miércoles, 15 de julio de 2009

MANUAL MOMIA DE AUTOAYUDA (2): Cómo escuchar (atentamente) un concierto de jazz.


Todos aplaudían. Entusiasmados, agradecidos. El auditorio entero puesto en pie. La brisa atravesaba la ciudad en la noche perfecta de otro verano como sólo junto a este mar. De nuevo, un año más, el festival de jazz: el pequeño y amable anfiteatro al aire libre, a pocos metros de la costa. Las bebidas (refrescantes combinados a solo seis euros en el bar de la entrada) reposaban en el suelo como perros fieles mientras sus dueños vitoreaban a los músicos.

El grupo (formación clásica de piano, batería, contrabajo y saxo tenor) comenzó con una versión de «In a sentimental mood» rota ¿o debería decir sorprendida? a mitad de su camino por la fácilmente reconocible entrada de «Satin doll» que emergió de forma natural desde lo que parecía iba a ser el segundo solo de saxo, haciendo estremecerse a la chica de la fila tres (que hizo un comentario a su absurdo acompañante exhibiendo una maravillosa sonrisa y un rítmico movimiento de su densa y oscura melena en cuanto volvió a dirigir la mirada al escenario). Un saludo formal de la mano de Duke Ellington. Una declaración de principios dirigida al público: conocemos la ortodoxia, llegaremos más allá.

Efectivamente, en dos saltos de perfecta ejecución («So What» de Miles y una deconstrución bop de «Nuages» de Django, sin descuidar la antigua melodía todavía envuelta con el aroma y el humo denso de los cigarrillos del manouche) nos instalamos en una sorprendente «Birdland» de Weather Report que, al contrario, fue amaestrada, encajada en el swing más clásico, como si alguien pudiera ser capaz de domesticar a Jaco Pastorius, aquel malogrado bajista natural, salvaje... como el tipo de la fila tres, intentando que esa preciosidad que se sentaba a su lado dejara de mostrar su entusiasmo, una energía de todo punto lógica e imposible de contener cuando el cuarteto atacó la soberbia “Blue Monk” que el inculto homínido decidió que no merecía su atención y que más le valía retirarse hacia el bar para conseguir bebida con la que entretener el (exclusivamente para él) insufrible concierto. Seguramente el energúmeno decidía la marca de cerveza mientras el saxofonista conseguía un casi imposible sol sostenido al borde del abismo donde muchos intérpretes menos dotados hubieran cedido un fa de consolación que nadie iba a despreciar.

Alejado el acompañante, por unos minutos, la preciosidad de la fila tres quedó expuesta. A su izquierda una pareja de ancianos de piel rosada, seguramente turistas, probablemente escandinavos. Pero, a su derecha, la promesa infinita de una silla vacía, abandonada por el orangután que ahora se estaba perdiendo una improvisación modal sobre la armonía de “My favorite things” que nos acompañaba amablemente desde la ingenua tonadilla de Julie Andrews hacia las aportaciones de Coltrane, ensanchando ese espacio, como una enorme y única oportunidad: la silla vacía al lado de su hombro desnudo en el que ahora se deslizaba, laxo, emocionante, el tirante del sujetador (o quizá del mismo bañador que podría haber llevado esa tarde en una playa mientras hacía el amor con el bestia que ahora ignoraba «Every time you say goodbye» y que probablemente confundiría a Cole Porter con Nat King Cole). Sólo era necesario cierto atrevimiento, dejar de tomar notas para la crítica en el periódico, avanzar desde mi quinta fila, preferente, pase de prensa, ignorar o mejor, aprovechar, la soberbia versión del «Waltz for Debby» de Bill Evans que ahora el pianista defendía con elegancia, esa suave melodía con la que yo podría acariciarla durante horas, que avanzaba, se transformaba y se abría como la noche, como su vestido de gasa mecido por un soplo de brisa, cuando ya se ponía de pie y aplaudía y el simio regresaba monstruoso, moviéndose con dificultad entre el público entusiasta, arrebatado, con las manos ocupadas por los vasos de cerveza que ella ignoraba, volcada en su apasionado aplauso. Porque ya todos aplaudían. Entusiasmados, agradecidos. Los músicos saludaban, honrados, satisfechos. Y ellos dos se besaban.

Sentado en una fila vacía, yo acababa de anotar mi crónica mencionando la presencia injustificable de una torpe versión de “Autumn leaves” en el bis largamente pedido por el, para otras cosas, poco exigente público, mientras a ellos dos los veía alejarse, abrazados, y me parecía sentir ya el frío que anuncia el fin de otro verano.

1 comentario:

Bill, el de la catana dijo...

Voy a escuchar cada una de estas canciones si las encuentro. No sé si será, tal vez, una cosa mía, pero tras el precioso post apetece mucho más el concierto que la chica. Los americanos dicen overrated woman, Pepe Momia.Finalmente vas a lograr aficionarme al jazz a mí que no sabíaque tenía orejas hasta antes de ayer. Muy bonito lo de la noche de verano, en serio.