domingo, 1 de noviembre de 2009

Cosas (supuestamente) divertidas (V): Mascotas.


La verdad, tampoco tuvimos demasiadas opciones. Después de morir Rex, en casa quedó un enorme espacio vacío, un silencio hueco y a la vez opaco donde antes hubo afectuosos saludos al llegar a casa, trucos tontos y juegos («sit, dame la patita», «hop, ¡salta!, ¡bien!»). Enseguida echamos de menos su lenguaje perfectamente inteligible, aunque sólo fuera de gruñidos y quejidos suplicantes y cuando sacábamos la comida a la mesa. Ni siquiera ladraba. Muerto Rex, se instaló la inmovilidad donde antes había travesuras y diversión. ¿A quién podríamos hacerle ahora la broma de ponerle un lacito en la coronilla o atarle —para su desesperación— una lata al rabo? Así que la siguiente mascota —¿qué otra solución quedaba?— tenía una enorme responsabilidad, una carga emocional casi imposible de levantar. Sobre todo con los niños.


Al Unicornio Azul lo trajeron en una jaulita dorada. El empleado de la mensajería nos hizo rellenar el albarán con una pluma de faisán que desprendía un polvo dorado que quedaba en suspensión con cada movimiento, con cada trazo. «La tradición, ya sabe», dijo el tipo sonriéndose mientras una nubecita de oro se sobreponía a mi firma.


Al principio nos costó sobreponernos a su magnetismo. No dejábamos de mirar cómo mordisqueaba el césped del jardín o frotaba su hocico contra las cortinas del comedor. El cuerno que salía de su frente (y que, en realidad, resultó ser mucho más elástico que lo que aparentaba en los grabados y pinturas clásicas sobre este animal y nada peligroso para los niños), parecía cambiar de color con la luz del amanecer o el reflejo de la luna. Al trote, un aire que ejecutaba con una fragilidad asombrosa, sus cascos no parecían producir ningún ruido: era más como un roce, como si sus pezuñas fueran de fieltro o de terciopelo.


El libro de instrucciones que lo acompañaba, entre leyendas y extrañas glosas grandilocuentes que apenas entendimos, apenas precisaba nada sobre sus cuidados. Insistía en que cada Unicornio Azul es único: ninguno come lo mismo que otro, no existen pautas de sueño o de ejercicio que cumplir y, felizmente, no producen excrementos (ése había sido uno de mis motivos fundamentales para aceptar la propuesta que hicieron los niños, después de años de recoger las cacas de Rex). En contraste con tan poca información práctica, en el capítulo dedicado a «Habilidades», el libro aseguraba que los Unicornios Azules incluso podían llegar a pronunciar algunas palabras, aunque a menudo sin sentido, tales como: «hortofrutícola», «enfiteusis» o «achicoria». Lo cierto es que, en aquellos primeros días, nuestra nueva mascota apuntaba un futuro prometedor.


Ahora, sin embargo, estoy profundamente arrepentido de haber firmado aquel día con la pluma de faisán que aún veo, enmarcada, sobre la chimenea del salón, desprendiendo incesantemente su polvillo dorado que Toulouse —así quiere que le llamemos— esnifa día y noche. Aunque yo apenas lo veo. Ahora trabajo hasta tarde para poder pagar el terreno adyacente a la casa que tuvimos que comprar para que siguiera con ese trote absurdo y afeminado que practica todo el día, agitando la melena al viento que habrá cuidado con el champú de los niños, dejando el baño lleno de pelos azules y larguísimos que tendré que recoger otra vez antes de ducharme. De noche, cuando llego a casa, Toulouse suele estar sentado en mi sillón de cuero, fumándose un Davidoff (los prefiere, con mucho, a los Don Julián nº1 que ya he dejado de comprarle) y leyendo el periódico, que, en cuanto me ve llegar, deja caer al suelo, desordenado y marchito. Y no hay nada que me moleste más que leer después el periódico arrugado, con esos agujeros en las esquinas superiores producidos por su cuerno al pasar las hojas y con el crucigrama ya resuelto, mientras mi Montblanc se seca porque ese estúpido équido mutante nunca es capaz de cerrar la tapa. Bueno sí, hay otra cosa que aún odio más: cuando, tras apagar a medias el puro en el cenicero, se dirige contoneando su grupa hacia el dormitorio —mi antiguo dormitorio—, mira a mi mujer, que le está bordando una mantilla en el sofá, y pronuncia, con esos labios que parecen prestados por un súcubo, las únicas dos palabras que ha conseguido aprender:


—Cariño, ¿vienes?



Definitivamente, prefería a Rex. De verdad, no crean todo lo que les dicen: tendrán muchos menos problemas —incluso teniendo en cuenta lo de los excrementos— con un dinosaurio, aunque sea carnívoro. Se lo aseguro.

5 comentarios:

Pepa González dijo...

Si es que uno mete en su casa cualquier cosa, y luego ya se sabe...

Malena dijo...

Me has hecho reir..en un día como hoy.
Cuando hablaban de "la imaginación al poder", ¿hablaban de estas cosas?.
Gracias.

Pepa González dijo...

Déjalo, déjalo...Se va a enterar el caballito de lo que es el matrimonio...

MAbel dijo...

YO SOLO METO EN CASA COBAYAS ... Y YA ARRIESGO.. UNICORNIOS? UF, NI HABLAR

Susana dijo...

Daría yo la mitad de mi reino por tomarme un café con la que borda la mantilla...