lunes, 16 de abril de 2012

LA OTRA MUJER



Hay una mujer, otra mujer, en mitad de la sala del museo, de pie, a la distancia exacta para que, probablemente, el cuadro ocupe toda su visión, una mujer inmóvil, demorándose más de lo habitual –¿cuál será la media de tiempo?, piensa–, lo suficiente para que atraiga su atención, para que, hacia el final de otra jornada de completo aburrimiento –y Antonio sin llamar– , a su cerebro le toque mover, resolver lo que sea que esté pasando allí. Para eso le pagan.

Sí, la cámara con la que vigila la sala se puede manipular desde su puesto de control: centra el plano, enfoca, multiplica la escena en tres monitores, apunta en el libro de registro: la mujer se ha detenido frente al cuadro –consulta– 594 (1977-110), viste una gabardina beige, bolso color camel de asas largas –una preciosidad, piensa– y un sombrero, cómo decirlo, vintage, años treinta, le suena haberlo visto en el suplemento de moda del periódico, el que le pasó Antonio el lunes pasado antes de que se despidieran. ¿Era ése? Sí, sin duda: la cinta, el ala algo caída hacia el lado. Ella está atenta a esas cosas. La gente cree que los de seguridad, los seguratas, dicen, son tipos toscos o, si eres mujer, debes ser hombruna, de espalda ancha y más bien malencarada, por no mencionar los prejuicios sobre tu orientación sexual. La gente, los arquetipos, así les va. Pero ella es una mujer delgada, de piel clara y pelo castaño tirando a rubio, precioso, eso le dice siempre Antonio, precioso, dice. Y lo lleva bastante corto –desde la academia– pero monísimo. Aunque eso no importa ahora. Hay una mujer detenida frente a un cuadro. Así se planifican algunos robos, o quizá un ataque, una persona trastornada. No sería la primera vez.

Los demás visitantes siguen su marcha desordenada por la sala, desdibujados, fantasmales, en los monitores. Se detienen en algún cuadro, titubean, pero la mayoría pasea por el museo como por un centro comercial, esperando la oferta, algo que les capte la atención a pesar de ellos mismos sólo para poder decir «bueno, no es para tanto, me gustó más aquel otro en París» o, quizá, «¿viene la baronesa por aquí, alguna vez?». Muchos pasan más tiempo en la tienda del museo buscando souvenirs, libretitas con la estampa de Los Girasoles o abanicos con la firma de Sorolla o de algún otro pintor de los que exhibe el museo. Y son muchos, muy distintos; ella, la verdad, no entiende de arte, nunca le ha interesado mucho, no, para nada: a ella le pagan por observar y proteger. Y eso es lo que toca ahora.

La mujer a la que apunta con su cámara, la otra mujer, medirá un metro setenta, con tacones. La gabardina tres cuartos deja ver sus pantorrillas, sin medias, sin una mancha ni una variz. Qué envidia, piensa. Lleva las manos en los bolsillos. Parece que haya entrado directamente desde la calle a ver ese cuadro. Quizá llueva afuera; en la sala de seguridad no hay una ventana, sólo esa luz artificial levemente parpadeante. Puede ver el reflejo de su cara en la pantalla del monitor superpuesto a la mujer estática que sigue en su actitud rígidamente contemplativa frente al cuadro. La luz fluorescente no favorece nada, piensa, da un tono como pálido y verdoso a la piel. Sí, bueno, tiene mala cara últimamente. Menos mal que al final no han quedado, Antonio no podía, tampoco hoy. Hasta el miércoles no puede, no, hasta el jueves tarde, cambió el turno, sí, eso le dijo. Tiene que llevar a su hijo a la ortodoncia. Dice que le ilusiona el aparato, los brackets, al chaval.

Pero esa mujer, la otra mujer, hay algo raro, igual es una loca de esas que saca una navaja y rasga el cuadro. Hay gente así. Tendrá que estar atenta. Observar con detalle, quizá con la otra cámara, desde otro plano. No: bajará a la sala, quiere verla de cerca, quiere estar más cerca, no vaya a ser.

Cuando llega, en un par de minutos, no más, seguro, la mujer de la gabardina ya no está. Falsa alarma. Se habrá aburrido, por fin, habrá salido del trance que la atrapaba al cuadro. No puede evitar mirar hacia la pared que ella, que la otra mujer, miraba. Aunque ella no entiende, Antonio también se lo dice. En el cuadro hay una mujer sentada en el borde de una cama vestida con un bañador de color rosa o salmón, quizá sea lencería. Lee, o estaba leyendo: sí, el libro parece querer caerse de sus manos, un libro de bolsillo y sin embargo muy grueso, empezado hace poco, ese mismo día, probablemente. Ha dejado sus zapatos sobre la moqueta verde, junto a una maleta oscura y un bolso de viaje sin abrir. Podría estar en la habitación de una pensión, en un hotel sencillo: no hay decoración, no hay nada familiar, nada que haga pensar en un hogar. Le llama la atención su rostro, precisamente porque no se ve: su mirada, sus rasgos, están ocultos por una sombra que invade toda la cara.

Se gira, mira a su espalda: la otra mujer no vuelve, definitivamente.

Es un cuadro feo, bueno, no sabe, algo tendrá para que la gente pague por mirarlo, para estar aquí, en este museo. Pero da mal rollo, piensa, no sabría decir exactamente, tiene algo como esas tardes, como sucederá hoy mismo, en un momento, cuando Antonio le llame por teléfono, para decirle que el jueves no va a poder ser, otra vez, que su mujer no le deja escaparse, y todo, piensa, se quede así, frío, desapacible, como en sombra.

Sí, hay algo desagradable, algo violento, en ese cuadro. Hay demasiada tristeza. Sí, es eso. Una tristeza que atrapa, que aturde, en la otra mujer. Aunque ella qué va a saber, piensa: ella no entiende. Ella no entiende nada.


1 comentario:

Abel Jaime Novoa Jurado dijo...

Me ha gustado Pep... el juego entre los personajes es estupendo y el final de lo más misterioso (he hecho tres o cuatro interpretaciones sobre la mujer que mira)
Thanks man