin plantearse nada más allá. Ha muerto cuando el ha decidido quitarse de en medio por su no saber estar, por serle imposible sentirse viejo. Es una lástima que no haya muerto pescando en el mar de Murcia (es lo que más le habría gustado). Apasionado incansable de comentarios muy poco pensados, de la risa de lo fácil, de los productos para afeitarse, de las cañas de pescar, del dominó,…
Momentos en la infancia muy duros, marcharse de la tierra que tanto quería para vivir en Madrid toda una vida, incontables kilómetros de vendedor a sus espaldas, la muerte de un varón que siempre quiso tener y no pudo ser, ver como su hija Merche era consumida por un cáncer hasta llevársela y como su hija Pepi lucha incansable contra el Parkinson. Cascarrabias inocente e incesante con una estupenda Tere a la que estoy seguro ha querido siempre con locura. Mil y una anécdotas maravillosas escuchadas y vividas que nos quedamos dentro todos los que le hemos conocido y hemos tenido la suerte de rozar.
Me voy a despedirlo, sentarme un rato a pescar con él como en tantas ocasiones, ver su último lance de caña de 4,20 m. con plomada 80 gr. Se merece eso por lo menos.