Para HH (para todos ellos)
Desde
aquí nada parece ser completamente real. Como si los asuntos que se
tratan sucedieran en una dimensión diferente. Este es el lugar de la
observación, el lugar de los informes, de los formularios, de la
planificación, el reino del papel y de la tinta; un mundo perfecto,
analítico, definitivamente ordenado y, como toda perfección, como
todo intento de perfección, un mundo ficticio.
La
Organización: imponentes edificios, estatuas, recuerdos de los
grandes discursos, placas conmemorativas, los lugares exactos donde
alguien decidió cambiar la Historia, una vez más. Un complejo para
la Letras Mayúsculas de la Diplomacia y la Alta Política construido
con cristal, acero y cemento por los mejores arquitectos del momento;
un foro romano puesto al día y sin los rastros –visibles, al
menos– de la sangre de los cónsules caídos en desgracia. Un lugar
para la negociación y la acción, un mundo de alfombras por las que
se deslizan cientos, miles de hombres y mujeres llenos de ideas
contradictorias y cambiantes y que suelen calzar zapatos de un cuero
inmaculado.
Por
un dudoso y seguramente olvidado motivo, quizá sólo por la
costumbre de acercar la naturaleza al cemento y así hacerlo más
humano (como si el cemento no fuera definitivamente humano),
los monumentales edificios donde sucede toda la acción –acción de
papel– están rodeados, enmarcados, por macizos de flores, árboles,
parterres, jardineras, arriates y pequeños estanques. Las plantas,
las flores, tampoco son exactamente reales: seleccionadas por
generaciones de exigentes jardineros, en busca de una especie de
Punto Omega
que nunca llega, que nunca se aparta de su propia naturaleza; flores,
también, de ficción. Y ficciones que tienen un autor, un
responsable.
Ése
soy yo.
El
último balance distribuido por el departamento de prensa cifra los
rosales del jardín que rodea los edificios donde se alberga la
Organización y su frenética y desordenada actividad, en unos
1.500, superados, muy de lejos, por los 30.000 bulbos de narciso. El
listado alude también a las distintas especies de árboles, los
paisajes dedicados, los setos perfectamente recortados (se agradece
el adverbio, pero exageran: les aseguro que no es lo más difícil),
la calidad del agua de los estanques, los espléndidos nenúfares e
incluso se mencionan unos inexistentes peces de colores. Quizá
alguien liberó en su día un presupuesto y debería haber peces aquí
o tal vez pertenecen a ese ideal platónico que parece contagiar todo
el entorno.
Los
funcionarios de la Organización pasean en su tiempo libre –en las
tan mal llamadas horas muertas–, en esos momentos más o menos
breves que suceden entre una reunión y la siguiente, entre un
expediente y el próximo informe, por este jardín, por mi estimado y
cuidado jardín, arropados por todas estas neuróticamente
catalogadas plantas y muchas otras que no menciona el departamento de
prensa (la verdad es que nunca me preguntan directamente: deben
pensar que el jardín surge de forma espontanea, como el fruto
necesario de una estricta y anónima planificación). El jardín
ocupa sus buenas dos hectáreas, serpenteando en unos lugares y
abriéndose en otros, a los pies (y a la sombra, eso no estuvo muy
bien diseñado) de los grandes edificios. Intento cuidarlo con toda
mi dedicación y profesionalidad. Algunos de los funcionarios me
conocen o, al menos, me saludan por mi nombre. Eso sólo significa
que son suficientemente antiguos (además de medianamente amables).
Yo, en mi particular y excéntrico puesto, paso por ser uno de los
funcionarios más estables en este singular complejo de edificios
donde cada puerta tiene un acrónimo cuyo origen y función muchos ya
no recuerdan con claridad. Tenemos el COPUOS, el PNUD (que incluye el
UNV y el UNIFEM, por no mencionar el UNCDF), el UNFPA, etcétera.
Hubo
un tiempo en que todo esto me interesaba mucho, creo.
Ahora
vivo en la periferia, la cuido. Soy un experto de la periferia, un
habitante de la Organización desaparecido en el suburbio, el
fantasma de esta ópera de cantantes desafinados. Ahora tengo
suficiente con mis hermosos y fragantes narcisos, particularmente
estos 'Grand Soleil d'Or': estrellas amarillas de seis
pétalos, con una simetría imposible. Esta primavera han vuelto a
florecer elegantes y obstinados, ajenos a tantas corbatas, dossiers y
conflictos confinados en portafolios. Sólo hay que acolchar bien la
tierra alrededor de sus frágiles tallos para que, año tras año,
sus bulbos vuelvan a florecer. No soportan el exceso de humedad, el
terreno debe estar bien drenado. Unos centímetros más abajo de su
tallo, los escombros de la obra original, los ladrillos machacados,
los que no pudieron formar parte de la leyenda de los edificios
principales, también hacen su papel: permiten que las raíces de los
narcisos no se pudran, alivian el exceso de agua. Así los bulbos,
con muy poca ayuda, viviendo sobre la ruina, sobre los desechos,
sobre lo poco que les dejan, se multiplican. Cada primavera.
– ¿No se cansa?
Me lo
han preguntado demasiadas veces. Hoy se trata de un hombre joven
vestido con un traje azul marino (demasiadas veces también es un
traje azul marino), corbata desajustada. Se acaba de sentar en el
banco, a la sombra de una acacia que se mece al ritmo de vals de la
brisa que viene desde el río. Lo miro cuidadosamente porque su
pregunta idiota me ha obligado a girarme y a abandonar la tarea.
– Para nada –respondo – Nunca. Usted lo sabría si alguna vez
hubiera cultivado algo. La tierra es de las pocas cosas agradecidas
en este mundo. Tú haces diez, ella devuelve cien, decía mi padre.
– ¿Cómo sabe que yo no...?
– La pregunta lo delata –me sincero–. A usted y a todos. Son
ustedes demasiado parecidos unos a otros. Demasiado ocupados para
agacharse y tocar la tierra con sus propias manos. Además se les
caería, inmediatamente, la blackberry. Y eso siempre es un desastre
¿no?
– ¿A quién se refiere? – seguía el hombre azul marino mientras
terminaba su sandwich
– A ustedes, los que gestionan las posibilidades. ¿Se dice así?
¿Gestionar?
– Ni idea. Además, usted también se equivoca: lo mio es un
iPhone.
Ellos
también aparecen y desaparecen, como las plantas, primavera tras
primavera. Parecen distintos pero provienen de un mismo lugar. Tienen
la misma fragancia. Las mismas anónimas corbatas, las mismas ojeras.
Creen que pueden cambiar el mundo, siempre están con eso, siempre
traen entre manos un nuevo proyecto, otra gestión. No es que no les
aprecie. Son como estos narcisos, demasiado parecidos unos a otros
para tomarles cariño.
– Parece conocernos muy bien – siguió el hombre –. ¿Hace
mucho que trabaja aquí?
– Desde el principio, podría decir. ¿Ve ese roble de allí? El
tronco apenas tenía veinte centímetros cuando me contrataron. Ya
existían estos bancos. Entonces no había, generalmente, tipos con
sandwiches, eran tiempos más para una petaca de whisky. Tiempos
duros. Muchas posibilidades. Muchas fueron reales.
– ¿Posibilidades? – el hombre no acababa de entender; ni yo de
explicarme, desde luego.
Pero
yo sé que uno no debe ser demasiado claro si quiere sobrevivir en
este jardín. Eso lo aprendí hace tiempo. Ellos hablan con
sutilezas, insinúan lo que ni siquiera están seguros que se pueda
decir. Dejan caer pistas, carnaza para ver si el otro, el oponente,
porque siempre hay un oponente, deja salir ese fragmento de
información con el que construirán más y más posibilidades: la
posibilidad de otra hambruna, la posibilidad de un cambio de gobierno
más o menos favorable, la posibilidad de una guerra. Elaborarán sus
informes llenos de posibilidades, de escenarios, hojas de ruta, notas
de prensa que se anticiparán a lo que aún no ha sucedido. El
edificio entero supura pasta de papel mojado, la pasta densa y
urticariante de la versión oficial, como las plantas lechosas cuando
son cortadas, la savia de la Organización. Su sangre, mejor dicho.
– Ustedes siempre llevan entre manos la posibilidad de que algo
suceda, de hacerlo suceder, algo siempre muy importante. Cuentan en
cientos de miles, por lo menos – seguí, echando también algo de
carnaza en el anzuelo; tenía curiosidad por averiguar lo que era
esta vez.
– ¿Cientos de miles? No, mi departamento no maneja tanto dinero,
se equivoca. Para nada.
– No, me refería a personas.
– Ya –balbuceó– Sí, ahí lleva razón. Son muchos, demasiados
¿Se imagina? Miles de personas a punto de empezar una guerra cuyos
objetivos son unos miserables pozos de agua. Y, sólo un poco más
abajo, gas natural. Aunque este último extremo lo ignoran, aún.
– Lo imagino, perfectamente. La sed es una fuerza poderosa –mis
plantas también matarían por ella, si pudieran moverse, pensé.
Así
que las migajas del sandwich caerían otra vez sobre un informe
completo, lleno de detalles y de mentiras, sobre la mejor estrategia,
sobre los generales, sus debilidades, sus ambiciones, los políticos,
las posibles salidas, las honrosas y las menos honrosas, las bajas
estimadas. Las fluctuaciones en el precio del gas natural. La
posición oficial levemente manchada de gotas de mayonesa y trazas de
espinaca.
– Así que desde el principio –siguió el hombre, interrogándome:
al parecer la guerra del agua o del gas podría esperar.
– Aproximadamente.
– Habrá visto mucho.
– Muchas flores, cada año las mismas, cada año diferentes – sí,
lo reconozco, a veces me pongo demasiado ¿zen?, sí, como en una
conversación-haiku; a estos tipos les sienta bien, les recuerda la
decoración de su casa.
– Ya. Ahora el mundo es mucho más complejo. Ni se lo imagina.
Ahí
tenía razón. Los buenos tiempos, cuando todo estaba tan claro,
quién era quién. Los comunistas a un lado, queriendo conquistar el
mundo; occidente al otro lado, también queriendo conquistar el
mundo. Comics de superhéroes o de supervillanos. Y el mundo
desordenado, inasible, todavía hoy pendiente de ser conquistado.
Pero siempre están ahí, la Organización, los despachos, los
archivadores, la esgrima de la diplomacia, el superior arte de la
transacción, la política de lo posible, la posibilidad de transigir
con los hechos consumados. Si estas paredes hablaran, pensé, nadie
las entendería.
– Es posible, todo es mucho más complejo. Usted es el experto. Yo
sólo sé de plantas – confirmé.
Sí,
un jardín no es más que naturaleza acotada, predecible, humanizada.
Un laboratorio de belleza, pero un laboratorio después de todo.
Acacias, plátanos de sombra, robles palustres, todo perfectamente
planificado, durante años. Un orden que nos ayuda a disculparnos. Un
reflejo perfecto donde inspirarnos, donde perdonarnos. Lo veía cada
día. Ahora era este hombre disfrazado de experto. Probablemente
hasta él mismo creía en su disfraz. Como mis bulbos, con unas
flores que son sólo una excusa, decoración, casi una burla. Otras
veces eran tipos angustiados por amenazas de insurrección, sequías,
epidemias, genocidios más o menos disimulables. Gente que se tragaba
la realidad como este hombre se había tragado el sandwich,
inexorablemente, sin otra salida, sin necesidad de que te sepa bien.
En esta esquina, la realidad, con sus ochenta kilos de peso y sus
cicatrices y sus deformidades; en la otra esquina, el jardín, peso
pluma, con la improbable fortaleza de su levedad.
Las
posibilidades, al final, con su puño de acero.
“Adelante,
suba, acabe su informe: sólo será una guerra más. Usted no ha
decido la sequía, ni el gobierno corrupto, ni las fronteras. Su
departamento no dispone de fondos suficientes y, seguramente, no le
cae bien al tipo que tienen que aprobar el programa. Usted, ustedes,
nadie puede hacer mucho, ya sabe”, creo que le quise decir, pero
estoy seguro que no le dije, mientras ahuecaba un poco más la tierra
donde empezaba a verse aparecer una yema entre verde y blanquecina.
La posibilidad de una flor, ahora mismo. En un par de semanas, me
dije. El hombre se alejaba ajustándose la corbata y mirando el
narciso que le había colocado en la solapa.
– ¿Y ustedes? ¿No se cansan? ¿No se cansan nunca? – le grité,
pero el tipo ya estaba demasiado lejos.
Yo
sí. De eso hace ya demasiado tiempo. También tuve que contarlos por
miles. También hacía mis inventarios, pero en ellos no había
acacias, robles palustres, juncos. Casi he olvidado las iniciales de
la puerta de aquel departamento pero aún no he olvidado algunas
fotografías, los expedientes, las personas, tantas entrando y
saliendo del despacho, la desesperanza, la burocracia, la lentitud.
La injusticia. Ni siquiera cuando veo toda esta delicadeza, la
perfección de los estambres, la sencillez de las hojas acintadas, su
suavidad. Ni siquiera cuando el departamento de prensa me recuerda
que son más de treinta mil.
Los
narcisos. Ahora son solo narcisos. Me repito.
Como
un mantra.
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