sábado, 18 de febrero de 2012

STATU QUO(TIDIANO)




Primero pasa siempre un Audi A3 gris oscuro. Creo que hace años este color se llamaba “gris marengo”, pero a los colores de los coches consiguen ponerles nombres cada vez más idiotas, así que ahora se llamará de cualquier otra forma, gris nubarrón, gris aburrimiento o gris cotidiano. Pero el caso es que el automóvil gris-lo-que-sea pasa puntualmente a las 7,20 AM y su rumor de ruedas deslizantes y frío lo anuncia, lo anticipa, superando la esquina de la casa que hay junto a la parada del autobús y que impide verlo llegar hasta que pasa ya por delante de nosotros. Su ruido suave, como un ronquido, me recuerda que la secuencia completa está aún por llegar. Pero sucederá, inexorablemente, toda ella, la misma secuencia, día tras día.

La mañana, antes del amanecer —estamos en Febrero— y junto a la parada del autobús, transcurre como una escena digna de aquella película, de “Atrapado en el tiempo”: un statuo quo infinitamente repetido, un ritual coreografiado por todos los que nos movemos al ritmo que marcan nuestros relojes, nuestros trabajos, al ritmo del blues de lo ordinario. Todo resulta civilizadamente previsible: primero el Audi A3 gris que acaba de pasar, luego llega el chico regordete, un estudiante camino del instituto que viste de forma crónica una sudadera blanca con capucha y unas Nike azul eléctrico, después el joven flaco y nervioso que vive apenas dos casas más allá de la parada y que siempre se ha olvidado algo: otra vez volverá a mirar si viene el autobús, comprobará la hora en su móvil, dudará si le da tiempo a volver a casa a por el objeto olvidado (nunca consigo averiguar qué es, quizá unas llaves, un cuaderno, decirle algo a su madre); no siempre lo hace, a veces sólo se queda mirando, inquieto, hacia su casa; probablemente tampoco puede permitirse perder el autobús a esta hora, como cualquiera de nosotros. Pero hoy ha vuelto a arriesgar: se ha ido corriendo y ha vuelto sonriente, satisfecho de no perder el autobús. Habrá cogido eso que siempre se le olvida, mejor dicho, eso de lo que siempre se acuerda un poco tarde. Y no es un riesgo pequeño: en caso de perderlo, de un mínimo error de cálculo, una demora en recoger lo que sea tan importante y el siguiente autobús pasará treinta minutos después (y eso, en nuestra civilizada rutina, ya es demasiado tarde, insosteniblemente tarde). 

Para él y para todos nosotros.

Después pasa un pequeño camión adaptado para la limpieza ciudadana, con cepillos bajo el parachoques delantero, un depósito de agua a la espalda, mangueras y unas alas móviles en todo el perímetro de su chasis que se agitan con el aire que produce al aspirar. Un automóvil extraño, mutante, muy ruidoso. Expulsa agua hacia el suelo que, al vaporizarse, crea una nube sobre el suelo que disimula sus ruedas hasta hacerlas prácticamente imperceptibles. Parece que flotara, a veces, en las mañanas más frías. 

Sólo un minuto más tarde suena el mecanismo eléctrico que abre la cancela de la antigua casa cuyo jardín vallado y todavía oscuro conforma la esquina y, gracias a ella, la pequeña plaza que sirve de parada al autobús. Al poco aparece el dueño, abre y cierra la verja, apresuradamente. Es un hombre de unos cincuenta años, de pelo cano y abundante, siempre el último en llegar hasta que completamos el grupo de cuatro hombres, como cada mañana. Saluda, como habitualmente, con un enérgico “buenos días”, al que sólo yo parezco responder. Lleva una bufanda mal colocada que apenas le abriga y carpetas y papeles que sostiene con dificultad en una mano. Nunca lleva una cartera que le ayude a trasportar todo eso. Parece un profesor o un abogado o quizá un médico y siempre sonríe mientras maneja sus papeles. Debe ser un profesor, sí.

Por último llega ella, la única mujer del grupo, que queda, por fin, completo. Un perfecto equilibrio cotidiano. Quedan exactamente dos minutos para que llegue nuestro autobús. La chica, unos veinte años, quizá menos, maneja un móvil que se acerca frecuentemente a su oído, el izquierdo, con la misma mano con la que lleva el bastón blanco y largo que ha traído haciéndolo oscilar, casi arrastrándolo, por el callejón que llega a la plaza. Nos dice hola y ahora sí que respondemos todos. Toda su cara sonríe excepto sus ojos que miran, como cada día, a ninguna parte. 

El ceremonial se completa cuando pasa frente a nosotros un veloz todoterreno rojo y, en sentido contrario, por nuestra misma acera, se acerca una mujer despeinada y ¿vestida? con una bata entre rosa y salmón —y yo me pregunto, como cada día, qué nombre le pondrían a ese color si fuera un coche y no una bata— paseando a dos pequeños yorkshires que pelean entre ellos por ver quién orina antes la siguiente farola. La chica ciega se guarda el móvil en el bolsillo y ya sabemos todos que el autobús está a punto de llegar. Al poco se oye el característico sonido entre neumático y de gasóleo y un leve chirrido del freno con el que evita un árbol que le dificulta el paso por la pequeña calle que desemboca en la plaza. 

Cuando el autobús abre la puerta, el chico nervioso y desmemoriado es siempre quien la ayuda a subir. Ella entra primero mientras los demás sacamos nuestros bonos y la calderilla. Nunca tropieza. Sonríe al conductor, que le responde por su nombre cuando saluda. Los otros cuatro la seguimos, el chico delgado siempre detrás de ella, cuidando de que no tropiece con ninguna otra persona, con una barra o un escalón. A veces parece que quiere guiarla y está a punto de tocar su hombro y dirigirla hacia un asiento vacío, pero finalmente no lo hace. Ella nunca duda y él nunca llega a tocarla. Los pasajeros ya sentados son los habituales, en los mismos asientos, las mismas posiciones de siempre. Supongo que en sus paradas sucede lo mismo que en la nuestra, apenas unos minutos antes. La mayoría ya manipulan sus gadgets, smartphones, reproductores de música o pequeñas radios portátiles. Algunos leen un libro convencional. Es todavía de noche y no hay posibilidad de entretenerse mucho con el paisaje semioculto por la oscuridad. Nadie nos mira al entrar. Saben que también somos los habituales de esta parada y que nos sentaremos, como siempre, en los asientos libres del pasillo, evitando levantarles, molestarles en su concentrado entretenimiento.

Todas las mañanas, su protocolo estricto: Como rellenar un formulario.

Sin embargo hoy, este frio día de Febrero, algo está a punto de decirnos, de mostrarnos, la diferencia. Cuando ya llegamos al centro de la ciudad y enfilamos la avenida que la cruza desde el sur, delante de nosotros, perfectamente visible en el gran escaparate que es la ventanilla delantera del autobús, sobre el cielo azul intenso inmediatamente antes del amanecer, una luna enorme y amarilla ocupa prácticamente todo el horizonte visible, todo el espacio entre las dos filas de edificios que delimitan la avenida. Por encima de los semáforos, un disco magnífico y cercano, mucho más cercano que nunca, inmenso, como debe ser esa luna de la cosecha, la que cantaba Neil Young, totalmente inesperada, innecesariamente espectacular y bella. Un adorno excesivo sólo para otro día más. Un derroche, inútil, mucho más allá de las pequeñas pantallas que iluminan con su luz idiota la cara de los pasajeros. Una maravilla, un cambio, que nadie va a apreciar.

Y es entonces cuando caigo en la cuenta, cuando una breve ráfaga, sutil, de aire me lo hace llegar, mientras la puerta se abre en la parada previa a la mía y el chico delgado y olvidadizo abandona el autobús y mira brevemente hacia la chica del bastón blanco que bajará dos o tres paradas más allá. Ella sonríe de nuevo. Sin mirar a ninguna parte, de nuevo. Ambos somos ciegos, cada uno a nuestra manera, aunque ahora yo, con mi cara de idiota, la misma de Bill Murray, probablemente, por fin me doy cuenta que ya sé, que creo que lo sé o que siempre debería haberlo sabido: lo que el chico delgado olvida y recuerda todas las mañanas antes de que ella acuda, tan puntual. 

Sí, perfume. Lavanda, creo.





2 comentarios:

Loli Pérez dijo...

Pepe, un relato lleno de sensaciones, imágenes que logra transmitir una cotidianidad única y universal.
Me encantó volver a leerte.

Abrazos
L;)

Pepemomia dijo...

Hola!
Gracias. De paso he actualizado tu link, que lo tenía descuidado.
Un abrazo