Apenas un roce, nada del
otro mundo. El tipo de la chaqueta gris probablemente no lo ha
notado. Parece pasear sin un trayecto planeado, quizá se desplaza de
la oficina a un bar para comer algo o regresa de nuevo, en un
movimiento furtivo, al apartamento donde lo espera su amante ¿quién
sabe? Pero ha sucedido: al pasar junto a tu moto, esa scooter
de color azul marino, 125 centímetros cúbicos de fabricación
coreana que descansa levemente inclinada en mitad de la acera —no
es para tanto, todo el mundo lo hace—
no ha calculado bien. Seguramente va distraído pensando en el
paisaje urbano o en el trabajo o en que debería, por fin, decírselo
a su mujer: esto no puede seguir así, tenemos que hablar, pasó casi
sin que nos diéramos cuenta, ya sabes cómo son estas cosas. No
importa realmente.
El caso es que el tipo
de la chaqueta gris ha golpeado, no, ha rozado, sí, ha sucedido así,
ha sido sólo un roce lo que ha desviado, levemente, el espejo
retrovisor derecho de tu scooter azul.
El momento, efímero, el movimiento, mínimo, pero el ángulo ya es
otro. Si estuvieras sentado en esta acera que yo estoy ahora
imaginando, quizá no te habrías dado cuenta tampoco, pero el
reflejo del sol que el espejo de tu moto proyectaba sobre la pared
roja del edificio de enfrente se ha desplazado más de un metro. Aquí
un cambio de ángulo mínimo y, del otro lado, más de un metro.
Trigonometría. Nada del otro mundo.
Así que, cuando llegas
junto a tu moto, satisfecho de haber comprado un libro de Vila-Matas
que habla de cómo Vila-Matas escribe un libro o de cómo un
personaje de un libro de Vila-Matas reflexiona sobre cómo escribir
un libro, no percibes esa corrección, esa desviación, ese mínimo
ángulo más abierto. Abres el cofre trasero y dejas caer el bolso
que atesora ese libro tan nuevo y tan metaliterario que te has
regalado ¿quién si no te lo iba a regalar? y, en una maniobra
automática que casi no percibes por repetida, cien veces, mil veces
repetida, te colocas el casco, te ajustas los guantes, te abrochas el
anorak. La moto se pone a rodar y te desplazas con ella ya sin prisa,
tienes todo el día por delante, una jornada libre del trabajo, la
empresa te la debía después de esa espantosa campaña navideña.
Disfrutas —aunque tampoco pareces darte cuenta— de un precioso
sol de invierno, de un día claro donde todo parece enfocado,
esculpido, trazado línea a línea, detalle a detalle. Todo es nítido
para ti, aunque no prestas mucha atención: todo resulta
espectacularmente visible salvo ese pequeño detalle, la mínima
desviación del espejo retrovisor, nada del otro mundo.
El tráfico es torpe,
lento, como tantas veces. No se trata del habitual atasco de las
nueve, cuando las calles se llenan de coches y autobuses donde los
niños son transportados hacia sus colegios, de la cama al desayuno,
del desayuno al pupitre. Como si todos los niños, o todos los
padres, hubieran escogido el colegio más alejado, la posibilidad más
incómoda. Quizá deba ser así. Pero tú no tienes niños, nadie te
espera en casa. Juani no volverá hasta el Viernes, estará en Madrid
toda la semana. No, no hay ningún niño, no hay ningún atasco, son
más de las once aunque parece que todo el mundo ha decidido moverse
por la ciudad. No importa, serpenteas entre los coches, siempre
llegas el primero al siguiente semáforo en rojo, siempre sales,
después, también el primero hasta el siguiente semáforo otra vez
en rojo. Para eso te compraste la scooter, no
soportas esperar. Aunque podrías haberte estirado más. Te lo podías
permitir, aquella Triumph, como la que llevaba Dylan te dijeron,
vintage, precisaron en el concesionario, sí, pero tecnología
a la última, azul celeste, ¿un poco hortera? No, bien pensado: eres
sensato, no te dejas llevar por el primer impulso, la scooter
es más cómoda. No hay que darle más vueltas. Total, sólo es para
ir de casa al trabajo y del trabajo a casa. Viajar en moto debe ser
tan incómodo, cuando menos lo esperas te sorprende la lluvia, aunque
aquí, en esta ciudad, parece que no llueva nunca, pero si no es la
lluvia será el frío o una ventolera. Calla, calla. Para nada. Para
los viajes largos ya está el coche. Y es más seguro. La gente
parece que no sabe conducir, coño. Mira ése. ¿Les cuesta tanto
poner el intermitente? Y luego están las rotondas, joder, que parece
que siempre hay que circular por el carril del medio y empezar a
cruzarse y a cerrarte, como si todo diera igual, que se creen que van
solos por la calle. Pero bueno ¿qué hace ese tío? ¿Te has fijado?
Es cierto, lo del espejo
apenas ha sido un desplazamiento mínimo. Nadie lo ha visto. Nadie ha
podido ver al tipo de la chaqueta gris moviendo el retrovisor derecho
de tu moto. Él tampoco se ha dado cuenta. Pero ha sucedido. Lo ha
movido de dentro hacia fuera, ha tropezado del lado de su propio
reflejo —podríamos decir que ha tropezado consigo mismo— de
modo que el ángulo se ha abierto quizá 5 o 10 grados, nada del otro
mundo. De hecho llevas ya un buen rato conduciendo y has mirado
varias veces hacia ese espejo sin haber notado que no mira (¿miran,
los espejos?) en la dirección habitual, en el ángulo con el que tan
cuidadosamente lo habías colocado. Eres bastante ordenado con estas
cosas, corriges la posición del espejo a menudo, lo mantienes
siempre limpio. No eres como esos jovencitos que incluso los
desmontan para que su moto luzca más agresiva, para demostrar que no
tienen miedo, que están dispuestos a cualquier cosa, un motivo a
juego con sus desafiantes, consecuentes, vagamente inconscientes “¿te
llevo?”. No, tu espejo sigue reflejando fiel y escrupulosamente la
calle, el tráfico que vas dejando atrás, los peatones que han
empezado a cruzar por el semáforo que has pasado en ámbar, casi te
ve el policía en prácticas que ordenaba el cruce. El cambio de
orientación del reflejo es tan leve que no lo puedes percibir
fácilmente. Son estas cosas, los detalles, ya sabes, el demonio está
en los detalles, dicen, y nadie ha visto al tipo de la chaqueta gris,
nadie te lo ha podido advertir, ese minúsculo cambio, el movimiento
irrelevante que se ha producido del mismo modo que el viento desplaza
una bolsa de plástico por el suelo, o una hoja, del mismo modo que
una mota de polvo retrasa la manecilla de un reloj hasta ese momento
tan preciso, tan exacto, tan reloj. Nada del otro mundo, por
supuesto.
Claro que, si pudieras
calcularlo en este instante, la sutil modificación del ángulo hace
que lo que ocurre apenas dos metros atrás, a tu derecha, no se vea
correctamente reflejado en la pequeña y limpia —sí,
es cierto, eres muy meticuloso con estas cosas—
superficie del espejo ovalado. Resulta gracioso cómo la vibración
del motor hace que la imagen se vea casi como en esas películas de
cine mudo y, sin embargo, todo es perfectamente reconocible. Nuestro
cerebro corrige el error. Te hace reflexionar sobre la imagen: la
imagen la pensamos (se trata de una
reconstrucción, una ficción, al fin y al cabo) y se impone,
superior, a la realidad, temblorosa, impracticable. Sí, podemos
seguir con la comparación: como en esas películas subtituladas que,
en cuanto llevas quince minutos, ya no te das cuenta de que estás
leyendo. Un poco más tarde ni siquiera es una película; es tan
mentira y tan real a la vez. A Juani le encantan esas películas
antiguas. No, las mudas no, las de los años cuarenta y cincuenta,
cualquiera en blanco y negro, con esas historias trabadas, espesas
como el barro, las de Bette Davies sobre todo. La verdad es que antes
la llevabas más al cine, incluso a la filmoteca cuando ponían una
de ésas, pero ahora casi no salís de casa. Nos hacemos comodones
con la edad, pero ¿qué edad? ¡si apenas has cumplido cuarenta y
cinco! ¡si estás como un chaval! ¿quién adivinaría tu edad?:
ágil, sin una cana, reflejos rápidos, movimientos precisos, un
magnífico ejemplar de adulto joven urbano en su scooter azul.
Te ríes, envuelto en tu casco; nadie lo ve.
No, no puedes saberlo.
Tampoco es tu especialidad (lo tuyo es “Comercial y Promociones”)
pero si supieras algo más de esto, estarías pensando que la calidad
de un sistema complejo se puede deducir del elemento más débil, del
objeto peor ensamblado de la cadena. El mejor equipo de música
reproducirá un sonido desastroso si los altavoces son baratos o
incluso si tan sólo uno de los tweeters se ha estropeado,
quizá también por un leve golpe, también sólo un roce. Esas cosas
de los especialistas de la calidad, siempre persiguiendo metáforas
industriales. Podrías también haberte dedicado a eso, nada del otro
mundo, desde luego.
Alguien que pudiera
describir la escena desde el aire, una cámara que te siguiera a
todas partes en tu pequeño viaje en moto de la librería hacia casa
¿porque vas a casa, verdad?, alguien así, digamos, un narrador
omnisciente, diría que ahora mismo, en tu scooter, formas
parte de un sistema complejo: eres un elemento
más ensamblado al tráfico de una ciudad mediana, en cualquier día
laboral del año. Señales, transeúntes, bicicletas, semáforos
—muchos, demasiados
semáforos—, vehículos
a motor de variadas cilindradas, tipos, configuraciones, conductores
de distintas edades, podríamos hablar de una horquilla entre los 18
y los 83 años, con una media de 35,7, algunos distraídos, otros
preocupados, muchos llevan música, incluso algunos que conducen en
una especie de “modo inconsciente” y no recordarían los detalles
del trayecto si les preguntaras al llegar, dondequiera que vayan.
Desde luego, así es: un observador independiente podría tratar de
describir este sistema complejo, un conjunto de
demasiados factores para poder ser controlados de forma independiente
y que genera un flujo discontinuo, pero un flujo al fin y al cabo que
es fácil de analizar desde una perspectiva física, desde las
teorías de la dinámica de fluidos, como la sangre que se desplaza
por nuestras venas. Lo habrás experimentado alguna vez, seguro,
aunque no hayas sido del todo consciente: se produce un accidente en
el carril contrario y todos disminuimos levemente la velocidad, se
ralentiza el tráfico en ese segmento y se genera un efecto de onda,
un pulso, todo el tráfico queda irremediablemente condenado a
enlentecerse en ese punto, obligando a frenar incluso a los raros
conductores que no quieran curiosear en el desastre que ha ocurrido
del otro lado, en dirección contraria. Desde el cielo parecería una
ola, una única ola inmóvil compuesta por cientos de coches en
movimiento. Junto a una pequeña mancha roja y algo de humo y las
luces intermitentes y llamativas de la policía, de la ambulancia,
los bomberos.
Porque ignorabas todo
esto, pero eso es lo que ha ocurrido, nada del otro mundo. Nada que
pudieras anticipar. Algo propio de estos sistemas complejos, disculpa
que sea tan insistente. El ángulo de un espejo apenas desviado, un
detalle más entre millones de gestos, objetos, trayectorias,
diseños, planes, pensamientos que te rodean. Eso, únicamente eso,
es lo que, realmente, ha pasado. Podrías llamarlo azar si no hubiera
sido por el tipo de la chaqueta gris, al que ni siquiera conoces y,
desde luego, ya no conocerás. Para ti sólo era otra maniobra más,
casi automática, apenas consciente, de las miles que has realizado
desde que has cogido la moto, desde que has cargado tu libro de
Vila-Matas en el cofre, quizá Juani lo lea un día de estos, aunque
a ella no le gusta Vila-Matas. Una maniobra sencilla pero en la que
no has visto —la trigonometría ¿recuerdas?— no podías, el
coche que iba, sí, es cierto, demasiado rápido, por el carril de tu
derecha cuando te has desviado, me atrevería a decir que un poco
bruscamente ¿en qué estabas pensando? y has invadido su
trayectoria. Se ha oído el frenazo y el grito de una mujer que
esperaba para cruzar la calle. Tú, probablemente, ya no has oído
nada pero ha sido un grito terrible, te lo aseguro. Algo realmente
inesperado. Y eso que a Juani se lo has dicho muchas veces, cuando te
llevaba en el coche —ella nunca cogería una moto— : le has
hablado de todo eso, del azar, del tráfico, de los sistemas
complejos y del “ángulo muerto”.
Trigonometría, decías.
Nada del otro mundo.
2 comentarios:
¡ Que historia tan bien contada !. Me encanta porque sólo describe un accidente que ocurre en segundos pero qué segundos tan bien analizados. Sólo espero que no sea real y esto que escribes te haya ocurrido a ti. Gracias por tu relato.
Besos:
Asun
No, aquí sigo.
Fiction is fiction. Aunque mi moto sí responde a la descripción (y soy cuidadoso con los espejos, that's "faction"; pero no les tengo miedo como Borges: eso es ¿leyenda?). Vaya lio.
Gracias, Asun.
PD: salvo anuncios de conciertos y espistemología aplicada, casi todo lo que se lee aquí (gracias a los que entráis) es ficción. Cualquier parecido con la realidad es un éxito del redactor.
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