lunes, 2 de agosto de 2010

POP-FICTION (6): Shake, Rattle ANT's Roll



—¡Hormigas! ¡Megagoen…! ¡Phil! ¡Phil!


Desde el primer piso, Phil y los otros dos tipos encargados de la seguridad de Graceland dejaron las cartas sobre la mesa de la cocina y miraron hacia el techo desde donde hacía unos quince minutos provenían pasos, golpes, patadas, juramentos e insultos. El humo de sus tres cigarrillos formó una pequeña borrasca alrededor de la lámpara estilo Chandelier. Jane, la cocinera, sonrió.


—¿Qué coño le pasa hoy? —dijo alguien

—Ya subo yo. Y no miréis mis cartas —dijo Phil

—No te preocupes. Por una pareja de ochos no me esfuerzo.



Cuando Phil abrió la puerta del despacho del segundo piso, Elvis ni siquiera le miró. Se movía como un animal enjaulado —aunque, en cualquier caso, un animal bastante pálido, gordo y sudoroso—. Como esos orangutanes del zoo de Memphis. Pero en versión albina y alopécica. El Rey daba vueltas —casi, oscilaba— por la habitación. Había desplazado la mesa, el sofá y la vitrina donde estaba su foto con Nixon. Una línea roja como la sangre recorría parte de la moqueta y se dirigía hacia la ventana de la pared sur.


—Mira esto, Phil. Están por todas partes.

—Disculpe, Mr Presley… ¿Qué es lo que hay por todas partes? ¿Qué le ocurre?

—Hormigas. Puñeteras hormigas. ¿No las ves?

—¿Y esa raya?

—He señalado el camino por donde van. Con un rotulador. Estaba ahí. Es el que utilizo para firmar las camisetas en los conciertos.


Phil recorrió la habitación con una profesional parsimonia. Carecía por completo de experiencia en investigación criminal pero lo había visto en la tele muchas veces. Sus zapatos se deslizaban sin apenas oírse un roce. Las marcas del rotulador rojo no dejaban lugar a duda sobre dónde dirigir los primeros esfuerzos. Recordó los dibujos de tiza con que la policía siluetea los cuerpos en la escena del crimen. Aunque en este caso las marcas perfilaban una especie de organismo en movimiento perpetuo, una autopista de dimensiones microscópicas. Las hormigas habían hecho un largo camino desde el jardín hasta el segundo piso. Entraban y salían por la ventana de guillotina que se abría junto al escribano Luis XV y de ahí habían tomado el ángulo entre la moqueta y el rodapié de latón hasta perderse por la puerta del dormitorio.


—¿Permite? —preguntó Phil, respetuoso antes de pasar al resto de las habitaciones.

— Joder, tío. Haz lo que tengas que hacer.


Las hormigas habían invadido el despacho, el dormitorio y el baño anexo. Eran como un millón de pequeños esclavos yendo de un lugar a otro sin salirse de la fila y sin ninguna aparente misión. Entraban por la ventana y salían por el desagüe de la bañera. O quizá fuera al revés. Iban en formación de a dos en ambas direcciones. Cabeza con culo y así sucesivamente en una infinita procesión en perpetuo movimiento. No parecían transportar nada en concreto ni en el camino había ninguna comida potencial, ni siquiera un insecto. Ni una mísera mariposa nocturna.


—Acaba con ellas, Phil. No las soporto —dijo El Rey, mirando hacia el suelo de la parte no invadida de la habitación; se sujetaba el lado derecho de la mandíbula, como si se le fuera a desprender de la cara, con una mano regordeta llena de anillos de diferentes tamaños y materiales brillantes—. ¡Y, además, esta jodida muela!

—Le cojo hora con el dentista, jefe. Déjelo de mi cuenta.

—Primero acaba con ellas, Phil. Con todas.


Los de Control de Plagas llegaron sobre las cinco. Un tipo gordo con un mostacho tintado y otro tan delgado que parecía recién liberado de Auschwitz pero con rasgos hispanos, muy moreno, se bajaron de la Escort Van que acababan de aparcar en la parte de atrás del edificio.


—Llegáis tarde —les saludó Phil

—¿Qué quieres, tío? Es quince de Agosto. Deberíamos estar de vacaciones —dijo el gordo mientras abría la puerta trasera de la furgoneta.

Vacaciones, vacaciones —repitió el moreno, que empezaba a descargar unos bidones azules conectados a una manguera dotada de una especie de fusil automático.


Los tipos planeaban fumigar todo el perímetro de Graceland. Desde el principio rehusaron a una tarea demasiado ambiciosa aunque Mr Presley les había pedido la aniquilación total, el exterminio de cualquier forma de vida con seis patas, de cualquier forma de vida en general, si era necesario. El Holocausto mirmecológico. Pero las cerca de cinco mil hectáreas de Graceland y la propia naturaleza de la familia formicidae hacía imposible una victoria total según vaticinaban los expertos, más exactamente los expertos disponibles, esa especie de El Gordo y El Flaco versión interracial que habían acudido a la llamada de socorro urgente desde el 3734 del Elvis Presley Boulevard, en Whitehaven, Memphis.


—Nos contentaremos con un control suficiente —dijo el gordo antes de ponerse una especie de máscara antigás que recordaba las películas de la Primera Guerra Mundial.

Suficiente —insistió el moreno, en el mismo tono. Phil pensó que su sistema de integración como inmigrante ilegal pasaba por repetir las últimas palabras de cada frase.


Al día siguiente, Mr Presley parecía de muy buen humor. La visita al dentista y unos cuantos analgésicos, no todos ellos legales, habían solucionado lo de la muela. Pasó la tarde con Ginger, su novia, y unos amigos, preparando su viaje a Portland donde tenía un concierto al día siguiente. Estuvieron bebiendo, cantando junto al piano. Alrededor de las cuatro de la mañana Phil despidió al último invitado y volvió a la cocina a intentar resolver otro solitario mientras pensaba en cómo librarse de Jane, que se estaba poniendo demasiado pesada desde que se enteró de su divorcio con Lucy.


—¿Cómo estaba el Jefe? —dijo Jane sin dejar de mirar el relleno de las empanadas que estaba acabando de freír.

—No sé. No lo he visto. Pero he oído su voz desde la puerta. Parecía que estaba borracho o colgado o las dos cosas —le respondió Phil con el cigarrillo pegado a los labios; sus cartas parecían dotadas de vida propia y se resistían, de nuevo, a encajar.

—No me extraña que estuviera colgado. Yo también estoy mareada. Los tipos del veneno han dejado un olor terrible con tanta cantidad de ese líquido azul. Creo que han tirado seis o siete bidones. Deben ser excedentes de lo que usábamos en la selva de Vietnam.

—Joder Jane. Pareces gilipollas. Lo de Vietnam era naranja, agente naranja, no azul. Y mataba hierbas. Y amarillos. No era para las hormigas.

—Está bien Phil. Sólo soy la cocinera. No tengo un diploma universitario. Ni tú tampoco. No tienes por qué hablarme así —hizo una pausa para buscarse una sonrisa en alguna parte—. ¿Te pongo otro güisqui?


El resto de la historia es conocida. Bien pasado el mediodía del día siguiente, viendo que El Rey no daba señales de vida —expresión exacta en este caso— y se hacía tarde para el vuelo hacia Portland, Grace, la novia que dormía, siempre, en otra habitación, fue a llamarlo y lo encontró desnudo en el baño. Muerto. O casi. El grito de Grace despertó a Phil, que se había quedado dormido con la corbata puesta y los pantalones bajados en el suelo de la cocina. Eran ya las dos y pico y Jane sonreía y preparaba unos huevos revueltos para cuando El Rey despertara.


—¿Qué es eso? —dijo el enfermero del servicio de ambulancia de los bomberos mientras él y su ayudante trataban de poner a Elvis en una posición más adecuada para practicar la reanimación.

—¿El qué? —dijo Phil pasándose la mano a modo de peine por la cabeza, aunque sin conseguir en absoluto tener un aspecto decente.

—Lo de la oreja. Parece un bicho. ¿Qué es? —preguntó de nuevo el enfermero

—Hormigas tío. Hormigas —respondió Phil, agachándose a la vez que expulsaba una bocanada de humo de cigarrillo a la oreja de El Rey; algunas hormigas parecieron acusar la agresión y se dispersaron; otras parecían manar por la oreja sin cesar—. Una plaga.


Mientras el enfermero y el paramédico se dedicaban a lo suyo, Phil se dirigió al pequeño armario blanco, adornado con una cruz roja, del cuarto de baño. Alguien tendría que retirar las sustancias que nunca debieron estar allí.


Cuando abrió el botiquín apenas pudo reconocer la forma y las etiquetas de los frascos de codeína y Quaaludes. Una masa negruzca se movía por todas partes rodeando pastillas, cápsulas, tapas y botes. A Phil le pareció oír que emitían un sonido como de algo que crepitaba. Pero más húmedo. Algo viscoso y crujiente a la vez.


—¡Putas hormigas colgadas! —dijo Phil, acercando su mechero a un rollo de papel higiénico: si el líquido azul no había funcionado, quizá eso podría, como con las abejas.


Mientras aquel humo gris salía por la ventana del baño, alguien gritó la palabra «Hospital» en uno de los dormitorios del segundo piso de Graceland.




1 comentario:

Abel Jaime Novoa Jurado dijo...

Vaya... ¡hormigas drogatas! ¡reyes insectofóbicos! ¡guardaespaldas que parecen escapados de Pulp Fiction!

Es una historia Tarantino total..

Muy chula