viernes, 10 de febrero de 2012

NADA DEL OTRO MUNDO







Apenas un roce, nada del otro mundo. El tipo de la chaqueta gris probablemente no lo ha notado. Parece pasear sin un trayecto planeado, quizá se desplaza de la oficina a un bar para comer algo o regresa de nuevo, en un movimiento furtivo, al apartamento donde lo espera su amante ¿quién sabe? Pero ha sucedido: al pasar junto a tu moto, esa scooter de color azul marino, 125 centímetros cúbicos de fabricación coreana que descansa levemente inclinada en mitad de la acera no es para tanto, todo el mundo lo hace no ha calculado bien. Seguramente va distraído pensando en el paisaje urbano o en el trabajo o en que debería, por fin, decírselo a su mujer: esto no puede seguir así, tenemos que hablar, pasó casi sin que nos diéramos cuenta, ya sabes cómo son estas cosas. No importa realmente. 

El caso es que el tipo de la chaqueta gris ha golpeado, no, ha rozado, sí, ha sucedido así, ha sido sólo un roce lo que ha desviado, levemente, el espejo retrovisor derecho de tu scooter azul. El momento, efímero, el movimiento, mínimo, pero el ángulo ya es otro. Si estuvieras sentado en esta acera que yo estoy ahora imaginando, quizá no te habrías dado cuenta tampoco, pero el reflejo del sol que el espejo de tu moto proyectaba sobre la pared roja del edificio de enfrente se ha desplazado más de un metro. Aquí un cambio de ángulo mínimo y, del otro lado, más de un metro. Trigonometría. Nada del otro mundo. 

Así que, cuando llegas junto a tu moto, satisfecho de haber comprado un libro de Vila-Matas que habla de cómo Vila-Matas escribe un libro o de cómo un personaje de un libro de Vila-Matas reflexiona sobre cómo escribir un libro, no percibes esa corrección, esa desviación, ese mínimo ángulo más abierto. Abres el cofre trasero y dejas caer el bolso que atesora ese libro tan nuevo y tan metaliterario que te has regalado ¿quién si no te lo iba a regalar? y, en una maniobra automática que casi no percibes por repetida, cien veces, mil veces repetida, te colocas el casco, te ajustas los guantes, te abrochas el anorak. La moto se pone a rodar y te desplazas con ella ya sin prisa, tienes todo el día por delante, una jornada libre del trabajo, la empresa te la debía después de esa espantosa campaña navideña. Disfrutas —aunque tampoco pareces darte cuenta— de un precioso sol de invierno, de un día claro donde todo parece enfocado, esculpido, trazado línea a línea, detalle a detalle. Todo es nítido para ti, aunque no prestas mucha atención: todo resulta espectacularmente visible salvo ese pequeño detalle, la mínima desviación del espejo retrovisor, nada del otro mundo.

El tráfico es torpe, lento, como tantas veces. No se trata del habitual atasco de las nueve, cuando las calles se llenan de coches y autobuses donde los niños son transportados hacia sus colegios, de la cama al desayuno, del desayuno al pupitre. Como si todos los niños, o todos los padres, hubieran escogido el colegio más alejado, la posibilidad más incómoda. Quizá deba ser así. Pero tú no tienes niños, nadie te espera en casa. Juani no volverá hasta el Viernes, estará en Madrid toda la semana. No, no hay ningún niño, no hay ningún atasco, son más de las once aunque parece que todo el mundo ha decidido moverse por la ciudad. No importa, serpenteas entre los coches, siempre llegas el primero al siguiente semáforo en rojo, siempre sales, después, también el primero hasta el siguiente semáforo otra vez en rojo. Para eso te compraste la scooter, no soportas esperar. Aunque podrías haberte estirado más. Te lo podías permitir, aquella Triumph, como la que llevaba Dylan te dijeron, vintage, precisaron en el concesionario, sí, pero tecnología a la última, azul celeste, ¿un poco hortera? No, bien pensado: eres sensato, no te dejas llevar por el primer impulso, la scooter es más cómoda. No hay que darle más vueltas. Total, sólo es para ir de casa al trabajo y del trabajo a casa. Viajar en moto debe ser tan incómodo, cuando menos lo esperas te sorprende la lluvia, aunque aquí, en esta ciudad, parece que no llueva nunca, pero si no es la lluvia será el frío o una ventolera. Calla, calla. Para nada. Para los viajes largos ya está el coche. Y es más seguro. La gente parece que no sabe conducir, coño. Mira ése. ¿Les cuesta tanto poner el intermitente? Y luego están las rotondas, joder, que parece que siempre hay que circular por el carril del medio y empezar a cruzarse y a cerrarte, como si todo diera igual, que se creen que van solos por la calle. Pero bueno ¿qué hace ese tío? ¿Te has fijado?

Es cierto, lo del espejo apenas ha sido un desplazamiento mínimo. Nadie lo ha visto. Nadie ha podido ver al tipo de la chaqueta gris moviendo el retrovisor derecho de tu moto. Él tampoco se ha dado cuenta. Pero ha sucedido. Lo ha movido de dentro hacia fuera, ha tropezado del lado de su propio reflejo —podríamos decir que ha tropezado consigo mismo— de modo que el ángulo se ha abierto quizá 5 o 10 grados, nada del otro mundo. De hecho llevas ya un buen rato conduciendo y has mirado varias veces hacia ese espejo sin haber notado que no mira (¿miran, los espejos?) en la dirección habitual, en el ángulo con el que tan cuidadosamente lo habías colocado. Eres bastante ordenado con estas cosas, corriges la posición del espejo a menudo, lo mantienes siempre limpio. No eres como esos jovencitos que incluso los desmontan para que su moto luzca más agresiva, para demostrar que no tienen miedo, que están dispuestos a cualquier cosa, un motivo a juego con sus desafiantes, consecuentes, vagamente inconscientes “¿te llevo?”. No, tu espejo sigue reflejando fiel y escrupulosamente la calle, el tráfico que vas dejando atrás, los peatones que han empezado a cruzar por el semáforo que has pasado en ámbar, casi te ve el policía en prácticas que ordenaba el cruce. El cambio de orientación del reflejo es tan leve que no lo puedes percibir fácilmente. Son estas cosas, los detalles, ya sabes, el demonio está en los detalles, dicen, y nadie ha visto al tipo de la chaqueta gris, nadie te lo ha podido advertir, ese minúsculo cambio, el movimiento irrelevante que se ha producido del mismo modo que el viento desplaza una bolsa de plástico por el suelo, o una hoja, del mismo modo que una mota de polvo retrasa la manecilla de un reloj hasta ese momento tan preciso, tan exacto, tan reloj. Nada del otro mundo, por supuesto.

Claro que, si pudieras calcularlo en este instante, la sutil modificación del ángulo hace que lo que ocurre apenas dos metros atrás, a tu derecha, no se vea correctamente reflejado en la pequeña y limpia sí, es cierto, eres muy meticuloso con estas cosas superficie del espejo ovalado. Resulta gracioso cómo la vibración del motor hace que la imagen se vea casi como en esas películas de cine mudo y, sin embargo, todo es perfectamente reconocible. Nuestro cerebro corrige el error. Te hace reflexionar sobre la imagen: la imagen la pensamos (se trata de una reconstrucción, una ficción, al fin y al cabo) y se impone, superior, a la realidad, temblorosa, impracticable. Sí, podemos seguir con la comparación: como en esas películas subtituladas que, en cuanto llevas quince minutos, ya no te das cuenta de que estás leyendo. Un poco más tarde ni siquiera es una película; es tan mentira y tan real a la vez. A Juani le encantan esas películas antiguas. No, las mudas no, las de los años cuarenta y cincuenta, cualquiera en blanco y negro, con esas historias trabadas, espesas como el barro, las de Bette Davies sobre todo. La verdad es que antes la llevabas más al cine, incluso a la filmoteca cuando ponían una de ésas, pero ahora casi no salís de casa. Nos hacemos comodones con la edad, pero ¿qué edad? ¡si apenas has cumplido cuarenta y cinco! ¡si estás como un chaval! ¿quién adivinaría tu edad?: ágil, sin una cana, reflejos rápidos, movimientos precisos, un magnífico ejemplar de adulto joven urbano en su scooter azul. Te ríes, envuelto en tu casco; nadie lo ve.

No, no puedes saberlo. Tampoco es tu especialidad (lo tuyo es “Comercial y Promociones”) pero si supieras algo más de esto, estarías pensando que la calidad de un sistema complejo se puede deducir del elemento más débil, del objeto peor ensamblado de la cadena. El mejor equipo de música reproducirá un sonido desastroso si los altavoces son baratos o incluso si tan sólo uno de los tweeters se ha estropeado, quizá también por un leve golpe, también sólo un roce. Esas cosas de los especialistas de la calidad, siempre persiguiendo metáforas industriales. Podrías también haberte dedicado a eso, nada del otro mundo, desde luego. 

Alguien que pudiera describir la escena desde el aire, una cámara que te siguiera a todas partes en tu pequeño viaje en moto de la librería hacia casa ¿porque vas a casa, verdad?, alguien así, digamos, un narrador omnisciente, diría que ahora mismo, en tu scooter, formas parte de un sistema complejo: eres un elemento más ensamblado al tráfico de una ciudad mediana, en cualquier día laboral del año. Señales, transeúntes, bicicletas, semáforos muchos, demasiados semáforos, vehículos a motor de variadas cilindradas, tipos, configuraciones, conductores de distintas edades, podríamos hablar de una horquilla entre los 18 y los 83 años, con una media de 35,7, algunos distraídos, otros preocupados, muchos llevan música, incluso algunos que conducen en una especie de “modo inconsciente” y no recordarían los detalles del trayecto si les preguntaras al llegar, dondequiera que vayan. Desde luego, así es: un observador independiente podría tratar de describir este sistema complejo, un conjunto de demasiados factores para poder ser controlados de forma independiente y que genera un flujo discontinuo, pero un flujo al fin y al cabo que es fácil de analizar desde una perspectiva física, desde las teorías de la dinámica de fluidos, como la sangre que se desplaza por nuestras venas. Lo habrás experimentado alguna vez, seguro, aunque no hayas sido del todo consciente: se produce un accidente en el carril contrario y todos disminuimos levemente la velocidad, se ralentiza el tráfico en ese segmento y se genera un efecto de onda, un pulso, todo el tráfico queda irremediablemente condenado a enlentecerse en ese punto, obligando a frenar incluso a los raros conductores que no quieran curiosear en el desastre que ha ocurrido del otro lado, en dirección contraria. Desde el cielo parecería una ola, una única ola inmóvil compuesta por cientos de coches en movimiento. Junto a una pequeña mancha roja y algo de humo y las luces intermitentes y llamativas de la policía, de la ambulancia, los bomberos.

Porque ignorabas todo esto, pero eso es lo que ha ocurrido, nada del otro mundo. Nada que pudieras anticipar. Algo propio de estos sistemas complejos, disculpa que sea tan insistente. El ángulo de un espejo apenas desviado, un detalle más entre millones de gestos, objetos, trayectorias, diseños, planes, pensamientos que te rodean. Eso, únicamente eso, es lo que, realmente, ha pasado. Podrías llamarlo azar si no hubiera sido por el tipo de la chaqueta gris, al que ni siquiera conoces y, desde luego, ya no conocerás. Para ti sólo era otra maniobra más, casi automática, apenas consciente, de las miles que has realizado desde que has cogido la moto, desde que has cargado tu libro de Vila-Matas en el cofre, quizá Juani lo lea un día de estos, aunque a ella no le gusta Vila-Matas. Una maniobra sencilla pero en la que no has visto —la trigonometría ¿recuerdas?— no podías, el coche que iba, sí, es cierto, demasiado rápido, por el carril de tu derecha cuando te has desviado, me atrevería a decir que un poco bruscamente ¿en qué estabas pensando? y has invadido su trayectoria. Se ha oído el frenazo y el grito de una mujer que esperaba para cruzar la calle. Tú, probablemente, ya no has oído nada pero ha sido un grito terrible, te lo aseguro. Algo realmente inesperado. Y eso que a Juani se lo has dicho muchas veces, cuando te llevaba en el coche —ella nunca cogería una moto— : le has hablado de todo eso, del azar, del tráfico, de los sistemas complejos y del “ángulo muerto”.
Trigonometría, decías. Nada del otro mundo.

2 comentarios:

Unknown dijo...

¡ Que historia tan bien contada !. Me encanta porque sólo describe un accidente que ocurre en segundos pero qué segundos tan bien analizados. Sólo espero que no sea real y esto que escribes te haya ocurrido a ti. Gracias por tu relato.
Besos:
Asun

Pepemomia dijo...

No, aquí sigo.
Fiction is fiction. Aunque mi moto sí responde a la descripción (y soy cuidadoso con los espejos, that's "faction"; pero no les tengo miedo como Borges: eso es ¿leyenda?). Vaya lio.
Gracias, Asun.
PD: salvo anuncios de conciertos y espistemología aplicada, casi todo lo que se lee aquí (gracias a los que entráis) es ficción. Cualquier parecido con la realidad es un éxito del redactor.