Primero pasa siempre un Audi A3
gris oscuro. Creo que hace años este color se llamaba “gris
marengo”, pero a los colores de los coches consiguen ponerles
nombres cada vez más idiotas, así que ahora se llamará de
cualquier otra forma, gris nubarrón, gris aburrimiento o gris
cotidiano. Pero el caso es que el automóvil gris-lo-que-sea pasa
puntualmente a las 7,20 AM y su rumor de ruedas deslizantes y frío
lo anuncia, lo anticipa, superando la esquina de la casa que hay
junto a la parada del autobús y que impide verlo llegar hasta que
pasa ya por delante de nosotros. Su ruido suave, como un ronquido, me
recuerda que la secuencia completa está aún por llegar. Pero
sucederá, inexorablemente, toda ella, la misma secuencia, día tras
día.
La mañana, antes del amanecer
—estamos en Febrero— y junto a la parada del autobús,
transcurre como una escena digna de aquella película, de “Atrapado
en el tiempo”: un statuo quo infinitamente repetido, un
ritual coreografiado por todos los que nos movemos al ritmo que
marcan nuestros relojes, nuestros trabajos, al ritmo del blues de lo
ordinario. Todo resulta civilizadamente previsible: primero el Audi
A3 gris que acaba de pasar,
luego llega el chico regordete, un estudiante camino del instituto
que viste de forma crónica una sudadera blanca con capucha y unas
Nike azul eléctrico, después el joven flaco y nervioso que
vive apenas dos casas más allá de la parada y que siempre se ha
olvidado algo: otra vez volverá a mirar si viene el autobús,
comprobará la hora en su móvil, dudará si le da tiempo a volver a
casa a por el objeto olvidado (nunca consigo averiguar qué es, quizá
unas llaves, un cuaderno, decirle algo a su madre); no siempre lo
hace, a veces sólo se queda mirando, inquieto, hacia su casa;
probablemente tampoco puede permitirse perder el autobús a esta
hora, como cualquiera de nosotros. Pero hoy ha vuelto a arriesgar: se
ha ido corriendo y ha vuelto sonriente, satisfecho de no perder el
autobús. Habrá cogido eso que siempre se le olvida, mejor dicho,
eso de lo que siempre se acuerda un poco tarde. Y no es un riesgo
pequeño: en caso de perderlo, de un mínimo error de cálculo, una
demora en recoger lo que sea tan importante y el siguiente autobús
pasará treinta minutos después (y eso, en nuestra civilizada
rutina, ya es demasiado tarde, insosteniblemente tarde).
Para él y para todos nosotros.
Después pasa un pequeño camión
adaptado para la limpieza ciudadana, con cepillos bajo el parachoques
delantero, un depósito de agua a la espalda, mangueras y unas alas
móviles en todo el perímetro de su chasis que se agitan con el aire
que produce al aspirar. Un automóvil extraño, mutante, muy ruidoso.
Expulsa agua hacia el suelo que, al vaporizarse, crea una nube sobre
el suelo que disimula sus ruedas hasta hacerlas prácticamente
imperceptibles. Parece que flotara, a veces, en las mañanas más
frías.
Sólo un minuto más tarde suena el
mecanismo eléctrico que abre la cancela de la antigua casa cuyo
jardín vallado y todavía oscuro conforma la esquina y, gracias a
ella, la pequeña plaza que sirve de parada al autobús. Al poco
aparece el dueño, abre y cierra la verja, apresuradamente. Es un
hombre de unos cincuenta años, de pelo cano y abundante, siempre el
último en llegar hasta que completamos el grupo de cuatro hombres,
como cada mañana. Saluda, como habitualmente, con un enérgico
“buenos días”, al que sólo yo parezco responder. Lleva una
bufanda mal colocada que apenas le abriga y carpetas y papeles que
sostiene con dificultad en una mano. Nunca lleva una cartera que le
ayude a trasportar todo eso. Parece un profesor o un abogado o quizá
un médico y siempre sonríe mientras maneja sus papeles. Debe ser un
profesor, sí.
Por último llega ella, la única
mujer del grupo, que queda, por fin, completo. Un perfecto equilibrio
cotidiano. Quedan exactamente dos minutos para que llegue nuestro
autobús. La chica, unos veinte años, quizá menos, maneja un móvil
que se acerca frecuentemente a su oído, el izquierdo, con la misma
mano con la que lleva el bastón blanco y largo que ha traído
haciéndolo oscilar, casi arrastrándolo, por el callejón que llega
a la plaza. Nos dice hola y ahora sí que respondemos todos. Toda su
cara sonríe excepto sus ojos que miran, como cada día, a ninguna
parte.
El ceremonial se completa cuando pasa
frente a nosotros un veloz todoterreno rojo y, en sentido contrario,
por nuestra misma acera, se acerca una mujer despeinada y ¿vestida?
con una bata entre rosa y salmón —y yo me pregunto, como cada
día, qué nombre le pondrían a ese color si fuera un coche y no una
bata— paseando a dos pequeños yorkshires que pelean entre
ellos por ver quién orina antes la siguiente farola. La chica ciega
se guarda el móvil en el bolsillo y ya sabemos todos que el autobús
está a punto de llegar. Al poco se oye el característico sonido
entre neumático y de gasóleo y un leve chirrido del freno con el
que evita un árbol que le dificulta el paso por la pequeña calle
que desemboca en la plaza.
Cuando el autobús abre la puerta, el
chico nervioso y desmemoriado es siempre quien la ayuda a subir. Ella
entra primero mientras los demás sacamos nuestros bonos y la
calderilla. Nunca tropieza. Sonríe al conductor, que le responde por
su nombre cuando saluda. Los otros cuatro la seguimos, el chico
delgado siempre detrás de ella, cuidando de que no tropiece con
ninguna otra persona, con una barra o un escalón. A veces parece que
quiere guiarla y está a punto de tocar su hombro y dirigirla hacia
un asiento vacío, pero finalmente no lo hace. Ella nunca duda y él
nunca llega a tocarla. Los pasajeros ya sentados son los habituales,
en los mismos asientos, las mismas posiciones de siempre. Supongo
que en sus paradas sucede lo mismo que en la nuestra, apenas unos
minutos antes. La mayoría ya manipulan sus gadgets,
smartphones, reproductores de música o pequeñas radios
portátiles. Algunos leen un libro convencional. Es todavía de noche
y no hay posibilidad de entretenerse mucho con el paisaje semioculto
por la oscuridad. Nadie nos mira al entrar. Saben que también somos
los habituales de esta parada y que nos sentaremos, como siempre, en
los asientos libres del pasillo, evitando levantarles, molestarles en
su concentrado entretenimiento.
Todas las mañanas, su protocolo
estricto: Como rellenar un formulario.
Sin embargo hoy, este frio día de
Febrero, algo está a punto de decirnos, de mostrarnos, la
diferencia. Cuando ya llegamos al centro de la ciudad y enfilamos la
avenida que la cruza desde el sur, delante de nosotros, perfectamente
visible en el gran escaparate que es la ventanilla delantera del
autobús, sobre el cielo azul intenso inmediatamente antes del
amanecer, una luna enorme y amarilla ocupa prácticamente todo el
horizonte visible, todo el espacio entre las dos filas de edificios
que delimitan la avenida. Por encima de los semáforos, un disco
magnífico y cercano, mucho más cercano que nunca, inmenso, como
debe ser esa luna
de la cosecha, la que cantaba Neil
Young, totalmente inesperada, innecesariamente espectacular y
bella. Un adorno excesivo sólo para otro día más. Un derroche,
inútil, mucho más allá de las pequeñas pantallas que iluminan con
su luz idiota la cara de los pasajeros. Una maravilla, un cambio, que
nadie va a apreciar.
Y es entonces cuando caigo en la
cuenta, cuando una breve ráfaga, sutil, de aire me lo hace llegar,
mientras la puerta se abre en la parada previa a la mía y el chico
delgado y olvidadizo abandona el autobús y mira brevemente hacia la
chica del bastón blanco que bajará dos o tres paradas más allá.
Ella sonríe de nuevo. Sin mirar a ninguna parte, de nuevo. Ambos
somos ciegos, cada uno a nuestra manera, aunque ahora yo, con mi cara
de idiota, la misma de Bill
Murray, probablemente, por fin me doy cuenta que ya sé, que creo
que lo sé o que siempre debería haberlo sabido: lo que el chico
delgado olvida y recuerda todas las mañanas antes de que ella acuda,
tan puntual.
Sí, perfume. Lavanda, creo.
2 comentarios:
Pepe, un relato lleno de sensaciones, imágenes que logra transmitir una cotidianidad única y universal.
Me encantó volver a leerte.
Abrazos
L;)
Hola!
Gracias. De paso he actualizado tu link, que lo tenía descuidado.
Un abrazo
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