sábado, 24 de marzo de 2012

DONDE HABITAN LOS MONSTRUOS



El lugar donde los monstruos se reúnen no tiene, supones, nombre. Si lo tuviera –también supones– sería tan monstruoso que, por supuesto y a la vez, sería impronunciable. Así que, cuando los monstruos se reúnen, en realidad lo hacen sin que estés muy seguro porque – te dices (aunque no te consuela del todo)– lo que no tiene nombre es muy probable que no exista. Es posible.
En este lugar que sólo lo es cuando ellos lo habitan, los monstruos toman decisiones, meditan sobre cómo el mundo reacciona a su monstruosidad, a su integración apenas disimulada e inaplazable. A veces hablan del tono del humo que decora las paredes de sus cuevas o del precio de la leña con el que las calientan. O de los gritos que sólo ellos pueden percibir cuando los árboles, recién muertos, se queman. Eso les suele hacer reír.

Pero, la verdad, en la asamblea de los monstruos no se habla demasiado y lo que se dice es siempre tan desagradable que, paradójicamente, podría considerarse incluso irrelevante. Lo que importa –te dices (aunque no estás muy seguro)– son las miradas, la actitud y, más allá de eso, fundamentalmente, la propia presencia de esos monstruos, una presencia enorme, casi divina, los monstruos en majestad. Alrededor de cada uno de ellos, una aureola perfectamente perceptible comunica su poder, los tesoros robados, los territorios arrasados, un nimbo dibujado con la sangre derramada. Así ha sido desde el principio de los tiempos y nadie se sustrae a estas leyes. Ni siquiera se trata de la ley del más fuerte. Ser fuerte es tan sólo un requisito, donde los monstruos habitan.

Entre los monstruos no se dan relaciones de influencia, no se hace lobby (a esto se dedican más los duendes y las hadas). Los monstruos son sólo poder, poder en estado puro, administran lo que se debe hacer, quién, dónde, cuándo, cuánto se debe hacer. Al exiguo residuo no administrado por ellos algunos le han llamado “derechos” pero realmente –supones (pero te gustaría que ese pensamiento nunca se te hubiera pasado por la cabeza)– se trata de un espacio que los monstruos no han decidido, todavía, ocupar. En cualquier caso, es un espacio pequeño, una burbuja de aire en el lodazal en el que se debaten sus administrados, un imperceptible alveolo en su pan enmohecido.

La asamblea de los monstruos no se nombra, no se decide, no hay elección: los que acuden lo hacen porque saben que se trata del lugar al que su monstruosidad les dirige, lo que su monstruosidad les exige, la topografía natural que se dibuja en el mapa del horror. Un mapa trazado con toda la devastación que seas capaz de imaginar puede darte alguna pista –te dices (pero prefieres no mirar)– si pretendes deducir dónde o cómo podría ser ese lugar. Los que intuyen su existencia lo han asimilado al infierno pero éste es poco más que una aproximación, un esbozo. Una franquicia. Una representación artística. Cuentos para niños.

En los monstruos lo monstruoso comienza a crecer como un leve síntoma, como esas décimas de fiebre a las que no hacemos caso por irrelevantes y luego resultan en una septicemia, una infección generalizada, la pérdida del control sobre nuestra propia identidad, sobre nuestro cuerpo. Sin embargo no hay nada definitivamente enfermo en los monstruos. Al contrario, en ellos se ha formulado una suerte de segunda maduración, una transformación que los ha convertido en seres poderosos y, por ello, profundamente humanos (por ser mucho o más allá que sólo eso). Todo monstruo aloja desde siempre, desde antes de serlo, esa potencia, una posibilidad, una metamorfosis en un übermensh –te dices (lo leíste en alguna parte aunque a ellos no les gustaría ese nombre ni ningún otro)– en su interior agazapado como una mariposa que espera que el gusano se decida, de una vez, a hacer lo que tiene que hacer, lo que sabe que hay que hacer: alimentarla de dolor, darle alas y deseo.

Su lenguaje es tosco. Utilizan pocas palabras (desconfían de ellas), odian los adjetivos, nunca matizan con adverbios ni son capaces de proposiciones subordinadas. Son unos fanáticos, en cambio, de los verbos (que generalmente utilizan en infinitivo ya que no distinguen entre su deseo y lo que sucederá o lo que sucedió: sus deseos, simplemente, suceden). Las palabras son límites, acotaciones, murallas. Ellos no toleran algo así: el lugar donde habitan los monstruos no tiene límites y es precisamente por ello que en ese lugar arraigan y proliferan,

A mi me ha sido otorgado el privilegio de observarles y también de observarte, de adivinarte –te dices (y yo, simplemente, lo sé)–. Cuando aparezco, de hecho, ellos ya están allí: de alguna forma somos simultáneos, necesarios. Yo sé quiénes son, quiénes han sido y quiénes serán. Sé dónde encontrarles, dónde se reunirán, de dónde surgen. Podría decir que, de alguna forma, les convoco, les emplazo. Y, de la misma forma y por algún motivo que se me escapa, me he hecho transparente a su mirada y parecen no poder ni siquiera olerme (ellos que tienen un olfato afilado y, si me permites el desliz, panóptico).
Yo siempre estuve aquí. Sin mi presencia ellos no existirían. Escribo la crónica y genero su leyenda. Los hago posibles al definirlos, individualizarlos, describirlos. Sin mí sólo serían una masa sin forma, serían “la monstruosidad”, serían abstractos, serían agua, no una ola de diez metros, serían fuego, pero no llamas que ascienden por la escalera de tu casa, serían un cáncer, no ese bulto latiente que has notado en el cuello. Bajo mi mirada, entre mis palabras, ellos se encarnan, surgen y los temes –te dices (y esta vez estás en lo cierto)–.

No estoy seguro de qué o quién me otorgó esta posición. He sido profeta, escriba, contable, predicador; he inspirado a poetas y escritores y les he susurrado mitos, augurios, revelaciones. He sido, a la vez, timonel y sirena de muchos viajes. Aunque es posible que mi aspecto te confunda. Puedo parecer un ángel, una luz, una llama que nunca se extingue en una zarza en el desierto o un escrito lleno de incógnitas, de símbolos arcanos necesitados de sutiles interpretaciones. Puedo parecer muchas cosas, puedo ser difícil de reconocer. Como ellos, soy sagrado, inextinguible, inmortal.

Sólo –te dices (y sabes que no es la palabra adecuada)– soy tu miedo. Tan humano.

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