Le gustaba acudir frente al escaparate de la tienda de televisores. Admiraba la inteligencia con la que el dueño había dispuesto los diferentes modelos, cada uno sintonizado en un canal diferente. Como una central de control del mundo. Desde la acera contemplaba, mudas, las imágenes de los telediarios, los concursos, algunas entrevistas. En la columna de la izquierda uno de los televisores proyectaba, como cada tarde, su imagen captada por una cámara apenas visible. Alta definición, sin duda: podía ver perfectamente el vapor que emitía su boca al respirar, las arrugas que se formaban cuando sonreía.
— Una auténtica cara de imbécil —le sorprendió la voz del hombre, a su lado.
—¿Qué dice? ¿Quién…?
— Ése de ahí, usted, mírese. Da fatal en la tele.
Se volvió al cruzar la calle. El resplandor cambiante de los televisores iluminaba el cuerpo tendido boca abajo y el charco oscuro que crecía lentamente desde su cabeza, duplicando las imágenes. Emitía una especie de humo denso, de muchos colores. La cámara debía haberlo filmado todo. Mañana saldría en la tele. En la de verdad. Quizá en todas esas pantallas, simultáneamente.
— Una auténtica cara de imbécil —le sorprendió la voz del hombre, a su lado.
—¿Qué dice? ¿Quién…?
— Ése de ahí, usted, mírese. Da fatal en la tele.
Se volvió al cruzar la calle. El resplandor cambiante de los televisores iluminaba el cuerpo tendido boca abajo y el charco oscuro que crecía lentamente desde su cabeza, duplicando las imágenes. Emitía una especie de humo denso, de muchos colores. La cámara debía haberlo filmado todo. Mañana saldría en la tele. En la de verdad. Quizá en todas esas pantallas, simultáneamente.
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