Después del atracón sólo hay una cosa más placentera, que me exijo de forma disciplinada, casi automática: la renuncia, el goce del dolor y del vacío. El efecto preciso de los dedos en la garganta, la oleada inmensa, los restos ácidos que quedan atrapados dentro de la nariz y que me advierten que debo aplicar el perfume con el que disimulo el olor agrio y delator. Y después llegan las lágrimas alegres del desprenderse, de deshabitarse, de nuevo; el apetito insolente que saciaré esta vez con un fino corte en la ingle que nadie podrá notar, una línea exacta como el relieve de mis costillas, de mi pubis, dibujada con la hoja de afeitar que mi padre no ha echado en falta. Un recorrido oculto y secreto, como el de las otras cicatrices.
— ¡Nena! ¡A comer! ¡Ya han llegado los tíos!
No hay comentarios:
Publicar un comentario