El lugar donde los monstruos se reúnen
no tiene, supones, nombre. Si lo tuviera –también supones–
sería tan monstruoso que, por supuesto y a la vez, sería
impronunciable. Así que, cuando los monstruos se reúnen, en
realidad lo hacen sin que estés muy seguro porque – te dices
(aunque no te consuela del todo)– lo que no tiene nombre es muy
probable que no exista. Es posible.
En este lugar que sólo lo es cuando
ellos lo habitan, los monstruos toman decisiones, meditan sobre cómo
el mundo reacciona a su monstruosidad, a su integración apenas
disimulada e inaplazable. A veces hablan del tono del humo que decora
las paredes de sus cuevas o del precio de la leña con el que las
calientan. O de los gritos que sólo ellos pueden percibir cuando los
árboles, recién muertos, se queman. Eso les suele hacer reír.
Pero, la verdad, en la asamblea de los
monstruos no se habla demasiado y lo que se dice es siempre tan
desagradable que, paradójicamente, podría considerarse incluso
irrelevante. Lo que importa –te dices (aunque no estás muy
seguro)– son las miradas, la actitud y, más allá de eso,
fundamentalmente, la propia presencia de esos monstruos, una
presencia enorme, casi divina, los monstruos en majestad. Alrededor
de cada uno de ellos, una aureola perfectamente perceptible comunica
su poder, los tesoros robados, los territorios arrasados, un nimbo
dibujado con la sangre derramada. Así ha sido desde el principio de
los tiempos y nadie se sustrae a estas leyes. Ni siquiera se trata de
la ley del más fuerte. Ser fuerte es tan sólo un requisito, donde
los monstruos habitan.
Entre los monstruos no se dan
relaciones de influencia, no se hace lobby (a esto se dedican
más los duendes y las hadas). Los monstruos son sólo poder, poder
en estado puro, administran lo que se debe hacer, quién, dónde,
cuándo, cuánto se debe hacer. Al exiguo residuo no administrado por
ellos algunos le han llamado “derechos” pero realmente –supones
(pero te gustaría que ese pensamiento nunca se te hubiera pasado por
la cabeza)– se trata de un espacio que los monstruos no han
decidido, todavía, ocupar. En cualquier caso, es un espacio pequeño,
una burbuja de aire en el lodazal en el que se debaten sus
administrados, un imperceptible alveolo en su pan enmohecido.
La asamblea de los monstruos no se
nombra, no se decide, no hay elección: los que acuden lo hacen porque
saben que se trata del lugar al que su monstruosidad les dirige, lo
que su monstruosidad les exige, la topografía natural que se dibuja
en el mapa del horror. Un mapa trazado con toda la devastación que
seas capaz de imaginar puede darte alguna pista –te dices (pero
prefieres no mirar)– si pretendes deducir dónde o cómo podría
ser ese lugar. Los que intuyen su existencia lo han asimilado al
infierno pero éste es poco más que una aproximación, un esbozo.
Una franquicia. Una representación artística. Cuentos para niños.
En los monstruos lo monstruoso
comienza a crecer como un leve síntoma, como esas décimas de fiebre
a las que no hacemos caso por irrelevantes y luego resultan en una
septicemia, una infección generalizada, la pérdida del control
sobre nuestra propia identidad, sobre nuestro cuerpo. Sin embargo no
hay nada definitivamente enfermo en los monstruos. Al contrario, en
ellos se ha formulado una suerte de segunda maduración, una
transformación que los ha convertido en seres poderosos y, por ello,
profundamente humanos (por ser mucho o más allá que sólo eso).
Todo monstruo aloja desde siempre, desde antes de serlo, esa
potencia, una posibilidad, una metamorfosis en un übermensh
–te dices (lo leíste en alguna parte aunque a ellos no les
gustaría ese nombre ni ningún otro)– en su interior agazapado
como una mariposa que espera que el gusano se decida, de una vez, a
hacer lo que tiene que hacer, lo que sabe que hay que hacer:
alimentarla de dolor, darle alas y deseo.
Su lenguaje es tosco. Utilizan pocas
palabras (desconfían de ellas), odian los adjetivos, nunca matizan
con adverbios ni son capaces de proposiciones subordinadas. Son unos
fanáticos, en cambio, de los verbos (que generalmente utilizan en
infinitivo ya que no distinguen entre su deseo y lo que sucederá o
lo que sucedió: sus deseos, simplemente, suceden). Las palabras son
límites, acotaciones, murallas. Ellos no toleran algo así: el lugar
donde habitan los monstruos no tiene límites y es precisamente por
ello que en ese lugar arraigan y proliferan,
A mi me ha sido otorgado el privilegio
de observarles y también de observarte, de adivinarte –te dices (y
yo, simplemente, lo sé)–. Cuando aparezco, de hecho, ellos ya
están allí: de alguna forma somos simultáneos, necesarios. Yo sé
quiénes son, quiénes han sido y quiénes serán. Sé dónde
encontrarles, dónde se reunirán, de dónde surgen. Podría decir
que, de alguna forma, les convoco, les emplazo. Y, de la misma forma
y por algún motivo que se me escapa, me he hecho transparente a su
mirada y parecen no poder ni siquiera olerme (ellos que tienen un
olfato afilado y, si me permites el desliz, panóptico).
Yo siempre estuve aquí. Sin mi
presencia ellos no existirían. Escribo la crónica y genero su
leyenda. Los hago posibles al definirlos, individualizarlos,
describirlos. Sin mí sólo serían una masa sin forma, serían “la
monstruosidad”, serían abstractos, serían agua, no una ola de
diez metros, serían fuego, pero no llamas que ascienden por la
escalera de tu casa, serían un cáncer, no ese bulto latiente que
has notado en el cuello. Bajo mi mirada, entre mis palabras, ellos se
encarnan, surgen y los temes –te dices (y esta vez estás en lo
cierto)–.
No estoy seguro de qué o quién me
otorgó esta posición. He sido profeta, escriba, contable,
predicador; he inspirado a poetas y escritores y les he susurrado
mitos, augurios, revelaciones. He sido, a la vez, timonel y sirena de
muchos viajes. Aunque es posible que mi aspecto te confunda. Puedo
parecer un ángel, una luz, una llama que nunca se extingue en una
zarza en el desierto o un escrito lleno de incógnitas, de símbolos
arcanos necesitados de sutiles interpretaciones. Puedo parecer muchas
cosas, puedo ser difícil de reconocer. Como ellos, soy sagrado,
inextinguible, inmortal.
Sólo –te dices (y sabes que no es
la palabra adecuada)– soy tu miedo. Tan humano.
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