jueves, 29 de octubre de 2009

Cosas (supuestamente) divertidas (IV): Espejos.


Imposible resistirse a la fascinación más vieja y sencilla de la feria: los espejos deformantes. Mirarse frente al espejo cóncavo en el que nos veremos bajitos y gordos como Boteros, con forma de bolo y con esos bracitos cortos de bebé, de T-rex, de muñequito. O, justo en el espejo de al lado, aparecer filamentosos, insectarios, quijotescos, con un aspecto tan correcto de bolígrafo que pensamos que sólo nos falta asomar esa narizota por el bolsillo de una chaqueta para que el disfraz sea perfecto. Jugar con nuestra propia fotografía. Hacer muecas, gestos, tonterías, frente a los espejos, mientras ese otro yo deforme se mueve a nuestro antojo como un bufón jorobado, un enano gracioso.


Niños y adultos nos reímos frente a nuestra propia imagen deformada. Acabamos de salir del museo de cera donde los monigotes pretenden (siempre fracasan) parecerse a los personajes famosos, a los futbolistas, al Papa: los impasibles modelos, muertos de cera y aburrimiento, tratan de imitar cada arruga, el color de los ojos, las proporciones exactas. Pero, en realidad –por su realidad–, no se parecen lo más mínimo. Acabamos de salir del museo de cera, decía, y nos acercamos a los enormes espejos curvados que están junto a la puerta como abandonados, porque nadie les encontró un sitio mejor, desatendidos, porque pocas atracciones precisan tan escaso mantenimiento. Nos acercamos precisamente para desintoxicarnos, para disfrutar de lo contrario: del escaso parecido, de la deformidad, de la caricatura. Haciendo monerías frente a los espejos abombados huimos de la imitación, de la falsa presunción del parecido, de la prepotencia del hiperrealismo kitsch y la sensación de cadáver, de máscara mortuoria del maniquí que quería ser Madonna o Reagan o Guti.


Nos miramos en el espejo distorsionante y probamos a inclinarnos, a alejarnos (“fíjate, desde aquí se nos ve al revés; mira la barriga… ¡y las piernecitas!”), o a acercarnos mucho para que la frente se convierta en una enorme superficie curvada y lisa, como un planeta deshabitado: la línea del cabello se aleja y éste aparece como un gorrito, un bosquecillo oscuro en el Polo Norte; la cara, irreconocible, apenas ocupa un triángulo minúsculo hacia el Polo Sur.


Y ahora nos miramos en otro espejo y nos damos cuenta de que, a pesar de la deformidad, nada nos salva de ser simplemente nosotros. Después de la ducha, mientras nos afeitamos –otro día más–, no hay curvas en el espejo del baño, ni trucos, ni efectos ópticos. Solo la oportunidad de un espejo y de otra mañana más. Solo el tiempo, trasformándonos, desfigurándonos, como un niño desquiciado jugando sin control con sus modelos de cera. Muñecos que cada vez se parecen menos a las personas que imitaban.

3 comentarios:

Loli Pérez dijo...

Pepe, siempre me han inquietado las imágenes que devuelven ciertos espejos, sobre todo los retrovisores.

Saludos
Loli

Pepemomia dijo...

Hola, me alegro de verte por aquí. Sí, los espejos, tan literarios como frágiles.

Pepa González dijo...

Curioso lo del fenómeno espejo. Tan llenos de supersticiones, tán frágiles y tan poderosos a la vez, que una mañana cualquiera nos devuelve una imagen de nosotros, un bofetón, y nos miramos, y al borde del abismo nos resignamos al duelo de lo que podríamos haber sido y nunca llegaremos a ser. Menos mal que nos rescata Calamaro desde la radio cantando "hoy es hoy y siempre será hoy..."