viernes, 24 de febrero de 2012

LAS POSIBILIDADES


Para HH (para todos ellos)



Desde aquí nada parece ser completamente real. Como si los asuntos que se tratan sucedieran en una dimensión diferente. Este es el lugar de la observación, el lugar de los informes, de los formularios, de la planificación, el reino del papel y de la tinta; un mundo perfecto, analítico, definitivamente ordenado y, como toda perfección, como todo intento de perfección, un mundo ficticio.
     La Organización: imponentes edificios, estatuas, recuerdos de los grandes discursos, placas conmemorativas, los lugares exactos donde alguien decidió cambiar la Historia, una vez más. Un complejo para la Letras Mayúsculas de la Diplomacia y la Alta Política construido con cristal, acero y cemento por los mejores arquitectos del momento; un foro romano puesto al día y sin los rastros –visibles, al menos– de la sangre de los cónsules caídos en desgracia. Un lugar para la negociación y la acción, un mundo de alfombras por las que se deslizan cientos, miles de hombres y mujeres llenos de ideas contradictorias y cambiantes y que suelen calzar zapatos de un cuero inmaculado.
     Por un dudoso y seguramente olvidado motivo, quizá sólo por la costumbre de acercar la naturaleza al cemento y así hacerlo más humano (como si el cemento no fuera definitivamente humano), los monumentales edificios donde sucede toda la acción –acción de papel– están rodeados, enmarcados, por macizos de flores, árboles, parterres, jardineras, arriates y pequeños estanques. Las plantas, las flores, tampoco son exactamente reales: seleccionadas por generaciones de exigentes jardineros, en busca de una especie de Punto Omega que nunca llega, que nunca se aparta de su propia naturaleza; flores, también, de ficción. Y ficciones que tienen un autor, un responsable.
      Ése soy yo.
     El último balance distribuido por el departamento de prensa cifra los rosales del jardín que rodea los edificios donde se alberga la Organización y su frenética y desordenada actividad, en unos 1.500, superados, muy de lejos, por los 30.000 bulbos de narciso. El listado alude también a las distintas especies de árboles, los paisajes dedicados, los setos perfectamente recortados (se agradece el adverbio, pero exageran: les aseguro que no es lo más difícil), la calidad del agua de los estanques, los espléndidos nenúfares e incluso se mencionan unos inexistentes peces de colores. Quizá alguien liberó en su día un presupuesto y debería haber peces aquí o tal vez pertenecen a ese ideal platónico que parece contagiar todo el entorno.
     Los funcionarios de la Organización pasean en su tiempo libre –en las tan mal llamadas horas muertas–, en esos momentos más o menos breves que suceden entre una reunión y la siguiente, entre un expediente y el próximo informe, por este jardín, por mi estimado y cuidado jardín, arropados por todas estas neuróticamente catalogadas plantas y muchas otras que no menciona el departamento de prensa (la verdad es que nunca me preguntan directamente: deben pensar que el jardín surge de forma espontanea, como el fruto necesario de una estricta y anónima planificación). El jardín ocupa sus buenas dos hectáreas, serpenteando en unos lugares y abriéndose en otros, a los pies (y a la sombra, eso no estuvo muy bien diseñado) de los grandes edificios. Intento cuidarlo con toda mi dedicación y profesionalidad. Algunos de los funcionarios me conocen o, al menos, me saludan por mi nombre. Eso sólo significa que son suficientemente antiguos (además de medianamente amables). Yo, en mi particular y excéntrico puesto, paso por ser uno de los funcionarios más estables en este singular complejo de edificios donde cada puerta tiene un acrónimo cuyo origen y función muchos ya no recuerdan con claridad. Tenemos el COPUOS, el PNUD (que incluye el UNV y el UNIFEM, por no mencionar el UNCDF), el UNFPA, etcétera.
     Hubo un tiempo en que todo esto me interesaba mucho, creo.
    Ahora vivo en la periferia, la cuido. Soy un experto de la periferia, un habitante de la Organización desaparecido en el suburbio, el fantasma de esta ópera de cantantes desafinados. Ahora tengo suficiente con mis hermosos y fragantes narcisos, particularmente estos 'Grand Soleil d'Or': estrellas amarillas de seis pétalos, con una simetría imposible. Esta primavera han vuelto a florecer elegantes y obstinados, ajenos a tantas corbatas, dossiers y conflictos confinados en portafolios. Sólo hay que acolchar bien la tierra alrededor de sus frágiles tallos para que, año tras año, sus bulbos vuelvan a florecer. No soportan el exceso de humedad, el terreno debe estar bien drenado. Unos centímetros más abajo de su tallo, los escombros de la obra original, los ladrillos machacados, los que no pudieron formar parte de la leyenda de los edificios principales, también hacen su papel: permiten que las raíces de los narcisos no se pudran, alivian el exceso de agua. Así los bulbos, con muy poca ayuda, viviendo sobre la ruina, sobre los desechos, sobre lo poco que les dejan, se multiplican. Cada primavera.

– ¿No se cansa?

     Me lo han preguntado demasiadas veces. Hoy se trata de un hombre joven vestido con un traje azul marino (demasiadas veces también es un traje azul marino), corbata desajustada. Se acaba de sentar en el banco, a la sombra de una acacia que se mece al ritmo de vals de la brisa que viene desde el río. Lo miro cuidadosamente porque su pregunta idiota me ha obligado a girarme y a abandonar la tarea.

– Para nada –respondo – Nunca. Usted lo sabría si alguna vez hubiera cultivado algo. La tierra es de las pocas cosas agradecidas en este mundo. Tú haces diez, ella devuelve cien, decía mi padre.
– ¿Cómo sabe que yo no...?
– La pregunta lo delata –me sincero–. A usted y a todos. Son ustedes demasiado parecidos unos a otros. Demasiado ocupados para agacharse y tocar la tierra con sus propias manos. Además se les caería, inmediatamente, la blackberry. Y eso siempre es un desastre ¿no?
– ¿A quién se refiere? – seguía el hombre azul marino mientras terminaba su sandwich
– A ustedes, los que gestionan las posibilidades. ¿Se dice así? ¿Gestionar?
– Ni idea. Además, usted también se equivoca: lo mio es un iPhone.

     Ellos también aparecen y desaparecen, como las plantas, primavera tras primavera. Parecen distintos pero provienen de un mismo lugar. Tienen la misma fragancia. Las mismas anónimas corbatas, las mismas ojeras. Creen que pueden cambiar el mundo, siempre están con eso, siempre traen entre manos un nuevo proyecto, otra gestión. No es que no les aprecie. Son como estos narcisos, demasiado parecidos unos a otros para tomarles cariño.

– Parece conocernos muy bien – siguió el hombre –. ¿Hace mucho que trabaja aquí?
– Desde el principio, podría decir. ¿Ve ese roble de allí? El tronco apenas tenía veinte centímetros cuando me contrataron. Ya existían estos bancos. Entonces no había, generalmente, tipos con sandwiches, eran tiempos más para una petaca de whisky. Tiempos duros. Muchas posibilidades. Muchas fueron reales.
– ¿Posibilidades? – el hombre no acababa de entender; ni yo de explicarme, desde luego.

      Pero yo sé que uno no debe ser demasiado claro si quiere sobrevivir en este jardín. Eso lo aprendí hace tiempo. Ellos hablan con sutilezas, insinúan lo que ni siquiera están seguros que se pueda decir. Dejan caer pistas, carnaza para ver si el otro, el oponente, porque siempre hay un oponente, deja salir ese fragmento de información con el que construirán más y más posibilidades: la posibilidad de otra hambruna, la posibilidad de un cambio de gobierno más o menos favorable, la posibilidad de una guerra. Elaborarán sus informes llenos de posibilidades, de escenarios, hojas de ruta, notas de prensa que se anticiparán a lo que aún no ha sucedido. El edificio entero supura pasta de papel mojado, la pasta densa y urticariante de la versión oficial, como las plantas lechosas cuando son cortadas, la savia de la Organización. Su sangre, mejor dicho.

– Ustedes siempre llevan entre manos la posibilidad de que algo suceda, de hacerlo suceder, algo siempre muy importante. Cuentan en cientos de miles, por lo menos – seguí, echando también algo de carnaza en el anzuelo; tenía curiosidad por averiguar lo que era esta vez.
– ¿Cientos de miles? No, mi departamento no maneja tanto dinero, se equivoca. Para nada.
– No, me refería a personas.
– Ya –balbuceó– Sí, ahí lleva razón. Son muchos, demasiados ¿Se imagina? Miles de personas a punto de empezar una guerra cuyos objetivos son unos miserables pozos de agua. Y, sólo un poco más abajo, gas natural. Aunque este último extremo lo ignoran, aún.
– Lo imagino, perfectamente. La sed es una fuerza poderosa –mis plantas también matarían por ella, si pudieran moverse, pensé.

     Así que las migajas del sandwich caerían otra vez sobre un informe completo, lleno de detalles y de mentiras, sobre la mejor estrategia, sobre los generales, sus debilidades, sus ambiciones, los políticos, las posibles salidas, las honrosas y las menos honrosas, las bajas estimadas. Las fluctuaciones en el precio del gas natural. La posición oficial levemente manchada de gotas de mayonesa y trazas de espinaca.

– Así que desde el principio –siguió el hombre, interrogándome: al parecer la guerra del agua o del gas podría esperar.
– Aproximadamente.
– Habrá visto mucho.
– Muchas flores, cada año las mismas, cada año diferentes – sí, lo reconozco, a veces me pongo demasiado ¿zen?, sí, como en una conversación-haiku; a estos tipos les sienta bien, les recuerda la decoración de su casa.
– Ya. Ahora el mundo es mucho más complejo. Ni se lo imagina.

     Ahí tenía razón. Los buenos tiempos, cuando todo estaba tan claro, quién era quién. Los comunistas a un lado, queriendo conquistar el mundo; occidente al otro lado, también queriendo conquistar el mundo. Comics de superhéroes o de supervillanos. Y el mundo desordenado, inasible, todavía hoy pendiente de ser conquistado. Pero siempre están ahí, la Organización, los despachos, los archivadores, la esgrima de la diplomacia, el superior arte de la transacción, la política de lo posible, la posibilidad de transigir con los hechos consumados. Si estas paredes hablaran, pensé, nadie las entendería.

– Es posible, todo es mucho más complejo. Usted es el experto. Yo sólo sé de plantas – confirmé.

     Sí, un jardín no es más que naturaleza acotada, predecible, humanizada. Un laboratorio de belleza, pero un laboratorio después de todo. Acacias, plátanos de sombra, robles palustres, todo perfectamente planificado, durante años. Un orden que nos ayuda a disculparnos. Un reflejo perfecto donde inspirarnos, donde perdonarnos. Lo veía cada día. Ahora era este hombre disfrazado de experto. Probablemente hasta él mismo creía en su disfraz. Como mis bulbos, con unas flores que son sólo una excusa, decoración, casi una burla. Otras veces eran tipos angustiados por amenazas de insurrección, sequías, epidemias, genocidios más o menos disimulables. Gente que se tragaba la realidad como este hombre se había tragado el sandwich, inexorablemente, sin otra salida, sin necesidad de que te sepa bien. En esta esquina, la realidad, con sus ochenta kilos de peso y sus cicatrices y sus deformidades; en la otra esquina, el jardín, peso pluma, con la improbable fortaleza de su levedad.

      Las posibilidades, al final, con su puño de acero.

     “Adelante, suba, acabe su informe: sólo será una guerra más. Usted no ha decido la sequía, ni el gobierno corrupto, ni las fronteras. Su departamento no dispone de fondos suficientes y, seguramente, no le cae bien al tipo que tienen que aprobar el programa. Usted, ustedes, nadie puede hacer mucho, ya sabe”, creo que le quise decir, pero estoy seguro que no le dije, mientras ahuecaba un poco más la tierra donde empezaba a verse aparecer una yema entre verde y blanquecina. La posibilidad de una flor, ahora mismo. En un par de semanas, me dije. El hombre se alejaba ajustándose la corbata y mirando el narciso que le había colocado en la solapa.

– ¿Y ustedes? ¿No se cansan? ¿No se cansan nunca? – le grité, pero el tipo ya estaba demasiado lejos.

     Yo sí. De eso hace ya demasiado tiempo. También tuve que contarlos por miles. También hacía mis inventarios, pero en ellos no había acacias, robles palustres, juncos. Casi he olvidado las iniciales de la puerta de aquel departamento pero aún no he olvidado algunas fotografías, los expedientes, las personas, tantas entrando y saliendo del despacho, la desesperanza, la burocracia, la lentitud. La injusticia. Ni siquiera cuando veo toda esta delicadeza, la perfección de los estambres, la sencillez de las hojas acintadas, su suavidad. Ni siquiera cuando el departamento de prensa me recuerda que son más de treinta mil.
     Los narcisos. Ahora son solo narcisos. Me repito.
     Como un mantra.

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