domingo, 6 de junio de 2010

POP-FICTION (I): NEWPORT, Rhode Island





El hacha ensangrentada temblaba en las manos de Pete mientras la gente continuaba aullando allá afuera, e incluso algunos seguían escupiendo y tirando objetos al escenario.

Festival de Newport, Rhode Island.

Agosto de 1965.

Nadie sabía si lo que acababa de ocurrir, el concierto, había sido un éxito memorable o un fracaso rotundo. Sin embargo era evidente que Seeger lo había considerado clara y esencialmente intolerable. Con esa mirada, desencajado, parecía como si alguien hubiera confesado ser el amante de su madre, su mujer y su hija simultáneamente. El resultado era que el chico que había causado la penúltima revolución del folk, el que había cantado hacía un par de años en el Lincoln Memorial justo antes del famoso discurso de Martin Luther King, convulsionaba en un charco de sangre con su tórax abierto y el cuello prácticamente partido, por sólo citar las dos heridas más destacables. El sonido de los rítmicos golpes del hacha al caer sobre Bob se había quedado flotando en el aire. «¿Un compás de tres por cuatro?» dudó Sam, el batería.

— ¿Para qué coño tienen un hacha en el backstage? —preguntó Mike, con su eléctrica todavía colgando del hombro.
— Yo que sé. Cosas de Pete. Ya sabes… un festival folk: leñadores y toda esa mierda, tío —dijo Al, que mantenía los ojos muy abiertos tras las gafas de sol que no se pensaba quitar bajo ningún concepto.
— Pues no creo que Bob se pueda recuperar para el bis
— ¿Qué bis tío? ¿No oyes los abucheos?
— Ya, como en Inglaterra. Aunque ahí no le cortaron la cabeza. Sólo gritaban.
— No había hachas en aquellos teatros tío, no había hachas. Era la puta Inglaterra.


Reconstruir a Bob no fue sencillo. Claro que lo normal hubiera sido llamar a los periódicos y a la policía y todo eso, pero había que resucitar de algún modo a un tipo capaz de haber revolucionado la música popular sólo con unas pocas canciones. Bob estaba machacado, loncheado. Absolutamente muerto rodeado de ese charco creciente de color púrpura. Pero el color del dinero es más brillante que el de la sangre. Y yo podía ser cualquier cosa menos ciego.

—Bueno chicos, traed una alfombra. La que usas para la batería bastará, Sam. Y recordad la cláusula de confidencialidad con la que os tengo cogidos por los huevos. Ni una palabra. Nunca. Y a ti, Pete Seeger, no hace falta que te diga nada: ayuda a recoger toda esta mierda o eres carne de silla eléctrica. ¡Menuda carnicería!—les dije con completa determinación mientras comenzaba a extraer la ensangrentada armónica del cuello Bob y ese extraño aparato ortopédico con el que al sujetaba.
—OK, Albert. OK, entendido —dijo alguien.

Y así se hizo. Lo cierto es que resulta curioso. Más que eso: increíble. Aunque también está lo de Elvis: nadie lo ha visto desde el 77 pero hay quien cree que está vivo en esas habitaciones del piso de arriba de Graceland, las que nunca dejan visitar a los turistas. La gente se inventó lo del hermano gemelo de Elvis, hizo un mundo porque en la lápida pone Aron y no Aaron y todas esas historias sobre John Burrows, lo del cantante enmascarado. Basura. Magia para niños, historias de campamento Scout. Lo que nadie imagina, lo que pocos sabemos, es que el que verdaderamente tenía un hermano gemelo era Bob: el bueno de Francis Zimmermann, el hermanito del genio. La verdad es que era algo más delgado, más huesudo. Quizá por las drogas y las noches locas en las que se hacía pasar por su hermano en el Village, cuando los dos vivían. Bob nunca permitió que los vieran juntos, aunque se hacía cargo de Francis. Le proporcionaba alojamiento, comida, mercancía de la buena. Y, cuando Francis se ponía encima de un escenario era difícil distinguir el original de la copia: los dos cantaban como el culo. Pero a la gente le iba ese rollo. Le sigue yendo ese rollo.

Tal como han ido las cosas quizá hasta Seeger nos hizo un favor. Al hermano de Bob desde luego. Por lo menos se hizo con un trabajo estable y lo sacamos de la clandestinidad. El resto fue fácil: contratamos negros que compusieron la música, mucha gente distinta, nadie sospecharía. nadie sospechó. Nunca. Aprovechamos retales de las letras de Bob, que había sido sumamente prolífico en apenas tres o cuatro años. ¿El resto? pues un poco de Biblia, alguna ayuda de los poetas beat —que probablemente ni se enteraron de los textos robados entre pastilla y copa y viceversa— , canciones de repertorio de la Columbia. Imaginación y oficio. Fuimos cambiando de compositores y el nuevo Bob de estilo una y otra vez y hasta eso resulto interesante para sus fans. ¡El poliédrico y proteiforme Bob! Unos primeros años eléctrico, otros godspell, después rythm & blues… Un solo Bob y tres personas distintas: él, su hermano Francis y yo.

La verdad es que no sé cómo se las arregló el Coronel para organizar lo de Elvis y sacarle bien el jugo, pero a mí me ha costado lo mío. He tenido que ir buscando las modas, las corrientes, engañando a periodistas y músicos, inventando leyendas. Algunas no cuadraban mucho, así que inventamos lo de que Dylan es un mentiroso compulsivo, que se reinventa cada cierto tiempo. Y lo del accidente de moto: eso nos sirvió para desintoxicar al gemelo y que Francis aprendiera de una vez a tocar la guitarra. En fin, detalles, anécdotas. Las tengo a miles.

Lo cierto es que Bob sólo fue un buen comienzo. Una estrella fugaz que se hizo pedazos —siento el chiste fácil— en aquel backstage, en Newport, Rhode Island, justo después de encender al público con aquélla incandescente Like A Rolling Stone. Por supuesto que después no habido nada comparable a esa canción. Ahora ya sabéis por qué. Pete os podría corroborar el resto de la historia. Seguramente ya ha prescrito el crimen. Por cierto, os preguntaréis por el cuerpo: Al y los chicos de la banda lo enterraron aquella noche en el jardín de la sinagoga de Touro, en atención a su origen, a pesar de que Bob —el Bob que yo conocí— nunca se mostró muy religioso.

En fin, ya ha pasado tiempo: veintitrés años. Y Dylan —Francis Dylan, si me permitís, ahora que conocéis la historia— ya no es negocio en 1986. Mañana salgo hacia Londres en el Concorde. Los aviones me siguen poniendo nervioso a pesar de todos los que he usado en estos años y la noche antes, esta noche, otra vez, el insomnio me obliga a escribir en este diario para combatir la ansiedad y el miedo.

El miedo, gran aliado de la verdad. Y del engaño. Como aquella tarde de verano en Newport, Rhode Island.


Nota: destruir todo esto a mi vuelta. Por si lo del nuevo músico británico resulta ser, de nuevo, un fiasco.

Albert Grossman
24 de Enero de 1986





1 comentario:

Abel Jaime Novoa Jurado dijo...

¡Genial la confesión del listo de Grossman! Acabó litigando con Francis por los derechos de las canciones.. Francis es un desagradecido. El pobre Albert murió en la ruina y acusado de ser uno de los más grandes engañartistas de la historia. Hoy hemos sabido la verdad. ¡Si hubiera más Grossmans en este negocio y no tanto palurdo con pretensiones!