jueves, 3 de diciembre de 2009

Supermaño Survivor (III): Sobrevivir al Apocalypse (Now).


Los compañeros han salido todos corriendo (o volando o desmolecularizándose) después del recreo. La Academia Noh se ha quedado casi vacía. Sólo Supermaño permanece, hierático, junto a la fuente. El agua le transmite paz mientras mastica su bocadillo de alcahofas en conserva y plátano (entre las virtudes de su madre no está hacer buenos almuerzos; él cree fervientemente que lo que no te mata te puede hacer la vida, sin embargo, muy desagradable). Los demás probablemente han acudido veloces a resolver una multitud de catástrofes de variado pelaje: secuestros, incendios, derrumbes, huelgas de hambre, violencia de género, descargas ilegales P2P.


Todas las catástrofes son distintas y, sin embargo, son siempre la misma, la única.


Porque todas las catástrofes se resumen en una: el horror de convertirse en el monstruo contra el que uno antes luchaba. El horror. Como el coronel Kurtz en aquella película con música de Wagner y The Doors y tantas —todas aquellas— sombras. Sus compañeros seguramente ignoran que cada vez que acuden a una nueva lucha, a la llamada de otro malvado supervillano, a socorrer a otra víctima indefensa, en realidad solo avanzan un poco más en el río, llegan un poco más arriba, se internan un poco más en la selva. Hacia la Camboya profunda. Se acercan al monstruo que serán ellos mismos, si es que realmente desean matar, destruir, combatir.


Supermaño se ha puesto el abrigo. En el patio ya hace frío si permaneces de pie, paseando, pensando. Siempre hace frío cuando no se juega. El cielo tiene esa luz clara y precisa del final del otoño, aunque, objetivamente, están mucho más al sur que los cielos perfectos de los cuadros de Velázquez.


Las nubes le recuerdan aquella excursión al planeta Urtain: el viaje de estudios del año pasado, las Nubes de Magallanes.


Los urtainitas eran gente seria, además de muy bajitos. Lo primero era cosa suya, genética o memética, quién sabe. Lo segundo se debía a la gravedad proporcionada por la alta densidad de su planeta: un planeta perfectamente esférico, pero tan macizo, espeso y pesado como el olor del napalm, por la mañana.


El problema es que los urtainitas no entendían la ficción, eran incapaces. No imaginaban historias, nunca inventaban nada. Cuando contaban algo siempre se trataba de cosas cuyas circunstancias conocían con certeza. Recuerdos fiables, incontestables, sin espacios para la mitología, atestados de convicciones. Con el tiempo y la desmemoria, según iban olvidando detalles, los recuerdos de los urtainitas se convertían en sucesos sencillos, veraces, pero ya apenas apuntes desnudos de lo que ¿realmente? había sucedido.


Una frase típica de un urtainita adulto, a propósito de su infancia, podría ser «Recuerdo mi bicicleta de neodimio con sus ballestas antigravitatorias Zenon cinco-cero». O, respecto a algo sucedido más recentemente: «Ayer mi madre cocinó unos demi-elfos con hongos de Umbría; la proporción de cloruro no fue adecuada: papá masticaba lento, pero menos que el tío Vernon y más que Hermana-3».


De alguna forma sus conversaciones eran inquietantes. Siempre faltaba esa parte de las anécdotas que los humanos inventamos, exageramos o matizamos precisamente para humanizarlas. Sus elipsis eran el producto notable de un deseo de rigor, pero acababan por provocar un cierto —un indudable— desasosiego. Sí, como en esa película, como el coronel Kurtz, contando aquella anécdota de las vacunas: un relato lleno de espacios vacíos pero a la vez exacto y demoledor. Quizá Kurtz era un urtainita en medio de Camboya. En cualquier caso, para Supermaño, al contrario que para el lacónico capitán Willard, certificar la humanidad de Kurtz hubiera sido sencillo: los urtainitas no podían hacer bromas, eran incapaces de contar una sola anécdota divertida. Porque el humor siempre requiere de unas ciertas dosis de ficción. Los urtainitas eran gente exacta, pero también muy seria. Muy triste.


Como ese tipo, Kurtz. Aunque Willard sólo debería haberle dicho: «Coronel, cuénteme un chiste». Esto le hubiera facilitado aún más la decisión de eliminar al monstruo. De suplantarle, definitivamente.


Acabados el bocadillo y las reflexiones cinematográficas, Supermaño decidió ir a la biblioteca de la Academia. Allí la temperatura siempre era perfecta. Como si el papel de los libros absorbiera el calor o el frío excedente en la dosis adecuada para proporcionar un ambiente amable. Se sentó frente a la fotografía 3D del universo que el profesor Noh insistía en que aprendieran como la tabla periódica, como las operaciones con polinomios o las conjugaciones de los verbos irregulares: de memoria «porque la memoria es lo único que garantiza la supervivencia». Supermaño pensó que aprenderse el azaroso universo de memoria era, en cierto modo, deshumanizarse, convertirse en un urtainita, fracasar. Metió la mano en el bolsillo del abrigo para sacar el iPod, oír música, relajarse mientras sus compañeros probablemente perdían el tiempo y/o la vida buscando la mejor estrategia para evitar (otra vez) armas radiactivas o localizar el típico detonador con números digitales en rítmico descuento (de nuevo). El Mal es siempre muy poco imaginativo.


Como siempre, los cables de los auriculares del iPod estaban enmarañados, formando un nudo difícil de explicar si se tenía en cuenta que la única fuerza que, cada vez y sistemáticamente, reproduce el nudo en el bolsillo es el azar. El puro —pero nunca simple— azar. Supermaño pensó que al azar hay que respetarlo, venerarlo, admirarlo. Así que no deshizo el nudo. Lo observó de cerca. En realidad eran muchos nudos superpuestos: se podía distinguir, al menos, un ballestrinque, un seis, un buque, un as de guía y un rizo alpino. El azar parecía querer entretenerse, como un duende aburrido.


No deshizo el nudo. Cogió los pequeños auriculares y cerró el puño sobre ellos, abrazándolos. Conectó el iPod y el suave cosquilleo de las vibraciones de un sonido inaudible recorrió su mano.


Le costó quizá un minuto darse cuenta, pero Supermaño sonríó cuando descubrió, acunado en su mano derecha, el tacto pulsátil y enérgico de el The End de The Doors.


Como un corazón latiendo al pulso del LSD.


Como el tacto del azar.





3 comentarios:

Bill, el de la catana dijo...

Lo realmente horrible es sobrevivir a Almodóvar (yo fallecí con Kika, allá por el 87...). En parte, esta mente preclara que me veis se la debo al no-daño que me he ahorrado con la Perla Manchega.

Anónimo dijo...

Sobrevivir es fácil, ya sabeis comer y dormir. Lo difícil es vivir conscientes del desastre, de todo lo que deber hacer el Imperio para evitar la caida. Sabemos que se hacía en Camboya pero ¿estamos dispuestos a no hacerlo? La debilidad es la pasión de los perdedores. Are you ready.

Bill, el de la catana dijo...

No te he dicho, Pepe, lo mucho que me gusta este post. Lo he disfrutado mucho y voy a seguir disfrutándolo, d.m.
Es muy, muy elegante, lleno de detalles. Me encanta cuando se toca el iPod en el bolsillo. Es un post muy entrañable y lo encuentro muy, muy bueno. Gracias.