Así comienza El Día de la Independencia: “En Haddan, el verano baña las calles suavizadas por los árboles como un bálsamo extendido por un Dios negligente, lánguido, y el mundo marcha al ritmo de sus propios himnos misteriosos” Además de su capacidad de crear metáforas bellas, continuamente lanza reflexiones cargadas de una filosofía de la vida escépticoesperanzada (impregnada del optimismo de la gran
comedia norteamericana, optimismo del patético, el Lemon de El Apartamento, optimismo del cínico, el Grant de Historias de Filadelfia e incluso optimismo ético, de un Atticus Peck/Gregory Finch en Matar a un Ruiseñor).Aquí va esta joya: “Un hecho triste, claro, de la vida de los adultos es que uno ve
cosas a las que nunca se adaptará que le apuntan desde el horizonte. Uno las ve como los problemas que son, uno se preocupa tremendamente por ellas, hace previsiones, toma precauciones, realiza ajustes; se dice a sí mismo que cambiará el modo en que hace las cosas. Pero no lo hace. No puede. En cierto modo, ya es demasiado tarde”. Claro que Frank está, en El Día de la Independencia, en pleno “periodo de existencia”, ese en el cual “ya has visto pasar, como barcos averiados, el número suficiente de crisis sin arreglo, y te das cuenta de que arreglar una de cada seis constituye una buena media y que hay que dejar que del resto se ocupe el tiempo” El libro describe en gran medida la relación y los s
entimientos de Frank con su hijo adolescente y conflictivo, Paul, de 15 años (le acaban de pillar mangando tres cajas de condones) y su posición ante él me parece muy lúcida: “Naturalmente no le puedo explicar casi nada. La paternidad en sí misma no proporciona una sabiduría que merezca la pena impartir… El punto de vista de un padre sobre lo que está bien o mal en su hijo probablemente sea incluso menos acertado que el del vecino de la puerta de al lado, que sigue la vida del chico por una rendija de la cortina. A mí, claro está, me gustaría hablarle de cómo hay que vivir y desenvolverse gracias a todo tipo de fórmulas de compromiso, decirle lo mismo que me digo: que, en realidad, nada “encaja” perfectamente, que los errores son inevitables y es preciso olvidar las cosas malas. Pero durante nuestras breves conversaciones parece que solo soy capaz de hablar indirectamente, frívolamente, antes de batirme en retirada, por temor a equivocarme, a complicar las cosas o a discutir con él, y ser su terapeuta en lugar de, simplemente su padre. De modo que con toda probabilidad nunca le proporcionaré un buen remedio para su enfermedad y ni siquiera me haré una idea correcta de cuál es ésta, sino que sólo sufriré con él durante un tiempo y luego me iré…Así pues, lo peor de ser padre es mi sino: ser adulto. No hablo el lenguaje adecuado; no me enfrento a los mismos temores y contingencias y oportunidades perdidas; mi sino es saber muchas cosas y, sin embargo, tener que estar parado, como un farol con la luz encendida, esperando que mi hijo vea el resplandor y se decida a acercarse al calor y la luz que le ofrece calladamente”

1 comentario:
Del verano (época para los escritores que necesitan > 500 páginas para explicarse) no pasa. Bascombe tiene pinta de ser ese tipo de personaje que adquiere "independencia" más allá de su autor. Yo aún me estoy dosificando Rock Springs para no tener que subirme la medicación.
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