Hay una mujer, otra mujer, en mitad de la sala del museo, de pie, a
la distancia exacta para que, probablemente, el cuadro ocupe toda su
visión, una mujer inmóvil, demorándose más de lo habitual –¿cuál
será la media de tiempo?, piensa–, lo suficiente para que atraiga
su atención, para que, hacia el final de otra jornada de completo
aburrimiento –y Antonio sin llamar– , a su cerebro le toque
mover, resolver lo que sea que esté pasando allí. Para eso le
pagan.
Sí, la cámara con la que vigila la sala se puede manipular desde su
puesto de control: centra el plano, enfoca, multiplica la escena en
tres monitores, apunta en el libro de registro: la mujer se ha
detenido frente al cuadro –consulta– 594 (1977-110), viste una
gabardina beige, bolso color camel de asas largas –una
preciosidad, piensa– y un sombrero, cómo decirlo, vintage,
años treinta, le suena haberlo visto en el suplemento de moda del
periódico, el que le pasó Antonio el lunes pasado antes de que se
despidieran. ¿Era ése? Sí, sin duda: la cinta, el ala algo caída
hacia el lado. Ella está atenta a esas cosas. La gente cree que los
de seguridad, los seguratas, dicen, son tipos toscos o, si
eres mujer, debes ser hombruna, de espalda ancha y más bien
malencarada, por no mencionar los prejuicios sobre tu orientación
sexual. La gente, los arquetipos, así les va. Pero ella es una mujer
delgada, de piel clara y pelo castaño tirando a rubio, precioso, eso
le dice siempre Antonio, precioso, dice. Y lo lleva bastante corto
–desde la academia– pero monísimo. Aunque eso no importa ahora.
Hay una mujer detenida frente a un cuadro. Así se planifican algunos
robos, o quizá un ataque, una persona trastornada. No sería la
primera vez.
Los demás visitantes siguen su marcha desordenada por la sala,
desdibujados, fantasmales, en los monitores. Se detienen en algún
cuadro, titubean, pero la mayoría pasea por el museo como por un
centro comercial, esperando la oferta, algo que les capte la atención
a pesar de ellos mismos sólo para poder decir «bueno,
no es para tanto, me gustó más aquel otro en París»
o, quizá, «¿viene la
baronesa por aquí, alguna vez?».
Muchos pasan más tiempo en la tienda del museo buscando souvenirs,
libretitas con la estampa de Los Girasoles o abanicos con la
firma de Sorolla o de algún otro pintor de los que exhibe el museo.
Y son muchos, muy distintos; ella, la verdad, no entiende de arte,
nunca le ha interesado mucho, no, para nada: a ella le pagan por
observar y proteger. Y eso es lo que toca ahora.
La mujer a la que apunta con su cámara, la otra mujer, medirá un
metro setenta, con tacones. La gabardina tres cuartos deja ver sus
pantorrillas, sin medias, sin una mancha ni una variz. Qué envidia,
piensa. Lleva las manos en los bolsillos. Parece que haya entrado
directamente desde la calle a ver ese cuadro. Quizá llueva afuera;
en la sala de seguridad no hay una ventana, sólo esa luz artificial
levemente parpadeante. Puede ver el reflejo de su cara en la pantalla
del monitor superpuesto a la mujer estática que sigue en su actitud
rígidamente contemplativa frente al cuadro. La luz fluorescente no
favorece nada, piensa, da un tono como pálido y verdoso a la piel.
Sí, bueno, tiene mala cara últimamente. Menos mal que al final no
han quedado, Antonio no podía, tampoco hoy. Hasta el miércoles no
puede, no, hasta el jueves tarde, cambió el turno, sí, eso le dijo.
Tiene que llevar a su hijo a la ortodoncia. Dice que le ilusiona el
aparato, los brackets, al chaval.
Pero esa mujer, la otra mujer, hay algo raro, igual es una loca de
esas que saca una navaja y rasga el cuadro. Hay gente así. Tendrá
que estar atenta. Observar con detalle, quizá con la otra cámara,
desde otro plano. No: bajará a la sala, quiere verla de cerca,
quiere estar más cerca, no vaya a ser.
Cuando llega, en un par de minutos, no más, seguro, la mujer de la
gabardina ya no está. Falsa alarma. Se habrá aburrido, por fin,
habrá salido del trance que la atrapaba al cuadro. No puede evitar
mirar hacia la pared que ella, que la otra mujer, miraba. Aunque ella
no entiende, Antonio también se lo dice. En el cuadro hay una mujer
sentada en el borde de una cama vestida con un bañador de color rosa
o salmón, quizá sea lencería. Lee, o estaba leyendo: sí, el libro
parece querer caerse de sus manos, un libro de bolsillo y sin embargo
muy grueso, empezado hace poco, ese mismo día, probablemente. Ha
dejado sus zapatos sobre la moqueta verde, junto a una maleta oscura
y un bolso de viaje sin abrir. Podría estar en la habitación de una
pensión, en un hotel sencillo: no hay decoración, no hay nada
familiar, nada que haga pensar en un hogar. Le llama la atención su
rostro, precisamente porque no se ve: su mirada, sus rasgos, están
ocultos por una sombra que invade toda la cara.
Se gira, mira a su espalda: la otra mujer no vuelve, definitivamente.
Es un cuadro feo, bueno, no sabe, algo tendrá para que la gente
pague por mirarlo, para estar aquí, en este museo. Pero da mal
rollo, piensa, no sabría decir exactamente, tiene algo como esas
tardes, como sucederá hoy mismo, en un momento, cuando Antonio le
llame por teléfono, para decirle que el jueves no va a poder ser,
otra vez, que su mujer no le deja escaparse, y todo, piensa, se quede
así, frío, desapacible, como en sombra.
Sí, hay algo desagradable, algo violento, en ese cuadro. Hay
demasiada tristeza. Sí, es eso. Una tristeza que atrapa, que aturde,
en la otra mujer. Aunque ella qué va a saber, piensa: ella no
entiende. Ella no entiende nada.
1 comentario:
Me ha gustado Pep... el juego entre los personajes es estupendo y el final de lo más misterioso (he hecho tres o cuatro interpretaciones sobre la mujer que mira)
Thanks man
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