Es como un impulso. No puedo evitarlo.
Soy una especie de Sherlock Holmes del supermercado, si
Sherlock Holmes fuera mujer. Mejor, soy como la Teresa
Lisbon esa de “El Mentalista” o la señora Fletcher
o la teniente Scully
de “Expediente X”. O Miss
Marple, pero joven: eso, pero como si
Miss Marple fuera cajera y estuviera tan buena como yo. ¿Qué le
parece? Sé que algunas de mis compañeras hacen lo mismo, bueno,
parecido. Sí, claro, no me mire así. No estamos muertas, no somos
un mueble. Cualquiera de nosotras es capaz de deducir muchas cosas a
partir de las compras que hace la gente: el dinero que tienen, el
número de hijos de la familia, si hay alguien mayor en la casa, las
enfermedades... esas cosas. Pero eso es fácil, no es demasiado
problema, desde luego. Para eso no es necesario casi ni ver lo que
compran. La ropa, las joyas, el monedero... eso también es
información. Lo mio es otra cosa. Yo puedo llegar a conocer a
la gente. Y me refiero a saber cómo son. Exactamente, quizá mejor
que ellos mismos, deducir su carácter, su verdadera personalidad.
Sí, una vez fallé. Si usted lo dice... nadie es perfecto.
Por ejemplo, ¿usted qué suele
comprar? No, claro, en su casa compra su mujer. ¿Lo ve? Y no sólo
es por la cara que ha puesto. Simplemente lo sé. Sus manos, la forma
de moverse, usted mismo se delata. Su espalda: la gente con su
espalda, su actitud, como si cargaran con el mundo encima, no viene
por el supermercado. Yo no los he visto ¿eh? ¿Qué le parece? ¿No
dice nada? ¿Sorprendido? Ya sabe, contráteme. Aquí les podría
ayudar. Soy buena ¿eh?
Yo veo una mujer, de esas que se
acercan peligrosamente a los cincuenta. La veo ya de lejos, cuando se
acerca, por el rabillo del ojo, mientras acabo de atender al cliente
anterior. Lleva el carro lleno de cosas. Mucho pan, o sea, mucha
familia, eso no falla. Los habituales retráctiles de
botellas de leche, zumo de uva y piña de marca blanca, nunca lleva
chocolate ni dulces, pero no porque no se lo pueda permitir –a
veces compra perfume o cosméticos caros–, probablemente sólo es
por disciplina: ella es la que controla la casa, los deberes, las
notas, lo que se come, las calorías, los azúcares, las grasas
insaturadas, toda esa mierda. Controla. Todo. Se nota en la manera en
la que va disponiendo las cosas en la cinta de la caja: frescos,
delicados, droguería, envases... en perfecto orden. Como siempre,
compra filetes de carne ya envasada, queso curado del más barato y
la misma marca de cerveza: su marido trabaja hasta tarde, algún
trabajo irregular, por cuenta propia, no la avisa si se retrasa –ella
le pondrá el queso mientras él espera a que le acabe de hacer una
cena rápida o le caliente las sobras del mediodía–. Nunca compra
pescado. No le gusta el olor que deja en las manos o los residuos en
la basura, las escamas, las tripas. No quiere entretenerse. No quiere
llevarse la mano a la cara a media tarde y que huela a comida. Tiene
un amante, fijo. Lo sé. ¿Entiende?
O el abuelo que viene solo, todos los
días. Viudo, la ropa sin planchar y un juego diferente, una
geografía lograda por acumulación de manchas de distintos colores,
tamaños y posiciones. Una mancha, al menos, por cada día de la
semana. Cada vez se cuida menos. La pensión se le agota entre lo que
necesita para vivir y lo que le ratean los hijos que siguen sin
trabajar. Aparecen de vez en cuando y él, además, les compra
cerveza baratera de esa con letras góticas para que parezca checa
pero fijo que la hacen en China, por toneladas. Una compañera, Mari,
que bebe bastante más de la cuenta, también la compra y nos intenta
convencer de que está buena. Basura. Basura china. Para el abuelo,
para sus hijos, sí, ya está bien, de sobra. Me mira mientras saca
las monedas y le veo la bragueta abierta. El pantalón ya no da para
más. La cremallera rota, nadie que le cosa ya al abuelo, ya le digo.
Y memoria, lo que es memoria, sí tiene. Se acuerda del precio de
cada cosa en el periodo de un mes. Mejor que el supervisor, el abuelo
ése. Con su panecillo, el filete de pescado congelado, apenas cien
gramos. “Qué es esto del panga”, me dice. Pobre abuelo.
La tenía que querer mucho, a su mujer, para aguantar a los mierdas
de los hijos. Seguro que lo hace por ella, lo que ella hubiera
querido, abuelico.
Ya le digo, la compra lo dice todo.
Ellos, los que compran, la gente normal, creen que no nos damos
cuenta de nada. Que pasamos las cosas por el infrarrojo y las vamos
tirando por la pendiente de la bandeja de salida, así, como si nada,
como si fuéramos angelicos sin sexo, como enfermeras asépticas,
profesionales: te limpio el culo, te pongo la inyección y ¿de dónde
me ha dicho que era? De eso nada. Nosotras estamos ahí. Muy
presentes. La mayoría de la gente se cree que somos una parte más
del mueble de caja, que tenemos un cable que nos sale del culo,
conectado a la máquina registradora, al lector óptico. Mujeres con
un código de barras en las pestañas. Pero estamos pendientes de
todo, lo sabemos todo. Como usted ¿o no? ¿O es que no lo sabe todo,
todo esto, antes de que se lo cuente?
Nada, como quiera. Jugaré.
Vale, no se ponga nervioso, ya llego
donde quiere usted llegar: sí, de vez en cuando, gracias a Dios,
aparece alguno. Algún tío solo, con buena pinta. Altos, delgados,
morenos o rubios, eso ya me da más igual. Pero gordos no, esos no me
gustan nada: esos que se compran el chopped por toneladas y
más cerveza que agua gastan para ducharse. Y son los más. Pero, ya
le digo, de vez en cuando, aparece alguno de los otros: un pedazo de
tío. Parece siempre como por si vinieran por primera vez. Como si
acabaran de mudarse al vecindario. Enseguida, la que esté de
compañera en la otra línea de caja –Vicky o Bea o Carmen, quien
sea– me mira y sé que también se ha fijado. Que el tío está
para decirle algo. Viene como directamente del trabajo. La mitad del
tiempo se lo pasa eligiendo el vino o el cava, y luego compra fruta,
galletitas saladas, café del bueno, todo mientras habla por el
móvil. Y te sonríen. Esos tíos te sonríen. No te sonríe el
abuelo, ni la cincuentona, ni la parejita que lleva dos carros llenos
hasta el tope como para una alarma nuclear aunque les ayudes a
meterlo todo en las bolsas. Esos no sonríen. Ni las gracias. Y llega
el tío bueno, con su blazer y la corbata a juego con los
gemelos y te pone en la cinta una caja de fresas, dos botellas de
cava rosado y una bandeja de quesos franceses que, vale que están en
oferta, pero ¡qué clase el tío!, una, cualquiera de nosotras, le
diría “bueno, si no aparece, me llamas, te doy mi numero, guapo”.
Y el tío trabaja por cuenta propia, seguro, se le ve en las manos:
las uñas perfectas, limpias como el alma. El tío te sonríe y
aparecen esos dientes blancos, todos iguales, como un anuncio de
dentista. Y no lleva anillo, no, ninguno lo lleva, que yo eso lo
respeto mucho, que no me meto yo a romper nada que esté bien
firmado: No, eso no. ¿Qué le decía? Sí, bueno, algo se parecen
unos a otros. No serán más de diez o doce al año ¿no? Bueno,
usted sabrá, yo he perdido la cuenta, la verdad. Claro que se
parecen. Una no le tira a cualquiera, hay que seleccionar. Y
encontrar la forma, el cómo y el cuándo. Pero, ya sabe, una es
buena, como Bones
¿la ha visto? La serie, me refiero. Yo no sé cómo pueden estar en
esas situaciones así, que sí que no, capítulo tras capítulo, que
te dan ganas de decirle “pero tía, que te come con los ojos, que
le digas algo, que lo tienes en el bote”. Pero bueno, eso es en la
tele, en las pelis. Ahí, en la caja, lo que una ve es la vida tal
como sucede. La vida de verdad. Así que, de vez en cuando, claro,
pues pasa lo que tiene que pasar. ¡Qué le voy a decir a usted!
¿verdad?
El momento perfecto suele ser a
primera hora de la tarde. Me encanta ese turno. Es cuando más se
pesca, usted me entiende. De las cinco líneas de caja, suele
haber una sola abierta. El súper está prácticamente
desierto. Y ahí estoy yo, limándome las uñas, o haciendo como que
me las limo mientras veo a la pieza. Soy como en esa peli de Tom
Cruise, como Top
Gun, cuando enfilo el tiro más vale que se den por muertos. Ya
están en la diana, ya no yerro, nunca. Sí, suelen aparecer más a
esa hora, bueno, también los fines de semana, pero ahí vamos a tope
y no hay forma, imagínese. A esa hora, después de comer, entre
semana, en el súper hay un silencio que se oye hasta la música de
fondo. A veces Juan, el de mantenimiento, me deja escogerla, la
música, digo, eso ya es tremendo. El tío, pongamos, con sus gafitas
de pasta y esa pinta de haber acabado la consulta, de cirujano
plástico o de estudio de arquitectura, lo que sea. Un tío guay a
más no poder. Y no falla: ahí llegan, con la cesta pequeñita, como
si fueran por el aeropuerto con su trolley, ya sabe, esos
tíos nunca cogen un carro, compran lo justo. Se plantan al lado de
la caja y te ponen, como en un strip tease: la botella de ginebra
azul, seis latas de tónica, pan tostado, la bandeja de quesos
franceses, eso nunca falta, ya le digo, dos limones, una bolsa de
ensalada César, tres melocotones, cuatro manzanas y una cajita de
cerezas. Para volverse loca ¿qué quiere?
Así que, a veces, me dejo llevar. Y
no crea que soy muy valiente yo. Qué va. Me costó un montón, la
primera vez. Romper el hielo. “Vaya fiestuki” le dije entonces,
al primero. Bueno,a hora ya tengo más repertorio. “Qué buen
gusto, por Dios”, “La cosa promete”, “¿Cabe una más?”...
Y enseguida aparece la sonrisa esa, en alta definición, panorámica:
ahí está. Alguno se pone rojo y todo. Son un encanto. Te miran y es
como si la estuvieran mirando a ella, a la que sea que le están
preparando el asunto, igual que a ella, fijo. No como usted, que ni
me ha mirado en todo el rato que llevamos aquí, a los ojos. ¡Así
no!, mirarme de verdad, digo, como si yo no fuera transparente. Así
es como nos mira la mayoría de la gente. Vicky también lo dice, que
nos miran “como a los botes de mayonesa”, dice ella. No, esos
tíos, en ese momento, te miran como a su chica, seguro. Y tu oyes la
música y sabes perfectamente lo que hay, lo ves y te atreves, un
poco más y les dices dónde, si les apetece, en el cuarto que hay
nada más bajar la escalera que lleva al garaje. “No he venido en
coche” te dice alguno, pobrecico, “y qué más da”, les digo yo
“si no nos vamos a ninguna parte”. Y sí, diez o doce al año
caen. Uno al mes, que tampoco es para tanto. Y más que fueran, pero
una no le tira a cualquiera, ya le digo. No sé qué le habrán
contado, seguro que a estas alturas ya ha hablado con mucha gente,
pero es así, se lo juro. Como se lo cuento.
Y lo de ése chico, qué quiere que le
diga, pues como los otros. Un encanto, parecía. Yo estuve
fantástica, qué le voy a decir. Los demás también se lo podrían
decir, aunque no sé ni cómo se llaman, le va a costar encontrarlos,
y eso que alguno ha repetido y todo. Aunque a la mayoría los he
visto sólo una vez, sólo esa vez. Para mí que se asustan,
pobrecicos, que alguno tiene pinta de que ni se lo esperaba. Lo de
ése, ¿cómo dice que se llama?, Julián, Julián Martínez, vale,
pues, no sé, en cuanto bajamos al cuartito empezó a decirme que si
era una guarra, que se lo había dicho un amigo suyo que vivía por
el barrio, que si todo el mundo lo sabía y él sólo había venido a
ver si me bajaba las bragas y que a él ni siquiera le gustaba el
champán. No te jode. Un gilipollas. Él y todos los demás, al
final. Perdone que me ponga así, pero es que nos tratan como si
fueramos... anda, como si fuéramos nada. Lo demás ya lo sabe: una
cosa llevó a la otra, que yo no quería, es que me dio tanta rabia,
le di con la misma botella que acababa de comprar, aún me acuerdo,
Moët rosado. ¡Qué
clase!, pensé yo, en la caja, antes de que bajáramos al cuartito, y
luego va y era un capullo, un gilipollas, el tío. Sí, ya le he
dicho, nadie es perfecto. A veces hasta yo me equivoco.
¿Cómo dice? Sí, el cuartito está
al lado de donde preparan la carne. No, no crea que me costó tanto,
que yo también echo una mano cuando hay que descargar palets,
y piezas de ternera y costillares, de todo. ¿La ropa? Me la llevé,
sí, aún la tengo en casa, planchada, en el armario. No sé, no
sabía qué hacer con ella. Y él... él por ahí, desperdigado en
las bandejas de carne picada, de hamburguesas, mezclado con carne de
cerdo y ternera. No, con el pollo no, seguro, se hubiera notado. Soy
cajera, no tonta ¿lo ve?
Se lo irían llevando, poco a poco, de
la zona refrigerada. Quién sabe, cualquiera, todo el barrio, del
expositor, justo al lado de los quesos franceses, claro. Pero todo
eso ya lo sabe ¿no?
Sí, firmo, lo que usted diga, jefe.
¿Aquí? ¿Aquí también?
¿Cuántos
hijos dice que tiene?
2 comentarios:
Muy buen relato.
No sé pq veo a la Machi en el papel. Convertirlo en albóndigas me parece poco.Muy divertido
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