Dios se aburre eternamente. Tanta energía omnisciente y ubicua no puede mantenerse expectante, sujeta (inmóvil) por las invisibles cadenas que le impone el libre albedrío humano –maldita la hora, piensa Él y, eternamente, sufre–. No puede permanecer solo esperando juzgar finalmente lo que los hombres hagan (lo que, precisamente por ser libres, no tienen más remedio que hacer), desorientados, hambrientos, solos, siempre solos. Pero vivos, cosa que El Eterno no puede decir de sí mismo. A Dios se le puede adjetivar, con las obvias limitaciones del lenguaje humano como necesario, o suficiente, causa primera, etc. Pero no se le puede denominar “vivo”, porque no admite su contrario. Por Dei-finición.
Así que supongamos que Dios se anima –adviertan la sutil paradoja– y decide intervenir, al menos ocasionalmente. Aunque se le atribuyen desde siempre los grandes desastres meteorológicos –tifones, terremotos, tormentas, a veces simples vendavales o cosechas devastadas–, estas performances deberían ocurrir, supongo, de un modo mucho menos obvio. Imaginemos que sólo se permite alguna leve incursión, un pequeño espacio, submicroscópico, desde luego indetectable.
Que nos saluda agazapado tras el bosón de Higgs o en algún lugar todavía más pequeño.
Al fin y al cabo, Él y algún filósofo presocrático saben que lo aún más pequeño es igualmente infinito. Supongamos que apenas se desliza, silencioso, entre nosotros, dejando caer un mínimo gesto, puede que solo desviando el curso necesario de la caída de la pluma de una gaviota, en medio del océano, bromeando con su Diseño Inteligente cuando está seguro de que nadie le mira: apenas una travesura de niño, que nadie (ningún humano) podrá malinterpretar como una alteración inexplicable de la ley de gravitación universal, como un designio, una señal.
Desde luego, lo que no podemos admitir, en modo alguno, es que genere esos milagros de los que nos hablaron, esas intervenciones tan aparatosas como horteras: no puede dedicarse a resucitar a alguien para después tener que someterlo al mismo e ingrato azar que lo (des)gobierna todo –y que Él se ha dedicado, tercamente, a producir masivamente– para que el resucitado muera eventualmente unos segundos (en tiempo cósmico) después, por la caída de una teja, por una mutación de un virus, por una placa de ateroma mal atada, fastidiando todo el espectáculo.
Así que, en realidad, o sea (me temo), desde mi punto de vista, tampoco exijan muchas pruebas, estamos hablando de Dios, sus manifestaciones deberían resultar absolutamente inapreciables y, por tanto, su presencia indemostrable: el silencio de Dios, ese problema teo(i)lógico, ya saben... ¿San Agustín?
Observar Su (Divina) Influencia en la Naturaleza o en aspectos concretos de la vida de los hombres resulta, por tanto, inútil. En realidad (perdón de nuevo, estamos hablando de Dios y la realidad es todo aquello que ocurre aunque no creamos, según Rodrigo Fresán) es posible tener más éxito si se le imagina en algún otro lugar, en el extranjero del extranjero.
Tal vez existan indicios de Dios en ese acorde de La séptima del Landslide de Fleetwood Mac, o en la maravillosa frase “entre dos nuncas” de Pepe Hierro (en su Cuaderno de Nueva York) o en el verso final “an’ we gazed upon the chimes of freedom flashing” de esa famosa canción de Dylan.
No sé.
Desde luego, de lo que estoy bastante seguro es de que Dios no está en la religión, ni en esos Cristos sangrientos que ya se (los) retiran, por fin, de las aulas ¡y en Italia!. Ni en las misas castrenses, ni en la yihad, ni siquiera en el trance de los Godspells o en el trance del Trance. Si existe algún indicio, tendrá que ser en otro lugar.
A los más incondicionales creyentes de entre nosotros, les recomiendo mejor intentarlo en alguna nota levemente desafinada de Billy Hollyday o en ese gesto que Pacino evitó hacer en Looking for Richard (un gesto ausente, muy difícil de apreciar, lo sé) y que nos permite pensar –quizá hasta entender– el interior de ese tipo deforme y poderoso y, por tanto, cruel que es Ricardo III. O, quizá, solo haya que buscarlo en el matiz que surge después de un punto y coma (cualquier punto y coma) y nunca –pero nunca– en el silencio tras un punto final.
Tal vez haya que buscarlo, pero, desde luego, no tiene sentido encontrarlo.
Búsquenlo en cualquier espacio no amenazado de convicción: Dios bromeando, divirtiéndose, alejando el fantasma de su eterno aburrimiento.
Sigan buscándolo, pero no nos cuenten que ya saben cómo es y qué es lo que quiere de nosotros. Y sobre todo no maten en su nombre. No lo cuelguen de las paredes: Él, de existir, sería más sutil.
O como dice Pacino que dice John Wayne: "¿qué quieren? ¡yo no escribí toda esta mierda!". ¿Fueron ustedes? Pues ahora resuelvan la trama, las distintas versiones, la (eterna) incoherencia. Las mentiras. Resuelvan a Dios, eso si es algo divertido.
3 comentarios:
A veces, me da la sensación de encontrarlo, en alguna nota de Miles o en algún párrafo de Aguilar.
Mallent, Mallent..¿para cuándo tus sugerencias musicales? Ahora ya solo tienes que copiar la dirección de la canción en Spotify y pegarla en el post. Escuchad esta del último de Quique González
http://open.spotify.com/track/2DCLal6BRZmDEc88jNqV6f
..
Riesgo y Altura, muy apropiada para el post de hoy
Pues yo de veras que creía en Dios, hasta que los Documentales de la 2 me quitaron la fe. Tenía un dealer maravilloso, mi verdulero me traía sandías hermosísimas, zanahorias tan naranjas que me hacían creer ciegamente en ese Dios proveedor... en la 2 dijeron que las zanahorias eran blancas y que las coloreamos nosotros y que las sandías, los melones y todo eso no existiría si en El Ejido no estuviera el patrono racaneandole a Mohamed 2€. Me olvidé de todo y me concentré en la partida...
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